viernes, 21 de noviembre de 2008

Got milk?

La trilogía femenina del Géminis la componíamos Olalla, Ruth y yo. Olalla era la gordita, Ruth la cuatro ojos y yo la que ligaba. A Olalla, que era enamoradiza cual polilla encaprichada de la luz, los niños le hacían la vida imposible. Además de llamarla gorda, vaca, ballena y mole, habían inventado un juego consistente en retorcerle las tetillas por encima de la camiseta hasta que ésta, muerta de dolor y de humillación, accedía a enumerar cinco marcas de leche conocidas: Asturiana, Celta, Clesa, Pascual y Puleva. Si se le olvidaba alguna, o las recitaba en un orden diferente al alfabético, se ensañaban con sus incipientes retoños hasta hacerla llorar. Ruth y yo rara vez intercedíamos a su favor y, cuando lo hacíamos, era más por vergüenza que por auténtica indignación. Como niños que éramos cualquier manifestación de la sexualidad constituía en sí misma, por cruel que fuera, un motivo de chanza, y el hecho de que Olalla se revelase como la más indefensa y menos chivata de las tres fue una suerte para nuestras pupilas sedientas de morbosidad y erotismo manifiesto.
Olalla estaba loca por mi primo David, que con sus catorce años recién cumplidos, su tabla de surf y sus camisetas Quicksilver era el prototipo de guaperas al que todas aspiraban para sus adentros. Mi primo no sólo participaba de las crueldades que todos, excepto Fernando, practicaban sobre Olalla con asiduidad, sino que además hacía gala de un ensañamiento y una insistencia inhabituales en un muchacho de su edad. Si los demás ponían como condición para soltarla el que ésta recitara en perfecto orden alfabético la lista de marras, mi primo exigía que además lo hiciera con una determinada entonación. No le bastaba con que pronunciara las marcas quejicosa y entre sollozos: pretendía que las gritara. Y si no lo hacía no se conformaba con retorcerle la carne tierna hasta el chillido, sino que mantenía la presión sobre sus pechos inexistentes hasta que ésta, deshecha en lágrimas, le suplicaba por la virgen que parase de hacer lo que estaba haciendo. Los hematomas que Olalla lucía siempre en sendas tetitas, y que en bañador resaltaban más de lo que la prudencia aconsejaba, fueron un día descubiertos por su padre. Ante el feroz interrogatorio al que éste la sometió, Olalla acabó confesando la procedencia de los moratones y el nombre del responsable. De nada sirvieron las advertencias que la buena de Olalla le hizo a mi primo, disculpándose mil veces por haberle delatado. Al día siguiente, su padre permaneció al acecho en el portal hasta que volvimos de la playa y, sin mediar palabra, estampó a mi primo contra la pared agarrándole del cuello y dejándole suspendido con una sola mano un metro por encima del suelo.
- Como vuelvas a tocar a mi hija te mato, niñato de mierda.
Nunca se me olvidará la cara de Olalla, pidiendo con la mirada el perdón que su boca no osaba pronunciar por temor a las posibles represalias, y subiendo tras su padre las escaleras sin dejar ni por un instante de mirar a David. En la garganta de mi primo, a modo de tatuaje redentivo, quedó marcada durante unos días la silueta cárdena de cinco dedos en jarras que se unían por la parte de la nuca en una especie de broche vengativo y letal. Años después, y añadiendo a esta historia una nueva e interesante dimensión, me enteré por boca de la propia Olalla de que mi primo y ella, todas y cada una de las noches en que permanecimos embebidos en ese juego trepidante y pervertido que era el escondite, se entregaban entre arbustos y amparados por la oscuridad a ese otro juego misterioso y no del todo diferente que había de constituir la materia prima vivencial de nuestros veranos en Valdoviño. Teniendo en cuenta que Olalla tenía nueve años y mi primo catorce el primer estío en que coincidimos todos en conjunción astral e irrepetible, no puedo sino preguntarme qué tendrían esos parajes, además de penumbra, para hacer que el comportamiento romántico que mostramos los que resultamos ser los niños más interesantes de la promoción se manifestara del modo en que lo hizo. Reproduzco a continuación la declaración con que me obsequió una Olalla borracha y mil veces más bella que en la época a la que hace referencia, cierta noche de confesiones y osadías a la luz de la luna que en su debido momento relataré:
- ¿Te acuerdas de lo de las marcas de leche?
- ¡Jajajajaja! ¡Cómo no recordarlo! No te dejaban vivir...
- Eras una cabrona, tía. Nunca hacías nada para impedirlo, pero luego, cuando estábamos a solas, me decías que no me dejara humillar así.
- Bueno, es lo que pensaba... Y además, también yo era una niña.
- Sí. Una niña tres a os mayor que yo.
- Y tres años más pervertida, pues.
- ¡Jajajajaja! Pues... ¿sabes qué?
- ¿Qué, amor?
- Que me estuve enrollando con David desde los nueve a los trece años todas y cada una de las noches.
- ¿¡¡¡¡Quéééééé!!!!?
- Lo que oyes, ¡jajajajajaja!
- Explícame eso.
- Pues que aunque tu primo, delante de los demás, se avergonzaba de mí y se entretenía jodiéndome, cuando jugábamos al escondite me buscaba y se comportaba de manera muuuuy diferente.
- ¡Jajajajaja! ¡Pero qué me dices, vida!
- Lo que oyes. Incluso cuando tenía novia, ya a los diecisiete.
- Vaya tela... Si en el fondo ya sabía yo que no debía interceder entre los dos, ¡jajajajaja!
- Ja. Ja. Qué graciosa.
- Pues, ¿sabes qué? Que me alegro. Me gustaría decir que me lo había imaginado, pero no sería cierto. ¡Jamás pasó por mi cabeza perversión semejante! Pensaba que Fernando y yo nos llevábamos la palma...
- ¡Jajajajaja! Bueno, lo vuestro también se las trae.
- Sí, nena, pero tú tenías nueve años. ¡Nueve! Bueno... algo hay que reconocerle a David: supo ver en la niña repollo que eras a la zorra oculta en tu interior.
- Sí, eso hay que reconocérselo. Otra cosa no.
- Pues no. ¡Avergonzarse de ti! ¿Quieres que le mate?
- ¡Jajajajaja! No, no hace falta. Supongo que es comprensible...
- Comprensible e imperdonable, nena.

La culminación de todo esto aconteció cierto día en que Fernando, Olalla y yo nos encontrábamos en el garaje haciendo de las nuestras (jugando a la consola, peleándonos por qué música poner y puteándonos hasta decir basta). Olalla y yo teníamos por costumbre torturar a Fernando, una por cada lado, comiéndole las orejas hasta volverle loco. Y Fernando, harto de nuestros abusos y de nuestra manía incansable por ponerle a prueba, trató de vengarse invocando la estela de un fantasma pasado al que él, en concreto, jamás había sucumbido. Me lanzó contra el suelo y, retorciéndome las tetas, me dijo:
- Di cinco marcas de leche.
Y yo, que hasta el momento sólo me había acostado con cinco hombres diferentes, respondí:
- Carlos, Keko, Pablo, Andrés y ¡Fernando! ¡Por estricto orden de aparición!
Y él, soltando la presa sobre mi pecho y cayendo sobre mí disuelto en carcajadas, me piropeó:
- ¡Pero qué hija de puta!
Y yo:
- Ya ves, nene... alumna aventajada, como quien dice.

Siempre me ha llamado la atención una cosa: la facilidad que tengo para recrear diálogos. No es que me los invente por completo, pero como cualquier ser humano con dos dedos de frente y cierta tendencia a la fabulación literaria que se precie, es imposible que recuerde con tan precisa exactitud el contenido de conversaciones mantenidas tantos y tantos años atrás. En Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, la infantil protagonista recrimina a su hermana la carencia de interés de la que pecan las novelas que ésta le obliga a leer: "¿cómo puede resultar interesante un libro sin dibujos ni diálogos?". Más que no interesantes, a decir verdad, lo que resultan ser las creaciones literarias carentes de conversaciones es poco ágiles y, por tanto, escasamente adictivas. ¿Cómo engancharse a un libro cuyo único atractivo reside en la visión particular del mundo que su autor pretende vender, en completa ausencia interactiva con otros seres humanos? Véase Pessoa o Nietzsche, dos grandes que aun siéndolo en grado sumo e indiscutible, son a mi entender incapaces de granjearse adeptos sin pretensiones. Cuando se lee a Nietzsche o a Pessoa es complicado evadirse de la carga cultural que cohabita asociada a sus Nombres. Nietzsche es el anticristo, la chulería, el intelecto, el autor que todos presumen de leer pero que muy pocos han leído en realidad ; Pessoa, el filósofo fracasado que a falta de carisma se conforma con una lucidez privilegiada que provoca, en todo aquel que osa aventurarse en su pensamiento, el impulso de abandonarle a cada línea que avanza. Ambos son interesantes, superiores, excelsos... ¿pero qué más? ¿Dónde está la chispa que impulsa a cavar, a profundizar en lo que se dice? ¿Dónde reside la intríngulis inexplicable que hace de una sucesión casi arbitraria de palabras el motor e impulso de una vida que respira paralelamente y en parte ajena a lo manifestado? Para ser requerido hay que explotar la vulgaridad de la intriga, hacer del morbo una filosofía, abrazar la propia humanidad con una falta de ambages del todo rayana en el desinterés. No se puede ser puramente un filósofo, ni pretender despertar pasiones por el simple hecho de ser lúcido y consciente de lo que ocurre. Se debe empatizar con la vulgaridad de lo humano, hacer de la experiencia un prototipo desseable, comprender la propia evolución desde un punto de vista subjetivo y suficientemente sencillo. Ni imparcial, ni extremo, ni en esencia adaptable. Para muestra un botón, que diría mi amigo Alfredo: Dostoievsky. Carece de literatura, carece de voluptuosidad, pero su pensamiento se asemeja a una flor que crece hacia arriba y sin que importe la luminosidad circundante que la respalda. Nabokov: tus formas son envidiables, trascienden lo excelso, pero tu contenido... tu contenido es frívolo y lo sabes. Nada ocurre de la manera en que tú dices que ocurre, los seres humanos que describes jamás podrían sufrir evoluciones semejantes a las que planteas y las situaciones que acuarelas son tan volátiles, tan ficticias, que ni toda la psicología del mundo podría explicar las acciones que en último término parecen ser las que mueven a tus personajes. Quizá te tenga envidia a un nivel formal, y esté además influenciada por el criterio implacable y en ocasiones errado con que juzga mi amor a cada escritor que pasa por sus crispadas manos. Pero una cosa tienes que reconocerme: Ada y Van no pertenecen a este mundo y, por tanto, sus personalidades respectivas carecen de interés desde un punto de vista psicológico. Lolita ya es otra historia, claro, pero como la escribiste por encargo y a partir de un manuscrito que te entregaron, o que encontraste (esto no sé si es verdad o me lo he imaginado, pero entre fantasmas no vamos andar pisándonos la sábana, ¿no?), me veo en la obligación de recriminarte no sé muy bien qué. ¡Arggggggl! Creo que era Hemingway el que escribía de pie con la idea de cansarse pronto y no decir demasiadas tonterías, y quizá debiera yo, tras haber releído el último párrafo del texto presente, plantearme hacer algo semejante. ¡Vaya sarta de gilipolleces! Hale, hasta otra. Que os jodan a todos, escritores vivos y muertos. Si existe un más allá, lo menos que podríais hacer es dignaros a apareceros a personas que, como yo, toleran mal el aburrimiento cotidiano y la estupidez generalizada entre sus semejantes. ¿Qué coño hacéis en el paraíso, o en el infierno? ¿A qué cojones dedicáis vuestra no- existencia? ¿Continuáis escribiendo, o la palabra no tiene ya ningún valor en el lugar en que os encontráis, quiero pensar que a regañadientes, disfrutando de la vida eterna? ¿De qué manera puede un mortal desesperado contactar con cualquiera de vosotros? ¿Ayudaría una ouija, una médium, un voto de silencio? ¿Qué ha sido de ti, Miller? ¿Todavía sueltas sapos por la boca, o las plegarias y el ohm te mantienen demasiado entretenido como para preocuparte de embellecer exabruptos y vomitonas existenciales? ¿Y tú, Anaïs? ¿Continúas siendo tan puta en el cielo como en la tierra, o el tránsito acongojado al más allá ha hecho de ti una señorita apta para el casamiento? ¿Qué tal están Justine y María Magdalena? ¿Os celáis las unas de las otras, o en el Paraíso sólo es posible la solidaridad femenina? ¿Qué tal folla Cristo? ¿Te hace ver las estrellas? ¿Echas de menos la posibilidad de la seducción? ¿La felicidad plena te ha transformado en una escritora de folletines? ¿Es por eso por lo que no te me apareces, porque te da vergüenza lo que de ti pudiera pensar?

¡Durrell, sosainas, bello anciano! ¡Y pensar que de una persona como tú muy bien podría yo haberme enamorado! ¿Se parece el cielo a Alejandría, o a Grecia? ¿Huele a incienso, o a aceite de oliva? ¿Sostienes trifulcas con Henry a favor de una u otra posibilidad? ¿Por qué no me haces una señal? Házmela, por favor, me apetece conocerte de verdad. Perdona por lo de bello anciano, pero es que de puro contemplativo llegas a dar asco a veces. ¿En serio llegaste a perder la virginidad? No, ¿verdad? Si ya lo sabía yo... ¡pues mejor, mejor! Resérvame el honor, si consigues resistir hasta que la palme la tentación que sin duda supondrán Anaïs y esa protagonista tuya tan pendón e irresistible que te sigue a mala sombra a todas partes. Nunca he desvirgado a un indio y, entre tú y Kipling, la elección está más que clara (no me gustan ni los calvos, ni los bigotes de colono). Y es que eso de que el escritor pudiera encontrarse en el cielo con sus propios personajes sería un puntazo de órdago, una revelación de escándalo, un premio divino. ¿Qué tal llevaría Raskolnikov la convivencia con matusalenes de la talla de Walt Whitman? Y el acomplejado de Lovecraft, ¿sacaría algo en limpio de cohabitar cara a cara con los Profundos? ¿Un mayor asco a la humanidad, quizá? ¿Una terapia antifóbica basada en la exposición al estímulo problemático?

Stephen King: sé que no estás muerto, pero tarde o temprano lo estarás y no quiero ni imaginarme lo que resultará de un tête à tête con Carrie. Se las hiciste pasar putas, a la chavala... Yo, en su lugar, te arrancaría los huevos.

¿Y qué tipo de relación, me pregunto, podría establecerse entre Whitman y Lorca, teniendo en cuenta que el segundo dedicó al primero un poema titulado "bello anciano" (perdóname, Durrell, por la pulla de antes)? Posible diálogo:
Whitman: tú, maricón, ¿a quién le llamas viejo?
Lorca: ¿me estás hablando a mí?
Whitman: sí, a ti, atontado.
Lorca: pero Walt, yo... te admiro.
Whitman: ¿y si te dijera que tú a mí me provocas diarreas espontáneas, que tu presencia es suficiente para indisponerme hasta el cólico, que tu pelo rizado me recuerda al que me crece alrededor de la polla y que además de todo esto, y por si fuera poco, odio a los jodidos gitanos?
Lorca: me destrozarías el corazón, Walt.
Whitman: ¡bah! ¡Jodido marica! ¡Es imposible mantener una relación de igualdad contigo.

Rimbaud: como ya renunciaste a la literatura, no sé qué desmejora con respecto a tu mortalidad habrán supuesto la muerte y los paraísos a que ésta da lugar. Ya no tendrás que traficar con esclavos ni herniarte transportando el dinero ganado a su costa, pero por otra parte, el reencuentro con ese Verlaine cadavérico y vapuleado por la vida que ya en su día escogió la fe en sustitución de tu maravilloso cuerpo de infante sodomizado sin dolor, podría ponerte de un humor de perros. Así que, ¿qué coño haces ahí, tan tranquilo, sin aparecerte? ¿Dónde han quedado tu ensueño y tu algarabía, tu celebración orgiástica y casi permanente de la existencia humana adolescente? No sé si me apetece conocerte, pues temo no estar a tu altura o que tú no lo estés a la mía. ¿Cómo confiar en ti, golfo, cómo confiar en ti? Tan pronto clavas tenedores como te rasgas las vestiduras en pos del más entregado de los enamoramientos. No hay quien te pronostique y eso, mucho me temo, hace de una cita contigo un plan estresante y retador en demasía. No es que tema, ni mucho menos, un extremismo excesivo por tu parte, pues a radicalismos y ya puestos a alardear no me gana ni mi santa y putísima madre, sino que me da a mí que tú y yo en persona y sin literatura de por medio íbamos a llevarnos como el perro y el gato. ¡Y encima homosexual! Aunque no serías el primero que cambia de orientación sexual al encontrarse conmigo creo que tu caso, y parafraseando al jodido Aquilino Polaino, es de los graves. Y si no, ya me explicarás cómo un efebo revoltoso y perfecto como tú pudo liarse con un calvorota barrigudo de la talla de Verlaine. Si al menos éste te superase literariamente, podría atribuir tu desliz a una profunda admiración intelectual, pero en ese sentido ni el mismísimo Jesucristo con toda su retórica de sermón transcrita por el negro apostólico de turno llegaría siquiera a situarse a la altura de tu ombligo. Pero bueno, olvidaba que eres un niño y que, como niño enamorado, quizá no hiciste más que corresponder a la atención prestada por el pobre infeliz (y entre tú y yo: eso de que Paul escribiera odas a la belleza femenina te sacaba de tus casillas).

¿Y tú, Pizarnik, feúcha incomprendida? ¿Haces migas con Dickinson y Austen, o ni siquiera este par de feministas reprimidas ha conseguido sacarte del estupor y del confort masoquista de la tristeza crónica y recidivante que ya en vida te afligía? ¿Cuántas veces te has revuelto en tu tumba al oírnos a Chechu y a mí despotricar contra tu persona? ¿Te sientes decepcionada ante el hecho de no haber sido enterrada en una encrucijada, como los demás flojos de tu calaña que a falta de habilidades poéticas optaron por el suicidio prematuro como forma de promocionarse hasta el infinito y más allá? Tú mejor no te me aparezcas, porque de puro rabiosa y frustrada lo harías bajo la forma de un espíritu maligno que habría que exorcizar por la fuerza. Bastantes vueltas me da ya la cabeza, como para que una posesión por tu parte venga a otorgarme el don de hacerlo hasta los trescientos sesenta grados. Que te jodan a ti y a tu argentinismo trasnochado, zorra amargada. Si en alguna ocasión se te ocurriera hacernos algo a mí o a mi niño, ten por seguro que soy capaz de cortarme las venas, ya que los barbitúricos me parecen cobardes como método de autoeliminación, para encontrarme contigo en el limbo y sacarte las tripas a mordiscos de desprecio. Sólo una cosa más (que espero, en base a la labilidad de tu carácter, te mantenga llorando dos semanas seguidas como mínimo): Alejandra, en España, es nombre de pija.

Tolstoi: al pensar en ti siempre me pregunto cómo es posible que en un cuerpo tan pequeño quepan, a la vez, taaaaaaanta estupidez y taaaaaaanto talento. ¿Cómo fuiste capaz de escribir Ana Karenina desde el punto de vista de los grises? ¡Jajajajaja! Puto aldeano reaccionario y costumbrista: no te mereces la comprensión del ser humano que a despecho de tu ideología barata demuestras, y con creces, poseer, ni te mereces llamarte León ni haber nacido en la Russia de mis amores. Te merecerías, en cambio, un cadalso justiciero o un obispado en cualquier capital de provincia. Ahora te diré algo que quizá perturbe la paz de esa vida eterna que, a fuerza de erigirte en sublime meapilas, sin duda habrás conquistado para ti y para los de tu rango: la regenta de Leopoldo le da mil vueltas a esa frígida protagonista tuya de nombre anodino y capicúa cuyas andanzas, para ser justos y sinceros, he de reconocer me conmovieron hasta la extenuación hace un par de años hábiles escasos.

Y voy a dejar ya este tema, porque con la broma me estoy poniendo de mala hostia y todo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Lluvia de (¿)ideas(?)

La primera vez que coincidí con Olalla fue en el portal del edificio Géminis. Era Semana Santa, y yo había ido a Valdoviño con mi madre para dar el visto bueno al apartamento que habría de convertirse en mi guarida estival a lo largo de los dos años siguientes, y hasta que las hostilidades manifiestas entre mi madre y su cuñada se hicieran insostenibles hasta el punto de obligarnos a renunciar a la convivencia para alquilar cada verano una casa diferente. Mi madre y yo estábamos a punto de cruzar la puerta hacia el aparcamiento, cuando de repente aparecieron en el umbral una niña rellenita y un hombre adulto y algo barrigudo que arrastraba de una correa un enorme gato siamés. Yo, que de haber sido más amante de los animales habría llegado a trascender el umbral de la zoofilia, volví sobre mis pasos como una fiera para avalanzarme sobre aquel bellísimo felino que me miraba con desconfianza desde el pie de las escaleras.
- ¡Mami! ¡Mira qué gato más precioso! ¡Es moníííísimo!
Olalla, que por aquel entonces contaba nueve años e iba vestida como una auténtica niña repollo, se adelantó hacia mí y me advirtió con encantador acento gallego:
- Es una gata. Y ten cuidado, porque a veces es un poco arisca con los desconocidos.
Yo, que ni siquiera me había molestado en saludar a los dos seres humanos que acompañaban a tan majestuoso espécimen de mascota, alcé la mirada y me encontré de sopetón con el rostro risueño de Olalla (¡Mi tierna, mi salvaje, mi incomparable Olalla!). Dientes delanteros separados, labio superior curvado hacia arriba por el centro en lo que me sugirió de inmediato la mueca irresistible y conmovedora de un patito recién nacido y necesitado de atenciones; cabello oscuro, rizado y larguísimo; pechos de niña en despunte troquelando el lino blanco de una camisa bordada a mano por su madre, ojos chispeantes de ninfa pizpireta y colmada de secretos que parecían dar la bienvenida a golpe de parpadeos coquetos e intermitentes.
- Hola -acerté a decir.
- ¡Hola!, ¿eres nueva en el edificio?
- Bueno... ahora sólo he venido para verlo. Pero en julio volveré para quedarme todo el verano.
- ¡Ah! Pues entonces ya irás conociendo al resto. Somos un montón de niños por aquí.
- ¿Cómo se llama?
- Olalla.
- No, me refería a la gata. Es preciosa.
- ¡Ah! Se llama Lusy.
- ¿Lusy?
- Sí
- Y si la toco, ¿me morderá?
- Eso el perro de Fernando, que mira lo que me hizo.
Y agachándose junto a mí y señalando con su meñique el espacio acanalado que conecta el labio superior con el entrecejo aterciopelado y como de lobato de los orificios nasales, me mostró una pequeña cicatriz curvada hacia la derecha que parecía contar ya con algunos años de antigüedad.
- ¿¡Y eso!?
- Pues un día, que me acerqué a Risky cuando estaba comiendo para acariciarle, y el muy bruto me mordió la boca hasta hacerme sangre. Me dieron tres puntos, ¿sabes?
- ¡Jo! ¿Y tu gata es igual?
- Bueno, mi gata araña. Pero no siempre.
- Entonces me arriesgaré, creo. Es súper bonita. Yo siempre he querido tener un gato siamés, como los de la Dama y el Vagabundo.
- Sí. A mí me gustaba la canción que cantaban, aunque la verdad es que eran bastante cabrones, ¿sabes?
- ¡¡¡Olalla!!! ¡¡Esa boca!!
- Lo siento, papá.
E irguiéndose de golpe y con vitalidad extrema, se avalanzó sobre su padre como una pantera para cubrirle la cara, el cuello y el pecho de ruidosos bessos de niña pequeña.
- Perdona, papá, ya sabes que soy una mal hablada. ¿Quieres pegarme unos cachetes?
- ¡Anda, anda, Olalliña! ¡Baja, baja! ¡¡Baja, mujer!!
Su padre la posó suavemente sobre el suelo y, con el reverso de la mano derecha, se limpió de la mejilla las babas que Olalla había dejado en ofrenda por su deslenguamiento incorregible. Una vez en el suelo, y esbozando una sonrisa efervescente, volvió en tres saltos junto a mí:
- Eres muy guapa, ¿sabes?
- ¡Ah, gracias!
- Todavía no conoces a Ruth, ¿no?
- Pues no... es que he llegado esta misma mañana.
- ¡Ah! Pues ella tiene otra gata siamesa que se llama Diana, ¿sabes? El año pasado se tiró desde el cuarto piso y cayó sobre el paraguas abierto de una señora. ¡Jajajajaja!
- ¿Y Diana también araña?
- ¡Qué va! A Diana como si la arañas tú...ella como si nada. Es la gata más tranquila que he conocido nunca. Yo creo que es medio tonta.
- ¡Jajajajaja!
A todo esto, su padre y mi madre acababan de poner término a la conversación que se traían entre manos y nos llamaban desde extremos diferentes del portal instándonos a finiquitar nuestra atípica toma de contacto.
- ¡Olalla, vamos! ¡Y coge a Lusy, por Dios, que no tengo ganas de ir a buscarla de nuevo al patio de luces!
- Bueno -se despidió Olalla-, ya nos veremos luego por el campito. Ahora me voy a comer.
- ¡Vale!
Y ya desde lejos, ella subiendo las escaleras y yo a punto de atravesar la puerta acristalada que daba a la calle, una última pregunta:
- ¡Oye, chica! ¿Cómo te llamas?
- Iria.
- ¡Yo soy Olalla! ¡Encantada!
- ¡Encantada!

El perro de Fernando se llamaba Risky y no moriría hasta tres veranos después. Todos los perros que había tenido y que había de tener Fernando a lo largo de los años habían sido rescatados de la calle y estaban, por tanto, traumatizados por a saber qué misteriosas y displacenteras experiencias con seres humanos de su pasado que les hacían comportarse como bestias pardas con cualquier criatura de mi especie que no fuera Fernando, o alguno de los que vivían con él y le alimentaban. Cuando digo como bestias pardas, no estoy tratando de hiperbolizar en modo alguno el comportamiento de los animales. Es que así, y de ninguna otra manera, era como se comportaban. La primera vez que pisé el campito del Géminis, unas dos horas después de mi encuentro con Olalla en el portal, no tuve en cuenta que por las tardes Risky permanecía amarrado a la señal de propiedad privada del jardín, disfrutando sobre el césped del sol vespertino y ladrando a los gorriones incautos que osaban pasear palmito en un diámetro al alcance de su cadena intencionadamente corta. La fila tupida de hortensias que corría a lo largo del jardín impedía, a una niña de mi altura, distinguir desde los garajes lo que ocurría al otro lado. Sin molestarme en caminar hasta la abertura practicada en la vegetación que hacía las veces de entrada, de un salto y protegiéndome el rostro con los antebrazos atravesé la maleza y aterricé sobre el césped. Lo primero que vi al abrir los ojos fue el rostro desencajado de un perro del color y el tamaño de un zorro que, a menos de un metro de donde yo estaba y ladrando como un energúmeno, había conseguido romper a tirones la cadena de hierro que lo sujetaba a la señal y se dirigía hacía mí a no poca velocidad. Así que inauguré el campito, como no podía ser de otra manera, corriendo como una posesa para salvar mis carnes juveniles de la furia incontenible de Risky, que colmado de energía e indignación para con el mundo se dedicó a perseguirme alrededor del edificio hasta que, bendito el instante en que a mi cabeza acudió la idea, me dio por trepar a una terraza baja cual vaquera adolescente saltando el cercado de madera que la separa de los pura sangre (agarrada a la barandilla temblorosa con una sola mano e impulsando por encima y de lado el resto del cuerpo). Ése era el mismo Risky que la había tomado algunos años antes con el labio de Olalla y que, a lo largo de los tres veranos siguientes y gracias a una concesión de Fernando consistente en permitirme obsequiarlo de vez en cuando con una lata de Friskies Gourmet, apenas alcanzaría conmigo la confianza suficiente como para dejar que le acariciara la cabeza con precaución extrema y siempre en presencia de su pelirrojo dueño. A Traso, sucesor de Risky bautizado así en homenaje al criado chismoso de La Celestina, lo que le sacaba de sus casillas era contemplar cómo Fernando y yo nos magreábamos. Se volvía loco de remate y corría en círculos ladrando como si alguien le hubiera pisado una pata con una bota de montaña o con un tacón de aguja. Sé que a los niños puede perturbarles la visión grotesca y malinterpretable de una escena original protagonizada por sus padres en la intimidad del dormitorio, pero lo de ese perro era de un freudianismo excesivo. Una mañana Fernando y yo entramos en el garaje muertos de desseo, después de habernos contenido en el ascensor para no escandalizar a una vecina que tuvo la ocurrencia de coincidir con nosotros en el descenso desde el cuarto piso. Parando apenas para cerrar el garaje hasta la mitad, me puso contra la pared, me bajó los vaqueros y las bragas y se arrodilló entre mis piernas para hundir el rostro y la lengua entre mis nalgas quemadas por el sol. No sé si fue lo extraño de la posición, o el sobresalto arrítmico y sospechoso de los gemidos que yo ahogaba mordiéndome la muñeca, pero Traso enloqueció como nunca antes lo había hecho y sin reflexionar sobre la posible inconveniencia de perpetrar semejante osadía se lanzó a la carga contra Fernando, que sin dejar ni por un instante de hacer lo que estaba haciendo y demostrando una compasión del todo acorde con sus instintos lo estrelló de un manotazo contra el suelo.

Transcribo un fragmento del libro de Leonard Cohen El juego favorito: El parque alimentaba a todos los que dormían en las casas vecinas. Era el corazón verde. Proporcionaba paseos sinuosos a las niñeras y criadas para que pudieran imaginarse la belleza. Proporcionaba bancos medio ocultos para besuquearse, y vistas de fábricas, a los magnates de la industria, para que pudieran imaginarse el poder. Proporcionaba cuadros de sendas escocesas, por donde paseaban parejas de enamorados, a los agentes comerciales jubilados, para que pudieran imaginarse la poesía. Allí transcurrían los mejores momentos de la vida de todo el mundo. Nadie va a un parque con propósitos sórdidos, excepto algún maníaco sexual quizás, y ¿quién puede afirmar que no está pensando en las rosas eternas cuando se abre la gabardina delante de la Beatriz que salta a la comba?

A mi teclado le falla la letra "b". No se marca si no la pulso con fuerza, así que ahora me veo en la obligación de releer mis textos para añadir esa letra además de la eñe, que a mi programa de Word no sé muy bien por qué le ha dado por pasar por alto. Esto me remite a la novela de Misery, en la que al pobre escritor secuestrado por la jonina Annie Wilkes se le iban saltando teclas de la máquina de escribir y debía rellenar a mano los huecos dejados en las páginas para que ésta no siguiera amputándole miembros. Empezaba con una letra y acababa con medio alfabeto. Hostia puta, eso es fanatismo y lo demás tonterías. ¡Annie Wilkes, sí señor! ¡O me escribes la novela que quiero, o te mando al infierno manco y a la pata coja! Jajajajaja. Lo mismo podía haberse hecho con sir Arthur Conan Doyle cuando le dio por cargarse a Sherlock Holmes. ¡A quién se le ocurre!

Un pasatiempo al que tengo por costumbre entregarme a lo largo de mis paseos por la ciudad, es al de esquivar personas a ritmo de música diversa. Resulta que me encanta pasear, y que además me gusta hacerlo a velocidades de vértigo. Casi corriendo, pero sin llegar a alcanzar jamás el trote humillado del footing. Teniendo en cuenta que en Madrid, durante el día, las calles burbujean de gente en actividad cargada con bolsas y a la carrera, y que caminar sin chocarse supone todo un reto para los reflejos y la agilidad de cada uno, mis paseos resultan poco menos que danzas frenéticas en pos de la armonía perfecta con el entorno. No es lo mismo esquivar personas mientras se escucha The Great Pretender, de los Platters, con ese deje de superioridad que supone confesarse un fingidor ante el resto de la humanidad mientras se sostienen las miradas de los que se cruzan con una insistencia ligeramente más férrea de lo habitual, que hacerlo acompañado por la voz desgarrada de ese Tom Waits que gime más que canta al Jabberwoocky de Lewis Carroll, y que lo tiñe todo de un no sé qué misterioso, negro y como de terciopelo. Por cada choque frontal que tengo con un peatón, me resto un punto entero. Por cada roce leve que surge de un cálculo equivocado de mi distancia con respecto a la de otra persona, medio punto. Por cada contacto inesperado ajeno a mi voluntad y a mis predicciones (como cuando de repente se abre la puerta de un coche aparcado y el motorista que justo pasaba se la lleva por delante), un cuarto de punto. He esquivado personas bajo la estela ambiental de múltiples canciones, dejándome llevar por la distancia entre las notas, por lo violento de la resonancia, por el contraste entre el relieve característico de la voz y la atmósfera de fondo sobre la cual resalta, por los ritmos y sobresaltos de la percusión, por el contenido chulesco y embebido de la letra, por la ensoñación particular sugerida por la melodía, por la evocación fantástica de situaciones en las que una cierta canción habría ido que ni pintada... y lo extraño es que la gente parece responder, en clave de danza, apartándose de mi camino y facilitándome la marcha. Eso cuando voy de buen talante, claro, y cuando el humor atmosférico acompaña, porque esquivar personas abrigadas y con paraguas puede convertirse, según la gravedad del frío y de la lluvia, en un auténtico coñazo que nada tiene que ver con el pasatiempo juvenil que supone hacer eso mismo un día de sol. ¿Cómo decía ese papel que tengo pegado con blue tac en el lateral de una estantería de mi cuarto? ¡Ah, sí! Los paraguas sólo sirven para perderse. Para eso, y para enganchar a personas por el cuello. ¡Jajajajaja! Me encantaba hacerle eso a mi amiga Sara en los pasos de cebra. Cada vez que iba a cruzar, me situaba a su espalda con el paraguas cerrado y aferrado por la punta, y con el cuello de cisne del mango la enganchaba por la tráquea y la atraía hacia mí. Ella se tambaleaba hacia atrás, cual si hubiera resbalado en una piel de plátano, y comenzaba a proferir maldiciones que yo entrecortaba a placer torsionando el mango sobre su garganta. Pero bueno, mi amiga Sara se olvidó de mí al madurar y convertirse en una mujer trabajadora, y lo que en estos momentos me apetecería es escupirle o echarle un Avada Kedavra (muerte súbita, para aquellos que no hayan tenido la suerte de graduarse cum laude en Hogwarts e ignoren el efecto fulminante de tan hermética fórmula - fórmula que por cierto suena de lujo pronunciada con acento de mafioso polaco).

Y la verdad es que a estas alturas ya no sé ni sobre qué estoy escribiendo. Sé que quería hablar de Olalla, y de lo intenso de nuestra relación: de la mía con ella, de la de ella con Fernando, y de la que se estableció entre los tres. Pero me he perdido en desvaríos varios y creo que mi deber como escritora es dejar esa historia para otro día en que me sienta menos propensa a la dispersión. Algo en común, en cambio, si que tienen Sara y Olalla: ambas han madurado y me aburren. Por cierto, Sara, aunque no creo que pases mucho por mi blog espero que leas esto y llores: te estás convirtiendo en algo incompatible con lo que yo soy y nuestra amistad peligra. No debido al enfado ni al resentimiento por que no me llames, sino porque comienzo a dudar de que realmente tengamos algo que ofrecernos. ¿Cómo puedes tener como lema en el messenger "Chica Yoigo. Je, je, je"? El que hayas hipotecado tu ocio por trabajar para una empresa de mierda y no te quede tiempo para salir y disfrutar de la vida, no significa que tengas que sentirte orgullosa de ello. No ironices sobre un tema tan serio, querida: te estás vendiendo y, por tanto, eres un ser humano menos interesante. Ni siquiera yo ironizaría con eso (¿o quizá ya lo estoy haciendo?). En fin, nena... que a mi la gente sobria, cuerda y responsable me empalaga. Puedo tolerar, e incluso considerar desseable, que seas una fracasada (¡qué palabra más capitalista, por Dios!), pero una sosa, aburrida, acomplejada y puntual criatura, ni por todo el oro del mundo. Te prefería cuando llegabas dos horas tarde a las citas, y me suplicabas borracha perdida que por favor te acompañara a la calle Gran Vía. De hecho, el mejor momento de una monjil y recatada chica llamada Patricia que conocimos Chechu y yo hace tiempo fue cuando por primera vez se emborrachó en Ribadesella y me vomitó encima. Así es como más guapas estáis las mujeres: descontroladas y en apogeo de intensidad. Luego dices que engordas, muchacha. Con ese novio tuyo, obsesionado con la pesca hasta el hartazgo, con esa relación tan rarita y chantajista que se trae tu padre contigo, con esa madre ajada e insoportable que se pasea por la casa con cara de misa y las manos cruzadas sobre el regazo... ¡casi me entran ganas de ir a rescatarte! Y encima, si te llamo y te pregunto me dirás que todo va perfecto, que con Luís mejor que nunca y que a tus padres les mantienes a raya con lo del trabajo. Pues eso, monada, no es perfecto sino catastrófico. Perfecto sería que Luís te hubiera dejado, ya que no tienes tú el valor de abandonarle a él y a su aburrimiento milenario (ni una puta película aguanta sin dormirse, que ya hay que joderse). Perfecto sería que tus padres, o al menos tu madre, hubieran fallecido repentinamente en un accidente de tráfico. Pero que Luís se muestre comprensivo contigo, que tus padres no te hagan la vida imposible y que hayas encontrado trabajo no es perfecto, sino una auténtica cagada. Al menos, cuando las cosas te iban mal mostrabas un alma de poeta que ahora no te encuentro por ninguna parte. Es como si hubieras renunciado a la belleza para dedicarte de lleno al trámite y a la burocracia, no en un sentido exclusivamente laboral, y lo que yo soy contaminara de dudas esa voluntad de prosperar que parece haberte poseído de un año para aquí. ¿Por qué te mueves en pos de la mediocridad? Si ya has renunciado, al menos deja que sea la mediocridad la que se mueva hacia a ti. Quédate parada, como hasta ahora, pasando las tardes encerrada a oscuras en un coche aparcado, y deja lo de buscar trabajo para aquellos que todavía tenemos vicios que mantener. Si vas a encerrarte en casa, o a recluirte en ese pueblucho perdido de Guadalajara que, como siempre te digo, te está embruteciendo la sensibilidad, en lugar de ahorrar podrías pasarme tu sueldo para que me lo fundiera en copas y libros a la salud de las dos.

Me despido, hasta que se me ocurra algo más que añadir.