jueves, 25 de junio de 2009

Cría cuervos


Creo que padezco de cierta fijación con el tema de la infancia. Apenas escribo nada que no esté relacionado, en uno u otro sentido, con la manera en que los niños perciben el mundo y, aunque la mayoría de vosotros no habéis leído ningún capítulo de los que hasta ahora han sido mis más relevantes intentos de novela, lo cierto es que no hay nada en sus contenidos que se salga del ámbito de la niñez y de la preadolescencia. Esto no sé si es un lastre o el equivalente a una obsessión poética que, con una dedicación adecuada y procurando prestarle al desarrollo del tema la atención necesaria, podría llegar en un futuro a convertirse en la piedra de toque de mi producción artística.
Mi fascinación por los niños se remonta en el tiempo hasta la época en que yo misma no era sino una niña. Pero si bien resulta del todo natural que un infante con inclinaciones literarias escriba sobre las andanzas de otros niños por él imaginados, el que un escritor adulto prefiera expresarse a través de las supuestas percepciones de niños de su creación en lugar de por las de personajes afines a su edad e intereses es cuanto menos revelador de ciertas cosas. No sé si tendrá algo que ver con todo esto esa patología tan de moda entre los miembros más perdidos de mi generación, consistente en el padecimiento de un pánico atroz a crecer y a comportarse de acuerdo con lo que esa idea exige de uno mismo, o si no es ésta, por contra, una hipótesis pseudopsicológica de lo más superficial y gratuito, pero el caso es que reconozco estar poéticamente enamorada de las luces y las sombras del universo infantil, y que pocas cosas, fuera de este ámbito, me conmueven tan hasta las raíces.
Me fascina sobremanera la mirada intensa y desprovista de artificios que los niños dirigen a las cosas y personas de su entorno, y que enmarcada en el contorno gigantesco y resplandeciente de dos ojos de buey del tamaño de lagos, parece escrutar las profundidades del alma sin apenas esfuerzo y libre de prejuicios. Si el niño es bueno o es malo, lo es en cualquier caso en un ámbito ajeno al de la moralidad. Y así, lo que debería ser maldad se transforma en perversión; y allí donde se supondría bondad, debe por contra suponerse alguna suerte de santidad de orden superior al religioso. El niño lo hace todo de raíz y desde la entraña. Si siente miedo, manifiesta pánico; si está deprimido, se muestra irritado; si llora, lo hace a borbotones y hasta la congestión. Y si además el niño es sensible y resulta posseer, en el fondo de la mirada, un deje de melancolía sensible a la belleza, ¿qué mejor prisma viviente podría requerirse para ahondar en los misterios de la existencia?
He tenido la suerte de ver tres películas que, a pesar de no formar parte de una trilogía ni de ser siquiera obra de un mismo director, guardan entre sí las suficientes similitudes como para que se las considere integradas en un mismo todo. Además de que la actriz protagonista de las tres es la misma, Ana Torrent, la temática es coincidente hasta puntos insospechados. La primera es El espíritu de la colmena, de Víctor Urice; la segunda Cría Cuervos, de Carlos Saura; y la tercera El nido, de Jaime de Armiñán. La muerte, flotando sobre la vida cual bruma inaprensible y feroz, se cierne sobre la protagonista estrechando un cerco que pide ser enfrentado; y la protagonista, que según la película tiene siete, diez o trece años y que con independencia de eso cuenta con los mejores ojos que jamás hayan existido en la historia del cine, afronta el misterio terrible en función de los recursos a su alcance. En la primera es la fantasía y la fascinación por el espejismo del cine lo que revela a Ana la posibilidad de la no existencia, y aferrada a esa imagen conmovedora del Frankenstein de Whale en que el monstruo toma una flor de la mano regordeta de la niña inclinada sobre el río, comienza a obsessionarse con la idea de invocar su espíritu para demostrarse a sí misma que tampoco ella tendría miedo, y así evadir la culpabilidad de la intolerancia. En la segunda es el fallecimiento de la madre, y su convencimiento de poder reinar sobre la vida y la muerte administrando por aquí y por allá el contenido de un poderosísimo veneno que le confió ésta antes de expirar, lo que hace que Ana tenga que enfrentarse a la negrura oculta en su propio corazón. Y en la tercera, la más oscura y osada de las tres, la sexualidad toma el relevo de lo atroz para mostrar hasta qué punto el amor, la muerte y el desseo forman parte de una misma enredadera. Si yo hiciera cine, haría un cine muy parecido a ese. Y si esa niña no fuera ya una mujer bastante más mayor que yo, sin duda querría que fueran sus ojos los que miraran de frente y abiertos de par en par el objetivo de mi cámara.
Qué casualidad que las tres películas sean, cada una a su manera, dramas rurales y no dramas a secas. No sé si es que los contextos naturales resultan más adecuados para la expresión de según qué conflictos, o si es que los cineastas españoles padecen de una incapacidad crónica para hacer de la ciudad algo interesante, pero lo cierto es que la mayor parte de las películas nacionales que me gustan (aparte de las citadas, Vacas, de Julio Medem, y Los santos inocentes, de Mario Camus) están ambientadas en la campiña. Supongo que la mera configuración de los espacios abiertos, con su profusión de bosques y páramos solitarios, posibilita el que sea la mirada, y no tanto el diálogo o las secuencias de acción, el elemento en que reposa la expresividad de lo retratado. Los diálogos son escasos, entrecortados, susurrados. Los niños hablan bajito y a cuentagotas, pero todo lo que dicen parece ser de extrema importancia y, casi sin querer, te descubres aguzando el oído y escuchando como quien espía un secreto, sin atreverte a subir el volumen de la televisión por miedo a emitir algún sonido que pueda distraerlos de sus confidencias y hacer que callen para siempre.
El terror, elemento imprescindible en cualquier manifestación artística que se precie, es más un color, una atmósfera, un afta que lo invade todo con un aura opresiva y como de catástrofe, que una secuencia física de acontecimientos pavorosos a los que el espectador pueda escapar cerrando los ojos un instante. En El espíritu de la colmena aparece la mejor escena de "susto" que he tenido ocasión de presenciar en el cine, pero por respeto a todo aquel que no la haya disfrutado todavía evitaré revelar detalles.
Por su parte, la Goyita de El Nido es superior a cualquier aspirante a Lolita que, en bodrios del calibre de la versión que Kubrick ha cedido a la posteridad, hayan intentado en vano encarnar las virtudes de la nínfula primigenia. Si bien Goyita es un tanto más oscura y brillante que sus predecesoras, a su vez parece poseedora de una sensibilidad impropia de toda nínfula que no se llame Ada y que, unida a una sencillez manifiesta más creíble en una niña de su edad, hace que trascienda el original convirtiéndola en un monstruo (entiéndase por "monstruo" la definición patafísica de Jarry - que, si he de ser sincera, estaba desseando citar desde hacía días): "Se suele llamar monstruo al acuerdo desacostumbrado de elementos disonantes: el Centauro, la Quimera son definidos así por quien no comprende. Yo llamo monstruo a todo original de inagotable belleza"

jueves, 18 de junio de 2009

RaBiEtA


Tengo ante mí una botella de vino medio vacía, pues hoy estoy pesimista, un libro insoportablemente aburrido de Guillermo Cabrera Infante y un par de revistas de cine que he leído más veces de las necesarias. Mi estado es algo problemático, pues por un lado podría decirse que no tengo ganas de hacer nada en absoluto, y por otro es evidente que me muero por que pase algo que me saque del estupor en que me encuentro sumida. He probado, para salir del trance, a fantasear sexualmente con los seres humanos al alcance de mi vista, pero o son todos demasiado engendros o yo me he vuelto demasiado frígida, porque por más que lo intento no consigo que se me levante. Si fuera hombre, cosa acerca de la cual albergo serias dudas, podría echarle la culpa al vino que llevo encima, que no es poco, pero mi condición de hembra a regañadientes me veta el empleo de excusas del calibre. Me gustaría decir que tengo ganas de follar, de escribir o de matar, pero como no es el caso y ya miento bastante en la vida oral, por esta vez haré un esfuerzo de honestidad y me limitaré a revelarme como la mujer aburrida de sí misma que soy, o que estoy.
Antes he visto una película que me ha hecho llorar y por un momento me he sentido viva, pero como el arte no es en el fondo más que una forma de evasión como cualquier otra, el efecto ha pasado pronto y vuelvo a mis andanzas de furia y desmotivación. La película se trataba, por cierto, de El espíritu de la colmena.
En ocasiones me parece absurda esta forma equívoca de comunicación que se establece a través de blogs y similares. Yo te contesto, tú me contestas, y juntos nos corremos de gusto erotómano y autosatisfecho. Excepto el Dr. Krapp ninguno ha pasado la prueba del algodón, y eso me hace plantearme si el que alguien te escriba una monería afable no depende más del hecho de que tú cumplas con tu parte del trato que de cosas como que la literatura que generas les diga algo. Como la respuesta la sabía ya de antemano, esto no es más que un párrafo retórico que introduzco con ánimo de provocar y con la certeza de que nadie, excepto el susodicho (un besso para él) leerá. ¡A la mierda Internet y sus sagradas vacas! ¿Quién las necesita? Debería darme de collejas por no haber tenido en cuenta que la red global, como todo en esta vida sucia y desprovista de chispa, se fundamenta en correspondencias y cortesías de baratillo. Como la cortesía es algo que, a despecho de la educación recibida, no se me da demasiado bien, permitidme que sin más preámbulo, y con ánimo de ofender, os mande a todos a tomar por culo.
Quizá debiera abandonar la literatura, o aplazarla hasta que encuentre, en mi realidad cotidiana, un motivo por el cual perpetuarla que no sea el de la desidia, asumida de antemano, de que todo y todos me aburren hasta la desdicha. Como ahora, que estoy aburrida y escribo, que estoy desesperada y escribo, que estoy maltrecha y escribo sobre mi aburrimiento, mi desesperación y mi maltrechez a prueba de optimismos sin que por ello, ni aunque lo generado alcance a satisfacer la más superficial de mis egolatrías, me sienta más artista que cualquiera de vosotros, cucarachas.
Estoy escribiendo una novela que, por segunda vez en mi vida y sin que sirva de garantía de nada, me satisface. ¿Y qué? Por encima de mi creatividad, y aunque me duela, están mi ira y mi tendencia al melodrama, y aunque trate de forzar ese estado que, por no se sabe qué conjunción de conjunciones, me permite escribir sobre personajes ficticios, lo cierto es que si éste no me es dado por inspiración divina, o demoníaca, ninguno de mis esfuerzos consigue evocarlo con la presteza necesaria como para hacerlo prolífico. ¡Palabras, palabras, palabras, palabras! Quisiera trascender la palabra y quedarme indefensa y en bragas ante la imagen, el aroma, el sonido exacto. Pero entre lo que quiero decir y lo que digo, entre el referente y lo referido, hay un abismo tan grande y tan solitario que en ocasiones trastabillo y caigo, ¡oh, malditos y miopes voyeurs!, sin lograr siquiera el privilegio de la ambigüedad. Si el público no me fuera tan necesario y el escribir supusiese, más que ninguna otra cosa, una toma de contacto conmigo misma y con mis intimidades, ninguna de estas tribulaciones tendría el menor sentido. Pero el caso es que el hambre de público, de espectáculo y de mediática repercusión contamina, si no mis contenidos, sí en cambio mis intervalos y mis períodos de entrega, haciendo que a mi pesar, y por mucho que trate de evitarlo, sacrifique el esmero en favor de no sé muy bien qué cosa relacionada con el aplauso.
Ahora que ya he vomitado estoy más calmada y contenta. El asco se ha esfumado y, con él, las náuseas generadoras de textos que no van a ninguna parte. ¡Salud, mis contritos! ¡Y que os aproveche!

La Liberté


En primer lugar, consideremos la libertad como una metáfora entre la cadena fantasmagórica que nos mantiene unidos a según qué causas o personalidades, y la sensación subjetiva de asfixia y sinsentido que el estar amarrados a tan ilustres y manipuladoras sogas nos produce en el corazoncito infartado de passiones insatisfechas y autoexigentes.
Si bien la libertad ha sido definida como derecho, como aspiración, como connatural al ser humano y como tantísimas otras cosas que nada, en realidad, tienen en común con ésta, es indudable que si dichas definiciones han permanecido en nuestro imaginario filosófico hasta el día de hoy, es porque albergan en sus respectivos núcleos la suficiente cantidad de verdad como para hacer de ellas materia susceptible de análisis.
¿Qué es para mí la libertad? Un dualismo motivacional que, ora se me antoja bendición ausente y desseada, ora maldición presente y temida. Cuando mi subjetividad caprichosa y, por qué no, egoísta en grado sumo, se topa de bruces y sin prolegómenos que valgan con tan anhelada falta de cadenas, lo que me invade, en lugar del sentimiento homónimo y como de caballo desbocado que cabría esperar, es por contra una especie de terror y de indefensión que, más que darme alas y propulsarme hacia el infinito campo de las posibilidades, me aletarga en no sé qué estado relacionado, eso sí, con cierto pánico al abandono que me embargaba cuando, con seis años, permanecía en casa en compañía de mi abuela, muerta de miedo por si mi madre no regresaba y, para distraer el tiempo hasta que el timbre sonaba o se escuchaba la llave traquetear en la cerradura, le escribía postales a mi progenitora que más parecían esquelas o breves testamentos que los registros emocionales típicos de un niño que echa de menos a alguien. Aunque entre mis truculentos epitafios había te quieros, dibujos y frases de amor, también se daba en ellos cierto tipo de elementos que nada tenían que ver con la nostalgia del infante temporalmente abandonado por una cita o por un puesto de trabajo. Hace poco encontré, rebuscando en cajones olvidados, una de esas misivas que cada atardecer dejaba, con puntualidad escrupulosa, sobre la cama de mi madre. Consistía ésta en una carta en la que había un dibujo y una dedicatoria de lo más escabrosa: el dibujo no era más que la silueta de mi mano regordeta, cuidadosamente perfilada por una cera negra Plastidecor, a la que después había añadido el complemento imaginario de una sortija y de un reloj que marcaba la hora a la que mi madre solía regresar a casa. La dedicatoria era la siguiente: “para que te acuerdes de mí cuando ya no esté aquí”. Recuerdo la tarde exacta en que mi madre leyó esa carta, y su rostro de sorpresa y ternura infinitas cuando, tras dejarla sobre la mesilla y dirigiéndose a la versión más bajita e indefensa de mí misma que aguardaba en la puerta de su cuarto a la espera de un comentario a favor o en contra de lo expresado, me dijo lo siguiente: “¿Pero es que te vas a marchar de casa? Anda, ven aquí...” También recuerdo la forma en que me abalancé sobre la cama y, a horcajadas sobre su cuerpo y comiéndomela a bessos, le contesté que lo que me daba miedo es que a ella le pasara algo. Analizado desde la distancia, el diálogo no parece tener mucho sentido. Ignoro la razón de que, temiendo como temía la posibilidad insoportable de su muerte, no escribiera sino algo que sugería una cierta preocupación por la de la mía, y se me ocurre que quizá, y sin que existiera una volición consciente por mi parte, lo que estaba ejercitando con ese tipo de mensajes era una versión rebuscada y del todo ajena a mi control de extorsión emocional. Por decirlo de algún modo: como no me atrevía a expresar directamente mis temores; esto es, ser abandonada, lo que hacía era sugerirlos en sentido inverso para que ella se percatara de la clase, aunque no de la dirección, de los conflictos que en verdad me afligían. Los psicólogos lo llaman “ansiedad de separación” y yo me siento una privilegiada por guardar recuerdos tan nítidos de lo que fue mi infancia, y poder así comprender de una forma rayana en la analogía lo que dicha ansiedad significa verdaderamente para un niño tembloroso que aguarda la llegada de alguien con los dedos cruzados y todos los tics nerviosos que imaginarse puedan. Mientras mi madre permanecía fuera de casa, solía autoimponerme ejercicios que, según lo indicado por mis tendencias animistas, contribuían a que ella llegara a casa sana y salva. Así, cogí por costumbre el comer, a intervalos de cuarto de hora, una pastilla de cera de depilar hasta que escuchaba el sonido ansiado de las llaves. Pensaba que, si dejaba de comer el asqueroso caramelo guiándome por la repulsión y el miedo a enfermar que me asaltaban cada vez que lo hacía, a mi madre podría pasarle algo. Esto, que no es sino una forma rebuscada y patológica de responsabilizarse de cosas que a uno no le atañen (como puede ser el hecho de que alguien te abandone, por la voluntad propia del desapego o por la ajena de la muerte), es quizá la misma estrategia que hoy día sigo aplicando ante situaciones que me vulneran dejándome a solas conmigo misma y con mis extraños recursos de afrontación. En lugar de limitarme a controlarme a mí misma (lo cual sería ya bastante trabajoso) trato de controlar todo lo que me rodea y que no es mi responsabilidad.
Volvamos al tema de la libertad. La libertad ideal, extrema y pura no es sino aquella situación en que de repente, y sin excusas que valgan, te encuentras a solas contigo mismo y con tus miedos. Y entonces, y a despecho de lo que hasta el momento habías desseado (ser libre), de repente quisieras volver a encadenarte y, de tener a mano los grilletes abstractos que tan calladito e irritado te mantenían, tú mismo cerrarías su presa en torno a la perfección nívea y libertada de tu muñeca otrora retenida y mancillada de pesadas cadenas. La diferencia entre el miedo a la libertad de la infancia y el de la edad adulta, o juvenil, es que los recursos de extorsión que se conocen y se saben utilizar en ésta son, en detrimento de la simbología, más directos y chantajistas que los precursores de nuestra niñez y, por tanto, resultan mucho menos efectivos en ese arte innoble y antiquísimo que es el de despertar lástima.
Por mucho que se diga que el ser humano es gregario por naturaleza, no menos cierto es que la necesidad de estar solos, y a expensas de nuestros recursos, supera en ocasiones a la de sentirnos unidos a alguien. Así, cuando contamos con todo el amor y las atenciones que podíamos dessear, habiendo incluso forzado un acercamiento del Otro a los cuidados requeridos por nosotros, nos descubrimos en cambio agobiados y con ganas auténticas de mandarlo todo a la mierda para quedarnos solos y a la deriva.

No sé si tendrá algo que ver con todo esto, pero últimamente he estado observando mi comportamiento al votar películas en Filmaffinity y he llegado a conclusiones bastante graciosas. Como supongo sabrá todo el mundo, la susodicha página web incluye un servicio de búsqueda de medias naranjas cinéfilas, que se realiza a partir de las estadísticas de tus valoraciones. A partir de unas pocas notas adjudicadas por el usuario -cuantas más, mejor- el programa le pone en contacto con personas afines a sus preferencias. Eso permite, entre otras cosas, que se de un flujo constante de recomendación de películas entre el usuario y sus correspondientes almas gemelas. A lo que me refiero con lo de haber llegado a conclusiones graciosas es a que, por ejemplo, cuando una película me ha gustado moderadamente y tengo dudas acerca de la nota que atribuirle, me suelo fijar, de forma instintiva y antes siquiera de haberla puntuado, en la opinión de los que se supone son los usuarios con gustos más parecidos a los míos y entre los cuales, y por si acaso se trata de alguno de vosotros, se cuentan un tal CAMONTOL y un tal Mr. Quality. Si, pongamos por caso, la nota media de mis almas gemelas para esa película es de 7`5, tiendo a subir a 7 el 6 con que había previsto puntuarla; y si sicha nota media resulta ser de 6, lo que hago es bajar a 7 el 8 que quizá le habría atribuido. Esto no ocurre, por ejemplo, en películas que me han encantado o repelido por completo y de las cuales mis almas gemelas tienen una opinión contraria o moderada. Es decir, que si la película en cuestión me encandila o se me antoja un bodrio, no solo no me avergüenzo de mi criterio equidistante sino que además me enorgullezco de él. Conclusión: el amor te hace libre. Ya sé que me he saltado unas cuantas premisas y que el aforismo, en relación con lo que he dicho, sea quizá un poco precipitado. Además, teniendo en cuenta que no sólo las películas que me enamoran, sino también aquellas que me desagradan por completo, me permiten votar con total libertad, tal vez no sea exactamente el enamoramiento el responsable de tal cosa. ¿Cuál es la causa, pues, de tamaña ausencia de cadenas? Si algo en común tienen el amor y el odio es la presencia de una cierta cantidad de intensidad, así que atajando de nuevo, y debido a que esta vez estoy convencida de lo que suscribo, me atrevo a afirmar que es la intensidad de la emoción sentida lo que que te hace libre y, por tanto, te aleja de la mediocridad.
Por otra parte, y rompiendo una lanza en mi favor, he de decir que por lo general cambio mis valoraciones a lo largo de los días posteriores a su registro, de darse en mis fueros la sospecha de que han sido contaminadas por criterios ajenos. Al igual que las obras de arte, también las opiniones se reconstruyen y enriquecen con el tiempo.
¡Vaya sarta de gilipolleces!, ¿no? Al fin y al cabo, todo lo anterior puede ser explicado en base al hecho de que es mucho más sencillo opinar radical que moderadamente. Números como el 6, el 7 y el 8 resultan del todo ambiguos en comparación con sus primos el 0 y el 10. Y ya puestos a fardar de cinefilia, ¿para qué complicarse la pedantería con películas que ni le van ni le vienen a uno?
Ciao, bellos!