lunes, 9 de noviembre de 2009

En la senda del mal


Estoy en la plaza de Olavide, misteriosamente conectada a Internet y con un flamante y jovencísimo grupo de latin kings apostado ante mis ojos. Pensaba que iba a hacer más frío, pero la verdad es que esta temperatura es estupenda para estar en la calle.
Cuanto más pienso en mi vida más rara me parece, y más interesante. De no darse dicha rareza, dudo que pudiera escribir lo que escribo. No sé si es la literatura la impulsora de mi emocionalidad, o si son más bien mis emociones desbocadas las que me permiten dedicarme a la creación artística. Sólo sé que cuando me siento lánguida, rubia, desvaída, me veo incapaz de transformar las palabras en algo meritorio y digno de ser perpetuado. Quizá esté hecha para la tragedia, o quizá esté hecha para el humorismo, pero en cualquier caso a mi personalidad no le va bien ninguna clase de medianía.
A pesar de las catástrofes que, bajo la forma de conflictos románticos y traumas en vías de superación, estallan cada poco a mi alrededor, he de confesar que me siento muy afortunada por experimentar las cosas que experimento. Si la tranquilidad me anula y me castra de raíz, por qué empeñarme en alcanzar valles en lugar de aspirar a la conquista de las cimas. Por algo me habrán gustado tanto, desde siempre, las montañas rusas. ¿No se supone que el artista que lo es de corazón ha de sacrificar, por responsabilidad para con su obra, todo aquello que se interponga entre ésta y su culminación? Pues entonces quizá debiera asumir, de una vez por todas, que lo que yo debo es rendirle tributo al caos y dejarme de paso de infantiles lloriqueos. La mojigatería, da igual la forma bajo la cual se manifieste, es siempre producto de una falta de estilo congénita para la comisión de fechorías. Y además, en defensa de mi bonanza de carácter, he de añadir que estoy más que dispuesta a sufrir en mis propias carnes, y a despecho de mi más que merecida ataraxia, las consecuencias más funestas de los terrorismos emocionales que sobre mis semejantes me de por perpetrar.
Las personas que se consideran a sí mismas buenas son hipócritas, y las que por contra se consideran malas unas prepotentes. Ambas clases de individuos se me antojan, en cualquier caso, poco lúcidas y harto inconscientes. Impulsos sutiles y personalísimos someten nuestra voluntad y nos conducen, por senderos inescrutables y ambiguos, hacia destinos esbozados de antemano por no sé muy bien qué suerte de mano lúdica y omnirriente. No sé si mi destino es la literatura o el moldeado de cataclismos a escala, pero en cualquier caso lo asumo y repito, a modo de mantra, la siguiente felonía: estás en la senda del mal. Tranquilo, que yo voy detrás de ti.