viernes, 21 de enero de 2011

La NeNa Se PoNe FLamEnCa (yo soy más curiosa que vosotros, sé más de fútbol que vosotros y aguanto más bebiendo que vosotros)


Me percibo un tanto subversiva en lo que escribo últimamente. Comprometida, no sé si a mi pesar, con una especie de deber consistente en expresar mi disgusto y naúsea infinitos ante lo que ya no sé si es la masa o la sustancia misma de mi ser. Despreciar aquello en que uno vive inmerso implica una clase muy especial de desprecio por la propia valía, pues por mucha lucidez y empeño que se ponga al servicio de la duda, resulta complicado evadir las consecuencias de permanecer sumergido en la inmundicia. Cada mañana, al contemplar ante el espejo mi rostro desnudo y libre de embellecedores, me entretengo siempre un rato en buscar signos, quizá imperceptibles, de la degeneración progresiva que sin duda ha de estar afectándome. Y no sólo aquella propia de la madurez inevitable y de los cotidianos excesos, sino esa otra cuya insidia aparece condicionada a nuestro abandono progresivo de la rectitud moral. Y no hablo de una moralidad dogmática y flagelante, ni de una rectitud emparentada con las disciplinas católicas, sino de esa integridad que nos arrebata al sabernos convencidos de algo y que, aunque quizá errada en algunas de sus formulaciones puede, si la cultivamos con el mimo que la cosa requiere, algún día revelarnos el sentido de nuestra estancia en la tierra. Pero yo soy la primera que no muevo un dedo en la dirección de mis desseos, que escribo, en lugar de la novela que tanto bien me haría, pataletas y diatribas de incierto destino y segura inutilidad, pretendiendo encaramarme a la poesía cual polizón inseguro de sus derechos que en lugar de al abordaje se conformara con una triste rapiña, y recayendo una vez, y otra, en ese tono ensayístico y castrador de ficciones que tanto detesto y me hace claudicar. Quizá estoy retrasando el momento de ponerme a ello a sabiendas de que, si consigo trabajar en algo sin que me de un síncope de spleen, de aquí a tres meses podría estar en el campo, a salvo de la contaminación que me obsessiona y con todo el tiempo del mundo para hacer de amanuense de mis propias ideaciones. Por supuesto, trabajar implica no dilapidar la totalidad de lo ganado en evasiones perecederas del entorno asqueroso con que la vida laboral me pondrá de nuevo en contacto, y mantenerme ilusionada lo suficiente como para que cuando haya finiquitado el engorro de los pasos intermedios todavía me apetezca hacer lo que me proponía. Parece fácil, pero lo cierto es que es una putada.

Estoy en mi segunda casa, tomándome un Nesquick tibio y con dolor de chaveta. Chaveta. Me gusta esa palabra. Lo que cada vez me gusta menos es el vino, ese infame espirituoso obnuvilador de la cordura que convierte los despertares en epopeyas trágicas. Ya no sé qué tomar, la verdad, pues la Absenta, cuyos efectos me agradan más que los de cualquier otro bebedizo, possee un sabor de varios miles de demonios y una graduación tan elevada, que al cuarto de hora de haber ingerido el segundo o tercer chupito estoy ya como las mismas cabras. De qué soy capaz en esos ratos de psicosis sólo lo sabe el que a bien haya tenido acompañarme, pues lo cierto es que a la mañana siguiente lo que recuerdo no alcanzaría ni para escribir un nanocuento absurdo. A lo mejor es que mi etapa alcohólica está llegando a su fin, quién sabe. Pero se supone que soy un escritor, ¿no?, y nadie ignora en el fondo que lo que le hace a uno escritor no es tanto el escribir como el mezclar alcohol y ansiolíticos en nocturas y alevosas orgías en las que, de más está decirlo, no se estila demasiado el ponerse a componer versos. Y lo que después se escribe, en fin, para qué molestarme en explicar lo que cualquiera puede comprobar leyendo el presente enrevesamiento de sílabas que, de carácter en exclusiva lúdico, no tiene más objeto que el de hacerme pasar el rato hasta que el hambre, el sueño o la necesidad de aparearme hagan que me levante a buscar suministros. No hacer nada es un engorro, o al menos así me lo parece a mí. Y aunque escribir es un medio harto indirecto de ponerse manos a la obra, ya es más que el permanecer sentado, callado y zombificado a la espera de que pase alguna mosca apetecible a la que echarle el guante, o la lengua.

Odio tanto la televisión que si no supiera que, en el fondo, lo que haría es darles más publicidad, volaría por los aires los estudios de cada cadena. Si pongamos por caso, un extraterrestre bajara a la tierra y, con la abstrusa finalidad de conocer mejor a los humanos, decidiera visionar uno de esos programas de tertulias que infestan la mañana y la sobremesa catódicas, ¿qué conclusiones sacaría? Aunque el que hubiera decidido aumentar su conocimiento sobre nuestra especie visionando un programa de tertulias tampoco indicaría gran cosa sobre el tamaño y las aptitudes de su encéfalo, es de esperar que fueran demoledoras. Quizá, hasta el punto de hacerle considerar la posibilidad de hacernos la guerra. Motivos más leves se han conocido para iniciar un Armagedón, y si no, piénsese en el diluvio que Enlil envió a la tierra con el fin de eliminar a una humanidad que, en sus propias palabras, resultaba "molesta y ruidosa". Yo, no sé si por mi inocencia o por la suerte que he tenido con el tema de los amigos, pensaba que estas cosas no las veía nadie. Pero sí que se ven, sí que se siguen, sí que se les presta atención. Se presta atención a circos de variedades baratos en los cuales se discuten, en un intercambio de vaciedades con regusto a refranero pupular, temas que no interesan ni a los propios protagonistas. Hora tras hora, mes tras mes, año tras año. Y aunque uno trate de mantenerse al margen, y de hacer su vida con independencia de toda esa cretina caterva de catetos, lo cierto es que es complicado - pronúnciense todas esas ces como si se estuviera escupiendo, o agonizando- eludir su intromisión en nuestro devenir cotidiano. Uno se arriesga a que la persona encargada de contratarle o de valorar su talento, sea en realidad un abducido consumidor de basura. Probablemente, muchos de los que leyendo esto os sonreís, creyéndoos libres de pecado y estableciendo conmigo una complicidad, también lo seáis a vuestro modo. Quizá no de la más grotesca y evidente, de esa que de exagerada acaba rozando la parodia, pero sí de otras formas más sutiles, pulidas y ornamentadas que, a pesar de su atractivo envoltorio, igualmente os transforman en sabandijas. Y a mí, por prestaros atención...

jueves, 20 de enero de 2011

VeNeNos


Me pregunto si es posible, en este extraño mundo en que se suceden nuestras hazañas, comportarse en algún momento con honestidad. No digo que no exista la intención positiva de hacerlo, y que cada cual no trate de actuar de acuerdo con el ideal que tenga de la misma, pero dudo de hasta qué punto podemos discernir entre aquello que nos es connatural y aquello con que nos hemos contaminado, a través de un proceso de incardinación del pensamiento con cada vez menos visos de sutileza, en nuestro paso por la civilización. Lo de que cada vez sea menos sutil es, por un lado espléndido, y por otro preocupante. Espléndido, porque el que sea tan exagerado y evidente le hace perder eficacia manipuladora, y preocupante, porque a pesar de que todo el mundo debiera estar ya espantado ante la monstruosidad del asunto, el caso es que más bien pocos individuos parecen percatarse del estercolero de contexto en que se mueven, contagiándose de ideas que proliferan por metástasis en su imaginario para condicionar la sustancia de sus aspiraciones. Y no sólo hablo de sexo, aunque lo cierto es que el sexo se emplea hasta para vender anticongelante (que no es, ahora que lo pienso, el ejemplo más idóneo que podía ocurrírseme). Que nos hayan comprado el alma con semejante bazofia no dice mucho, ni muy benévolo, del estado evolutivo en que nos encontramos. Yo misma, a pesar de la evidencia escrita de una cierta lucidez en mis desarrollos, me considero en ocasiones un auténtico becerro. Ojalá contara con una sala de descontaminación en que arrancarme de cuajo los postizos sociales en un intento por reencontrarme, ante un espejo que realmente reflejara, con la magnitud justa del animal que soy. Así averiguaría al menos si lo que me place es componer versitos, comerme las cosas a dentelladas o alguna clase de actividad que aúne ambos antojos. ¿Por qué elegir una consigna de entre toda esta mascarada de neón y falsas necesidades? Es complicado, siendo consciente de esto, tomar partido por cosa alguna. Hasta aquello más comprometido y underground desprende un tufo a zombie que tumba en decúbito supino, y por mucho que busque, y que hable con unos y con otros, no puedo escapar a la sensación de permanecer en una oculta e indenunciable cautividad. Desconfío hasta de mi propio desseo. Huyo de la falsa transgresión como de una peste mortífera y terminal, y a veces temo, por la voracidad de mi huida, pasarme un kilómetro de la meta y aterrizar de refilón en el reaccionarismo. A ver si es que en el fondo a lo que aspiro es a alguna suerte de pureza. Qué poco me gusta esa palabra, y sin embargo, en cuántas y cuán entrometidas ocasiones se ha interpuesto en mi búsqueda de la Verdad, que el que Keats afirme que es belleza, y sin que esta observación mía encierre crítica alguna hacia lo que ahora voy a decir, indica la clase de venenos con que éste entretenía sus sentidos cuando no estaba entregado a revolucionar el mundo de la poesía. Como iba diciendo, es complicado saber qué partes de nosotros nos pertenecen por completo, y cuáles se tratan de malformaciones provocadas por la exposición continuada a la bazofia que nos circunda, sepultándonos vivos en ciudades que se asemejan cada vez más a cementerios. ¿De qué modo salir de un lugar que, con sus efluvios y sortilegios aparentes, hace que en cierto modo dessees quedarte a conquistarlo? Aunque no entraña el mismo peligro ser un cínico que un integrado dicharachero y convencido, ambos roles perpetúan la dependencia que desde nuestro nacimiento hasta el instante en que sucumbimos a la duda apocalíptica desarrollamos con respecto a dónde y por qué nos movemos. Y aunque critiquemos, condenemos y zarandeemos el mundo infame de la publicidad, o cualquier otro que por azar surja en alguna de nuestras amenas y subversivas disertaciones, quién nos dice que nosotros estamos libres de su influjo y que no perpetuamos, con la predictibilidad de nuestro revolucionarismo, el sistema carroñero sobre el cual creemos estar defecando. No sé si es que he llegado a unos niveles de conspiraoia peligrosos, o si lo que digo possee pleno sentido, pero no puedo evitar pensar que la existencia de objetores vistosos favorece, en cierto modo, el que nuestro grado de cautividad parezca menor de lo que en verdad es. No digo que la opción correcta sea quedarse de brazos cruzados sin hacer nada, renunciando a la dramatización pública del descontento que nos embarga el alma. La dramatización pública, aunque resulte colectivamente inútil, sirve a veces de ayuda como terapia individual, y aun de grupo. Creer que se forma parte de la resistencia ha por fuerza de ser bueno para el alma y para la libido. Sólo digo que hay que andarse con ojo, y estar muy atento a las motivaciones reales que nos impulsan a afirmar lo que afirmamos y a comportarnos como en efecto lo hacemos. Desconfiar hasta del propio desseo y someter a escrutinio el corazón, y todo ello, procurando en el proceso no castrarnos a nosotros mismos. La honestidad es tarea complicada, pues su ejecución continuada nos expone al riesgo de dejar de parecer encantadores. Y de eso, las cosas como son, veintipico años de exposición a una publicidad feroz sustentada en el sexo y en la dominación, nos impiden en el fondo apostatar. Apostatar, en el contexto de lo que aquí estoy diciendo, se refiere ni más ni menos que al hecho de hacernos responsables de nuestra propia vida, tomando las decisiones que favorecen el cumplimiento de la voluntad y evitando que un exceso de distracciones nos entretenga hasta el punto de olvidar la razón por la cual habíamos comenzado a caminar.

miércoles, 19 de enero de 2011

PáJaRoS eN La ChAvEtA


Estoy tomándome un café ante dos gatos que me observan como alucinados desde la cama de la habitación de una casa que no es la mía. Aunque sé que la frase precedente carece del ritmo que a mí me gustaría, y que esta segunda que he escrito rimaba asonante con la primera, prefiero pasar por esta vez de las comas y del verso libre para evitar ingresar en una de esas espirales terroríficas de perfeccionismo castrador que hacen que, en ocasiones, no me anime a continuar con lo que empiezo a escribir y que lo elimine, quizá queriéndomelo sacar de la vista, para ahorrarme la práctica de un oficio que desde ese prisma resulta extenuante. Así que como es últimamente costumbre, comenzaré a divagar sin más y con la única preocupación de que la faceta florida y embellecida de mi prosa embriague los sentidos lo suficiente como para hacer pasar por entretenidos pensamientos que sólo me incumben a mí. Ejercicio desternillante donde los haya, sobre todo para el que lee a sabiendas de cómo le lee y le sabe el escritor y se presta, con ese aire sapiente que se nos pone a los humanos cuando creemos haber captado una broma privada dirigida a un público de élite, a la conversación que en verdad implica el leerse cualquier cosa que no se trate de un manual de instrucciones o un paquete de cereales.

Debería estar estudiando en lugar de escribiendo sandeces, pero como ya he confesado en un monólogo anterior mi espíritu es un potro desbocado que, enfervorecido y carente de dirección, va de un lado a otro lado de una cárcel invisible que, sin menoscabo de su función contenedora, es de naturaleza por completo alucinatoria. Sólo me faltaba ya fenecer presa de mis propias fabulaciones. Menos mal que no me da por imaginar monstruos de degenerado apetito. De de. Suena como silabeado por una lengua pastosa que se arrastrara sobre las vocales de puro lasciva y sucia. ¿Qué voy a hacer yo con esta manía mía de vivir del animismo y la onomatopeya? Me entretengo con los sonidos cual trémulo y cantarín pajarillo que celebrara la llegada del alba piando desde un naranjo, y me pierdo en las texturas sin que el afán por llegar a alguna parte tenga en el asunto el más mínimo peso. ¿Escribo cosas interesantes, o tan sólo hermosas? ¿Escribo cosas hermosas, o tan sólo vistosas? ¿A qué niveles de profundidad sondeo? ¿Acaso importa? Quizá no escriba sino desde el naufragio, pero ¿y qué? Algunos escritores se retiran a las profundidades del bosque o al interior de alguna caravana con el fin de que afloren las obsessiones que les convierten en genuinos, y yo, que hasta ahora he carecido de madrigueras a la altura, quizá no haya creado sino un espacio mental, más parecido a un humor que a un espacio propiamente dicho, más un estado de ánimo que un lugar coordenable, en el que recogerme en busca de catalizadores. A lo mejor el ser divagante va con mi naturaleza, y en lugar de fustigarme por no escribir novelas debería centrar mis esfuerzos en desarrollar hasta el cataclismo mis cualidades para el derrotero divagacional. Pero una voz en mi interior, picajosa y algo cítrica, protesta alegando proclamas infames: "Sigue por ese camino, y no llegarás lejos". Las vocecitas interiores son una auténtica lata, y si de mí dependiera las condenaría a todas al martirio de una eterna y tensa insonorización. ¡El tiempo que pierde uno escuchando sus mariconadas! Debería ser lo suficientemente pura como para que el llegar o el no llegar lejos no supusiera para mí ni siquiera algo a considerar. Me ha importado más de lo que en la actualidad me importa, pero todavía he de despojarme de [de de de] ciertos harapientos, mugrosos, tiñosos prejuicios que me vulneran. Ni una Santa, oye. Ni una mártir.

El otro día escuché en una película una respuesta asombrosa. Una periodista le preguntaba a un escritor cuál era su mayor ambición en la vida, y el escritor le contestaba lo siguiente: "Llegar a ser inmortal, y después, morir". Si pudiera desmayarme en honor de la frase, sufriendo un soponcio de los de damisela, juro por Calíope que caería por los suelos lánguida y hecha un despojo. ¿Cómo se siente uno tras pronunciar algo así, tan majestuoso, tan elevado, tan macizo? ¿Siente que el cuerpo le pesa menos y que sus pies, en escalada imperceptible, abandonan poco a poco la seguridad de la tierra firme, o por el contrario percibe cómo sus miembros, dotados de repente de notable y creciente envergadura,le hacen con su peso afianzarse más y más en lo ctónico? No me importaría, en cualquier caso, vivenciar una cosa u otra, y de hecho es a lo que aspiro cuando escribo soliloquios como el presente, a que una frase de sintaxis o significación gozosa me trasporte, siquiera el lapso que su efecto demore en evaporarse, a ese estado en suspensión del no saber si zambullirse en los aires o hendir raíces en el mismo núcleo.

Y mientras, y poco a poco, la ciudad va perdiendo su mágico barniz. Con tanta vulgaridad y censura circundante ya no quedan espacios en los que uno pueda sentir que forma parte de algo misterioso. No, miento, sí que puede, pero a costa de un esfuerzo y de un naufragar crónico que acaba por aburrir al más voluntarioso de los buscadores. A lo mejor es que me he cansado de la metrópoli y lo que ahora quiero es saber lo que se siente al colindar con las bestias. En fin, tampoco hay que pasarse. Cualquiera diría que aspiro a mudarme a una caverna, cuando con lo que en verdad sueño es con atardeceres de ámbar anaranjado en que darme, imbuida por la luminosidad del ocaso, baños de sol en que los rayos, aspergidos en áureas rociadas, caigan sobre mi cuerpo oblicuos. Quiero un clima verde, naranja y rosa, una atmósfera húmeda y hongos en derredor. Que el terreno huela a descomposición y los líquenes hagan resbalar a pies más profanos que los de uno mismo. ¿A qué aspiran mis pupilas? A un paraje prolífico en santuarios de verdor y en lagunas que pudieran habitar siluros, en el cual correr, precipitarme o zambullirme según el ánimo con que amaneciera, en mi casita con pozo, higuera y lumbre en lo alto de la colina de a saber qué páramo de intrincada orografía. O a eso, o a una mansión de obscena sofisticación. Si no puedo ser el degenerado y parasitario aristócrata que en verdad me gustaría, espero al menos que el vivir entre saúcos me reporte la satisfacción de creerme, siquiera un rato cada día, sacerdotisa o bruja del pantano.

martes, 18 de enero de 2011

MaRtEs de iRrEsPoNsAbiLiDaD



La locura me galopa a trote tendido y espectrales pensamientos estallan en racimos
sin aliento, y en cascadas que me inundan confundidas con el viento,
y amotinan mis intentos de salir del espejismo,
insolado cataclismo que fracasa y delicuesce.

Acabo, hablando en plata, de experimentar un eructo literario. El resultado lo tenéis en estas cuatro líneas que he plantado ahí arriba, inspirada por no sé qué coscupiscente y voltaireano diablo tendente a la hilaridad. Creo que ver tanto cine y trasnochar hasta tan tarde está comenzando a trastornarme un poco. Puede decirse que a lo largo de los dos últimos meses, mi ya de por sí precario contacto con la realidad ha acabado por irse a pique del todo. Era, todo hay que decirlo, una muerte anunciada, pero uno siempre espera que en el último momento acontezca alguna suerte de milagro que de nuevo incite al espíritu a tomar control de las propias riendas. El mío, después de tantísimos intentos de doma, continúa desbocado. Como el resto de cosas que nos afligen en esta vida, resulta a ratos grato y a ratos desmoralizador. No sé si es que mi intrincado y lujuriante potencial no me permite ver el bosque, o si es que al final he resultado un poco más retrasadilla de lo que afirmaban ciertas rigurosas psicometrías que después de todo, y como tantas otras facetas de mi personaje, quizá no haya sino maquillado a mi favor. Gilipolleces del querer comerse el mundo... Como dice mi madre, para ser un libertino hay que posseer ciertas cualidades que yo, con todos esos ataques de culpa y rabietas que me arrebatan a veces, parezco no reunir del todo. El libertinaje ha de cometerse con saña, con entrega, con ardor, dejando a un lado los remilgos relacionados con el absurdo y haciendo de cada experiencia un acto de celebración de la vida. Cuando tras la comisión de las más o menos venéreas felonías a que al libertino (supuesto) le haya dado por sucumbir, ataca esa especie de afligido pudor de novicia que hace que, en lugar de celebraciones, sus actos se le antojen los de alguien muy extraviado, o muy maníaco, está claro que algo no funciona en la armazón dionisíaca sobre la que le ha dado por construir su carácter. Aunque no digo que este sea mi caso ni que mi madre esté del todo en lo cierto cuando me describe en esos términos, no creo que deban perderse de vista cuando a lo que se aspira es, y diría que éste sí se trata de mi caso, a sacar tuétano hasta de las naranjas.

Me encantaría lanzarme de cabeza a una piscina de agua templada, en el centro de la cual flotara mi cama, sobre una plataforma de baldosín delicado a la que se accediera subiendo una breve escalinata. Para dotar de un poco de emoción al conjunto y hacer de cada arribada al sueño una epopeya medieval de las de foso y puentes levadizos, añadiría a las tibias aguas unas lampreas o unos cuantos caimanes, ¡esos magnéticos alligatores que me hacen querer escuchar la canción de Let's get together yeah, yeah, yeah! El techo consistiría en una cúpula gigantesca y cristalina a través de la cual se estuviera desarrollando, en ese preciso y natatorio instante, una tormenta apocalíptica. Bordeando la totalidad de la piscina, que quizá tendría la forma de un nenúfar, una fragante y voluptuosa filigrana de vegetación y ofrendas frutales invitaría al durmiente a abandonar la sequedad cálida del lecho para de testa zambullirse en las aguas infestadas y nadar, como si en ello le fuera la vida, al oasis de la ribera. La verdad es que si me ofrecieran habitar un castillo o un palacio no me lo pensaría, y que lo que ya sería el novamás es que alguien construyera para mí, como regalo de bodas quizá, uno a la medida de mis caprichos estéticos. A mí siempre me han gustado las mansiones, pues le permiten a uno el lujo de perderse en ellas. Me gusta que en las casas cada habitación sea un santuario, y que al cruzar los umbrales de las puertas que las separan embarguen el alma respetuosos y subversivos misterios a los que sucumbir de la mano de cualquiera que lo merezca. Aunque es posible ser feliz casi en cualquier parte, cultivar los contextos trae aparejadas a veces potenciaciones de la intensidad que se está experimentando. Rodearse de cosas bellas no es ninguna tontería, y más cuando por doquier y con unas maneras que sugieren las del estupro, nos ametrallan cada día con feificaciones baratas y comercializables de esa cosa tan esquiva que resulta ser la realidad que nos atañe. Rodearse de cosas bellas para no perecer de un colapso de mal gusto y para estimular, en ausencia de contaminantes letales, la creación de genuinos algos. En ocasiones creo que me repito...

miércoles, 12 de enero de 2011

ThE hErMiT



Fragmento extraído de mi diario (19- XI- 2010):

"Estoy en La tabacalera, en plan reunión clandestina de intelectuales comprometidos con la causa, hablando con Krinos, Sheila, Alfredo y compañía sobre la posibilidad de editar un periódico gratuito y de carácter monográfico, en que cada cual dejara su impresión (literaria, gráfica, crítica o del género que se le antojara) sobre un tema propuesto con anterioridad.
El tema del que versaría el primer número es el siguiente: cuáles creemos que son las causas de que desde hace un tiempo a todo Cristo, de manera más o menos consciente, le embargue la apetecencia de que estalle alguna especie de hecatombe que envíe a tomar por culo al mundo tal cual lo conocemos."

Aunque me había comprometido a escribir un texto relacionado con el afán de heroísmo, que es a mi modo de ver la razón más importante de que de forma constante nos imaginemos protagonizando situaciones límite, lo cierto es que ni siquiera lo he empezado y que, puestos a ser sinceros, el proyecto del periódico no acaba de conquistarme del todo. ¿La razón? No sé, quizá sea que en las susodichas reuniones me aburro como una ostra, y que no se dice nada en ellas que alcance a enamorarme el ápice necesario como para que me comprometa siquiera a acudir. Me parece todo un poco amanerado, y las conversaciones se me antojan cargadas de afectación teatral. No es que el teatro, ni siquiera aquel que se da en la vida cotidiana y que ante la opinión de ciertas mentes de transigencia moralista pudiera pasar por hipocresía o disimulo, me parezca algo innoble. Es sólo que ya lo he practicado muchas veces y que ahora mismo, en mis condiciones y estética presentes, no ofrece a mis pupilas el más mínimo interés. Ya me pasó algo parecido cuando, a los ocho años, me obsessioné con la idea de convertirme en sirena tras el visionado de la mítica película de Disney. La vida en la tierra se me antojaba asaz tediosa, y sólo quería que me creciera una cola de pez con la que recorrer, a velocidad vertiginosa, los misteriosos fondos abisales. Eso sí me parecía una idea atractiva, y no la de jugar a la canción protesta conspiranoica haciendo como, si de repente, las cosas nos importaran un carajo. ¿A mí me importan? Francamente, no lo creo. Al menos no lo suficiente como para no tomarme a guasa cada afirmación que a lo largo de esas veladas emerge de nuestras bocas en arrebatos de ingenio que más parecen brotes psicóticos en masa que derroteros de una conversación despierta. Otra cosa que me hace gracia es el modo en que, cuando discutimos los temas a tratar en el periódico, renunciamos al empleo despiadado del cinismo. No es que éste desaparezca por completo de nuestras formulaciones, pues al fin y al cabo son ya muchos años de deformación profesional como para que de repente y de un día para otro se esfume de nuestro discurso sin dejar ni rastro, pero ya parece más una cuestión de forma que de fondo, una manera más graciosa y culterana de plantear las cosas desde la superioridad que supone el estar de vuelta de todo, que una perspectiva melancólica y algo nihilista de enfrentar los enigmas de la existencia cotidiana. Como si de una forma sibilina y bienpensante, el ser cínico de corazón estuviera de repente mal visto. Nuestros proyectos centrados en la conquista de la tierra han fracasado. No somos los más creativos, no somos los más críticos, no somos los más la hostia. Y entonces, ¿qué nos queda? El compromiso, el retorno tardío a la comunión global, la aspiración a sentirnos apegados, en nuestras convicciones y estilo de vida, al devenir de nuestro inmediato entorno. No es que crea que esta vuelta de tuerca es perniciosa, pero a mi me pilla en un momento en el que lo que más desseo es huir de la civilización, no comprometerme con ella. Si ahora mismo pudiera mudarme a una cabaña en un bosque tupido, o a una casa frente a un lago en Canadá desde la que pudiera dar forma a mis creaciones artísticas mientras disfruto de buena y bohemia compañía, tened por seguro que lo haría. No cambiaría mis aspiraciones rurales ni por las aventuras necronomicómicas de Julian Assange y eso, tratándose de mí, es mucho decir, pues en el fondo no me hubiera importado ser una espía o alguna otra clase de elemento avispado y perturbador del orden. Pero ahora es tiempo de retirarse a la paz de los santuarios faúnicos, y de quitarse de encima la ponzoña acumulada en vida. Quizá dentro de unos meses me apetezca algo de naturaleza por completo opuesta, pero ahora está claro que no estoy de humor para divertimentos filantrópicos. Otra cosa es que una vez retirada y a salvo de la civilización, me de por ponerme a coleccionar sellos.

MaRtEs O miéRcOleS pOr La MaÑaNa



Es martes o miércoles por la mañana, me encuentro a solas en casa de Chupi después de que éste se haya marchado a trabajar, me acabo de tomar un Eco con jalea real y, en un impulso que tenía algo de agradecimiento por el privilegio que para mí supone el que me concedan, siquiera durante unas horas, ser la dueña y señora de una casa solitaria a mi entera disposición, me ha dado por fregar los platos que he ido encontrando repartidos por el salón y por la cocina. Ya que me permiten disfrutar de un espacio, que al menos se lo encuentren impecable a su regreso. El caso es que son tan pocos los momentos en que dispongo de la posibilidad de un espacio propio, que cuando por conjugaciones como la de esta mañana en que Chupi y yo hemos decidido que me quedara en su casa haciendo lo que me viniera en gana me encuentro de repente en uno a la medida de mis necesidades, me da por dudar de a qué actividad dedicar las horas que permanezca en él. Me embarga una especie de nerviosismo, derivado del miedo a perder el poco tiempo que tengo sin decidirme a poner manos a la obra con nada, y comienzo a sacar materiales de mi bolso (una novela, apuntes, mi diario) con la esperanza de que alguno de ellos despierte en mí las ganas de hacer algo. Que finalmente me haya decantado por escribir un texto que bien podría acabar dando con sus huesos en el blog es, tratándose de últimamente, algo bastante novedoso. Hace meses que no escribo otra cosa que no sean mis diarios, y semanas en que la lectura de ciertos libros me mantiene tan sometida que ni mis diarios suscitan en mí el desseo de escribir una sola línea. En cualquier caso, escribir en un diario siempre otorga más libertad. Y no porque no vaya a leerlo nadie, porque un diario, que no es al fin y al cabo sino un documento escrito y secreto sólo en muy relativo grado, corre el riesgo de ser, entre otras muchas cosas, hurtado, confiado e incluso exhibido por el autor, que si es lo suficientemente joven o necio como para aspirar todavía a alguna clase de posteridad, se paseará con él escondido en el bolsillo y como si portara la confesión más relevante del siglo, buscando interlocutores con aspecto de poder saber apreciarlo. Cuando esto es así, el diario ya no es tan libre en contenidos como debería. Pero ¿debería por qué, para quién, de qué manera? ¿Quién afirma que un diario no es también literatura? Y no precisamente realista, ya que en verdad no hay nada tan ficticio como un ser humano en perspectiva. Lo que es indudable es que el diario, entendido como tal, prolonga la existencia del soñador, y que si bien es cierto que escribir sobre vivencias implica primeramente el haberlas experimentado, el diario otorga al soñador, con independencia de por lo que en un momento dado esté pasando, un espacio abstracto e íntimo en que desarrollarse como oniromante a expensas de la realidad.

En ocasiones creo que la adolescencia me ha dejado tetrapléjica. Me he acostumbrado a desenvolverme a tres o cuatro planos por encima de la realidad y ahora descubro, cuando quiero aplicarme al pragmatismo, que soy poco menos que incapaz de dar cinco pasos en una misma dirección. Todo me resulta a veces tan aburrido, desvaído y exento de gracia, que si no me evado desfallezco de un colapso de mal gusto, y aunque me proponga posponer el disfrute de lo estético hasta haber alcanzado alguna clase de meta que me permita hacerlo más a lo grande, el absoluto desinterés que me provocan los pasos intermedios hacia cualquier cosa hace que, a pesar de ser consciente de la inmadurez del conjunto, me desenvuelva en el día a día con la previsión propia de un prepúber. El largo plazo queda situado, como envuelto en una bruma misteriosa y no del todo agradable, en el reino lejano del sueño que muere por falta de concreción, y mi diario, naturaleza obituaria de suspiros que parecen envasados en burbujas intemporales al vacío, crece en frondosidad en inversa proporción a mis diacronías.

No sé por qué, antes me ha venido a la cabeza algo que le escuché en cierta ocasión a una monja llamada Sor Ángeles, a propósito de a saber qué pregunta que se le formuló en clase de religión. Dijo algo así como que alguien que, de manera constante, afirmara no creer en Dios o considerar imposible su existencia científica, en realidad denotaba una fe ciega en ella, pues nadie se empeña con tanto ahínco en defender su no creencia en una cosa. A ratos se me antoja genialidad, y a instantes gilipollez soberana. Sólo hay que pensar en el ejemplo de SSMMLLRRMMDDOO (Sus Majestades Los Reyes Magos De Oriente), cuya no existencia defienden con tanta saña los niños en la edad de la incredulidad, no se sabe si por madurez vanidosa o por crueldad para con los más pequeños e ingenuos que ellos, suscitando la gemación de llantos e ilusiones fracturadas por doquier. Cierto primo mío sabe bastante acerca de este asunto, aunque conmigo, todo hay que decirlo, la tortura no le funcionó, pues si por algo se ha caracterizado mi carácter desde edad bien temprana es precisamente por la ferruginosidad de sus devociones. Cuando algo le gusta, le gusta hasta el dolor, y que deje de gustarle rara vez se debe a una crisis de fe. También depende, de más está decirlo, de lo que uno entienda por fe, y por carácter.

Repito: estoy sola en una casa. ¡Sola, sola, sola! Y para colmo de dichas y estilosas voluptuosidades, suena Sade a pleno pulmón. Por primera vez desde que me he levantado puede decirse que estoy en calma. Pero no en una calma chicha pasiva y narcotizante, sino en un sosiego balsámico que consigue atravesarme los huesos y hacer efervescer mi médula de caléndulas y perlas de mentol. Casi nada. ¿Véis? A esto me refiero cuando hablo de mi tendencia a perderme en ensoñaciones inútiles, o sea artísticas. El señor Wilde que nunca falte en un texto sobre el aire decadente de los toboganes que perdieron, a fuerza de erosionarse contra el trasero de inquietos infantes, diez de sus mejores molares. Y de Wilde a Apollinaire, ¿por qué no? Pero no hay que pasarse con esta clase de recursos apelativos, pues se corre el riesgo de caer en el más bajo y vulgar de los kitsch. Tan kitsch como la sexualidad plástica y como para infantes retrasados que tratan de vendernos los medios en esa especie de pornoteletiendas didácticas que son la televisión, las revistas, la publicidad, y según qué sectores del mundo musical y literario. Lo único que me faltaba es que alguien tratara de sugerirme la clase de estímulos que me son necesarios para querer follar o sentirme desseable. Tal es mi desprecio por toda esa avalancha de colores, bocas entreabiertas y movimientos espasmódicos que promulga cierta vomitiva voluptuosidad de moda, que mis tendencias casi podrían considerarse, en relación con las que a toda costa tratan de implantarse a través de múltiles plataformas, zoofílicas. El peligro de la falsa trangresión. Evidenciar la sordidez como modo aséptico de convertir la más indomable de las esferas humanas en corrección política con piel de cordero liberal, y hacer que algo que debiera dotar a las personas de una energía sublimable, por secreta, pierda sus propiedades impulsoras y adquiera en cambio, como por efecto de un sortilegio de transmutación diabólico, las anestesiantes de la adormidera. El opio del pueblo ya no es la religión, sino el sexo. ¡Pero ojo!, no el sexo en sentido estricto, no el desseo ardiente ni el magnetismo telúrico de las humanas atracciones que se desarrollan a escondidas en rincones oscuros, sino ese otro sexo hipertrofiado y grotesco que, a fuerza de normalizar la sugerencia, acaba por privar al ritual de su carácter gozoso e iniciático. El sexo publicitado es reaccionario, pues aunque en apariencia se erige como alternativa al dogma religioso, en realidad no hace sino perjudicar la espontaneidad sensual en grado mucho más amplio que el logrado por cualquier suerte de mecánica de sermón. La palabra herejía significa, en griego, elección. Luego hereje es el que elige. Todo mi satanismo resumido en una sentencia. Este momento merece que ponga algo de Black Sabbath. Sí, amigos, zoofílica (donde zoofilia no es sino metonimia de hacer lo que a uno le sale de los retoños).

Luego sigo... o no.