Hoy me encuentro, para variar de musa, en un lugar que no es testigo del nacimiento de mi novela buena, sino que lo es del de aquella otra que de vergüenza de sí mutó en cuento corto. Lo bueno de este sitio es que a pesar de hacer meses de mi última visita, los camareros se acuerdan a la perfección de aquella estudiante de cabello oscuro y mirada trémula que pasó aquí más tiempo del que en realidad podía permitirse, ataviada como para la aventura y tras la luminosidad blanquiazul de un portátil desplegado cual mariposa sobre la mesa de madera. Y como se acuerdan a la perfección, además de atenderme enseguida me facilitan la clave del módem y me dan de comer sin que tenga que pedírselo. Así que aquí estoy, conectada y a rebosar de atenciones, invocando el contenido del texto presente sin que nada venga a perturbar la concentración que requiero para manifestarme.
Recuerdo, casi como si hubiera ocurrido ayer mismo, la sensación que me embargaba al jugar al escondite cuando tenía doce años. Era más un entretenimiento bélico que una ociosidad infantil, y así lo atestiguaban los hematomas y las heridas que decoraban mi epidermis desde los codos hasta más abajo de las rodillas. Cuando permanecía oculta entre las zarzas, o a lo largo y ancho de ese campo de trigo cuyo acceso y disfrute nos estaba rigurosamente vetado por nuestros padres, la emoción que me invadía pertenecía más al rango de la supervivencia que al de la diversión. Los recovecos de oscuridad y las escapadas al trote entre la maleza no eran más que excusas que nuestra consciencia vapuleada por la culpabilidad inventaba, con el fin de permitir la comisión de esas fechorías mayores y casi siempre relacionadas con la sexualidad que impregnan la práctica totalidad de la preadolescencia de cualquier niño interesante.
Modestia aparte, jugando al escondite no tenía rival. Prefería desgarrarme la piel a entregarme, optar por la oscuridad atemorizante y desamparadora a decantarme por la tenue luminosidad de escondrijos mediocres y expuestos a la vista, enfrentarme al temor que los espacios abiertos y a merced del viento me inspiraban que asumir el riesgo de ser descubierta arrinconándome en las proximidades del hogar. Mis primeros bessos, acontecieron entre arbustos; la primera excitación que sentí, fue la del fugitivo perseguido por ese carcelero de sexo opuesto y excesivo que se las mata más por un roce que por una captura definitiva.
Fernando era un adolescente hecho y derecho que aun superándome en cuatro años de edad no se planteó, ni por un instante, la posibilidad de renunciar a la posesión de la niña que era por aquel entonces. Y yo, con esa crueldad tan propia de los doce años consistente en responder a la atención prestada sin apenas reparar en las consecuencias de los propios actos, me dedicaba a torturarle sexual y físicamente un día sí, y otro también. Le bessaba, excepto en la boca, por todas partes, me pasaba los días de playa tendida encima de su cuerpo, le escribía mi nombre en la espalda con conchas afiladas en forma de abanico, le introducía la lengua por el pabellón auditivo hasta provocarle erecciones que le impedían abandonar la horizontalidad protectora de la toalla hasta bien pasadas las ocho de la tarde. Al término de uno de esos días, y reunidos en una casa por fortuna abandonada, Fernando se cansó de mis abusos y, cogiéndome del pelo, me arrastró por el suelo y sin contemplaciones hasta la intimidad de un cuarto que podía cerrarse con llave. Una vez allí, me lanzó sobre la cama y me arrancó el vestido playero sin detenerse siquiera a desatar el nudo que lo ceñía sobre mi nuca. Me agarró por las caderas y me acopló a las suyas por encima de la ropa, él tumbado boca arriba y yo a horcajadas sobre su cuerpo inmenso. Y yo, que ni conocía varón ni lo conocería hasta dos años después y en condiciones bien distintas, comencé a gemir y a moverme hacia atrás y hacia adelante con su bulto irresistible entre las piernas hasta que el pudor, o el temor a dar un paso más allá, me impulsaron a propinarle un rodillazo en los mismísimos y a escapar, medio desvestida y por completo asustada, hacia el amparo de la muchedumbre de amigos que se concentraba en el salón preguntándose qué diablos estaríamos haciendo allí encerrados.
Durante un tiempo corrió el rumor de que nos habíamos enrollado, pero como él tenía casi diecisiete años y yo acababa apenas de cumplir los doce, terminaron por convencerse de que no habíamos hecho más que darnos otra tunda de las nuestras. Por lo demás, todo siguió más o menos igual: yo encima de Fernando todo el día, atraída y repelida a un tiempo por los lazos invisibles que nos condenaban a buscarnos con la mirada una y otra vez, golpeándole o acariciándole según se me antojara y disfrutando de las ventajas que tener a Fernando enamorado de mí hasta el tuétano me reportaba jugando al escondite: cuando le tocaba buscar a él y por casualidad me encontraba, me dejaba marchar; cuando buscaba otro, venía a esconderse conmigo. En una ocasión corrimos a ocultarnos a los desvanes, que estaban situados en el laberinto de pasillos y encrucijadas del último piso y que permanecían en la más absoluta tiniebla si eras capaz de contener el primer impulso de encender la luz que te asaltaba al esconderte allí en soledad. Tomados de la mano recorrimos los corredores despacio, en silencio y con la respiración acelerada. Al llegar a la puerta del desván que marcaba el fin del laberinto, y acosados por la presencia atemorizada del buscador (que temía llevarse un buen susto tanto o más que nosotros), nos apretamos contra la pared tratando de hacer el menor ruido posible. Recuerdo el frío contacto del muro contra mi mejilla derecha, y la presencia sólida de Fernando agarrándome por la cintura y respirándome en el cuello desde atrás. De no haber tenido que salir corriendo para evitar que el inoportuno explorador llegara al interruptor de la luz antes que nosotros, estoy segura de que aquella noche habría culminado en llamas.
Muchos fueron los días que pasamos a solas, y muchos los instantes de tensión sexual insoportable. Aún así, en los siete años de preliminares en que consistieron todos y cada uno de nuestros veranos (única época del año en que podíamos disfrutarnos por vivir en diferentes comunidades autónomas), sólo en una ocasión llegamos a culminar un besso.
El grupo estaba formado por niños de entre nueve y catorce años y por Fernando, que veraneaba en el mismo edificio y acabó asumiendo, a fuerza de estar siempre por allí y de jugar al fútbol con los más mayores, el papel de responsable de la manada. Por la noche nos permitían estar fuera hasta más tarde si Fernando nos acompañaba, porque además de ser el de más edad, tenía ese carácter tranquilo, servicial y responsable que hace las delicias de los padres temerosos de sus hijos. Así, si uno de nosotros se caía y se hacía sangre, era Fernando el que le consolaba y le desinfectaba la herida; si de repente se iniciaba una pelea, era Fernando el que nos separaba y calmaba los ánimos. Yo, que por aquel entonces contaba catorce primaveras y me consideraba su mejor amiga, me convertía en su sombra desde que llegaba el uno de agosto hasta que acaecía el primer día laborable de septiembre (que si había suerte, caía en 2; y si había mucha suerte, en 3). Cada año le buscaba temblorosa e histérica, colocándome la ropa en cada esquina para que el primer contacto visual fuera de impacto, y cuando le encontraba, casi siempre acompañado por algún inoportuno, nos saludábamos con esa fingida despreocupación del que muchas cosas se ve obligado a ocultar en un intento por evitar males mayores.
La noche en que aconteció el que sería nuestro único besso en siete años, habíamos decidido quedarnos hablando en el césped en lugar de jugar al escondite con los demás. Estuvimos tumbados sobre la yerba, él boca arriba y yo de lado y con una pierna por encima de su cuerpo, haciéndonos confidencias cuyo contenido no recuerdo en absoluto. Él estaba serio, casi melancólico, y yo me entretenía hundiendo la nariz en su cuello mientras él, con un dedo, recorría mi espina dorsal por debajo de la camiseta desde la vértebra cervical hasta la misma abertura de las nalgas. Cuando los demás se cansaron de perseguirse en la oscuridad, se sentaron en los bancos de piedra que había repartidos por el jardín y se pusieron a hablar a gritos y a lanzarse objetos. Fernando y yo nos levantamos y nos fuimos a pasear entre las filas de hortensias que corrían a lo largo del terreno, enmarcando la zona de los garajes en una salpicadura selvática de violeta, rosa y azul pálido. Cuando llegamos a la parte más oscura y alejada, me detuve frente a él y le pregunté:
- ¿Qué te pasa?
Él, estrechándome contra su vientre y con los ojos brillantes y francamente tristes, me respondió:
- Nada.
- ¿Cómo que nada?
- Que tengo ganas de hacer una cosa, pero creo que no debo.
- ¿Qué cosa?
Apretándome aún más, y sin dejar de clavar sus pupilas en las mías, continuó:
- Una cosa.
- Pues hazla.
- No juegues, princesa.
- ¡Hazla!
- No.
- Cállate y hazla, Fernando.
- A mí no me mandes callar.
Lo siguiente que recuerdo es la presión de dos manos sobre mi cóccix, el incremento repentino del olor a Magno y a sal de su piel quemada por el sol y el tacto húmedo y blando de su lengua en el interior de mi boca abierta. Correspondí a su besso durante cinco segundos con una furia por completo demencial que hizo que su rostro pasara, en apenas un instante, de la más absoluta desolación a la mayor depravación que imaginarse pueda. Después, asustadiza y cruel como la niña que era, le separé de un empellón y comencé a reírme a carcajadas. Muchos pudieron ser los motivos que me impulsaron a comportarme de una manera tan psicópata: el silencio repentino de los demás, que permanecían callados y a la escucha, y el consiguiente pánico a ser descubierta y convertida en objeto de cuchicheos malignos; la debilidad que intuí en él, y el rechazo que el sentirme por encima y por completo dueña de la situación provocó en mi egocentrismo infantil; el amor por el juego del gato y el ratón, y mi negativa inconsciente a hacer de algo tan especial una mera formalidad romántica. Sin embargo, creo que lo que de verdad me llevó a propinarle ese bofetón metafórico no fue sino lo que observé, por debajo de la urgencia sexual, en su rostro descompuesto y como fuera de sí: amor, adoración y desseo en la más peligrosa mezcla que jamás hubiera imaginado. En ese momento, comprendí que el juego no era tal y me asusté.
No me daría cuenta de mi pasión por él hasta unos meses más tarde, de camino a Galicia en tren y con el cadáver de mi madrina precediéndonos por carretera hacia el cementerio de su aldea natal. A pesar de la culpa que me embargaba por no haberla ido a visitar al hospital más que una vez desde que la ingresaron, y del trauma que supuso para mí el perderla antes de haber solventado los conflictos generacionales que nos enfrentaban, una idea caprichosa y desconsiderada me rondaba la cabecita mientras contaba las horas boca arriba en la litera del vagón a oscuras: iba a verle. Por más que trataba de forzar las lágrimas para escapar a la culpabilidad que me producía el sentirme insensible y aun inhumana, no lograba más que contaminarme por momentos de una emoción en todo opuesta a la que se suponía debería estar experimentando. Me sentía eufórica, trémula y palpitante, esa es la verdad. Me pasé la noche en vela imaginando bessos y tensiones de calibre estival, y ni siquiera la muerte de una de las personas que más he querido en mi existencia logró evadirme de la promesa de felicidad que las alegrías del incendio traen aparejadas, cuando se tienen catorce años y se han vivido según qué clase de cosas.
Me cité con Fernando el último día de los dos que permanecí por allí. Nos miramos más que hablamos, disfrutando de esa complicidad profunda que no necesita de palabras para hacerse tangible y proliferar. Aunque no nos bessamos, sí que sucedió algo importante. Ya en la estación, con mi madre y mi abuela acomodadas en el vagón y el tren a punto de partir rumbo a Madrid, Fernando y yo no acertábamos a despedirnos. Sonó el silbato, nos abrazamos apresuradamente y subí la escalinata. El tren comenzó a caminar alejándome de mi amor lenta, pero inexorablemente. Cuando nos hallábamos a unos cinco metros de distancia, le llamé:
- ¡Fernando!
Él alcanzó en tres segundos la puerta y, sin pensárselo dos veces, se encaramó al vagón aferrándose a mi mano.
- ¿Qué quieres, princesa?
- Te quiero.
Permaneció asido a la barandilla mirándome a los ojos y a la boca hasta que la velocidad se hizo peligrosa y no tuvo más remedio que saltar al andén. Si no nos bessamos, fue porque mi madre podía estar observándonos. Fue mi primer te quiero a un hombre y, quizá, si hubiera sabido que no volveríamos a vernos hasta pasados dos años, me habría importado menos que nada el que mi madre fuera testigo de nuestro desseo enfermo y fuera de ley.
Muchos eran los rumores que corrían acerca de nuestra relación, y muchas las bromas de mal gusto que se hacían a costa de Fernando. Que si le gustaban las niñas, que si era un pervertido, que si le iba la peidofilia... Y digo yo: ¿y qué? ¿A quién no le gustan según qué niñas? ¿Quién, de entre nosotros los meritorios, no es un pervertido de los pies a la cabeza? ¿Qué artista o qué soñador es insensible a la sexualidad bulliciosa y perfecta del adolescente que las mata jugando y como sin darse cuenta de lo que hace? Cada cuál aprehende la belleza con los filtros estéticos que mejor le funcionan y, mal que le pese a todos los padres timoratos y psicólogos de pacotilla del mundo, el del amor de nínfula es más universal y poderoso que ninguno.