miércoles, 28 de enero de 2009
Alto secreto
Hoy me encuentro en misión de espionaje. Ayer recibí por correo un mail del que se supone es el presidente de un círculo independiente de escritores (Ciñe), Xavier de Tusalle, al que conocí virtualmente hará cosa de un par de años en un foro de literatura llamado Café de Artistas. Cuando digo que le conocí me refiero a que durante meses, y de manera obsesiva, me dediqué a criticar duramente sus textos y los de otros usuarios que me desagradaban. Lo hacía de forma jocosa y, por lo que parece, extremadamente ofensiva. Una tal Victoria K incluso me acusó de acoso y amenazó con llevarme a los tribunales. El caso es que el tal Xavier de Tusalle era un usuario que me irritaba especialmente. En primer lugar, me descomponía su firma pomposa. Hacía ostento de tantos títulos, responsabilidades y logros personales que aunque me hubiera gustado lo que escribía, que no era el caso, dudo que el prejuicio de base con que enfrenté sus textos me hubiera permitido ser objetiva. El caso es que el tío tenía la paciencia de un santo, y en lugar de escandalizarse y buscar aliados entre los demás usuarios, trató de congraciarse conmigo una y otra vez hasta que finalmente lo consiguió a medias. Y digo a medias, porque aunque incluso intercambié algún que otro posteo amistoso con él, en el fondo siempre le seguí considerando un gilipollas. Como ya he dicho, el señor de Tusalle es el presidente, o el no sé qué, de un círculo independiente de escritores hispanos que organizan ocasionalmente eventos y reuniones en cafeterías madrileñas. Aunque casi todas las semanas desde hace un año recibo en mi correo electrónico alguna que otra invitación, jamás se me había ocurrido acudir a ninguna de las reuniones ni responder ninguno de los mails. Ni siquiera aquellos en los que tan solo se me felicitaban las navidades, que ya es mala educación por mi parte. Ayer, en cambio, recibí uno que me hizo barajar la posibilidad de presentarme en el lugar de la cita sin revelar en ningún momento mi verdadera identidad: Laura Palmer, el exquisito cadáver de Café de Artistas. Como no estaba segura de que no conociera mi rostro, pues cuando creé el blog envié la dirección por defecto a todos mis contactos y Xavier de Tusalle se encontraba entre ellos, dudé de si seguir adelante con mi plan. Pero como una foto no es determinante a la hora de que alguien que en absoluto espera que te presentes te reconozca, decidí acercarme con la idea de negar a muerte, y nunca mejor dicho, ser Laura Palmer en el caso de que me reconociera.
Y aquí estoy, a dos mesas de distancia, escribiendo sobre todo esto y tratando de disimular un poco la perfidia que me embarga la sonrisa. Yo me esperaba que fuera un grupo de edad comprendida entre los treinta y los cuarenta años, pero no que la mayoría de los miembros hubiera ya alcanzado la cincuentena, y que incluso un par de ellos no fueran sino ancianos de boca temblorosa y gesto desinteresado. Xavier de Tusalle es el más joven, y también el de aspecto más homosexual. No estoy insinuando que lo sea, ni muchísimo menos, y de hecho estoy segura de que siempre ha querido follarme. Pero hay en su aspecto algo débil, blando, relamido, que sugiere un no sé qué repulsivo hasta la náusea. Los demás parecen los típicos sociatas simpaticones, y se comunican entre sí con voces de tenor y fuertes apretones a cuatro manos. Lo poco que distingo de la conversación, no me interesa en absoluto: que si las editoriales son una vergüenza, que si nadie les hace caso, que si qué listos somos y que qué bueno que viniste. Desde mi punto de vista, lo único que están haciendo es felicitarse por ser cojonudos y desahogar la frustración del no reconocimiento cagándose en los organismos que les ignoran. A lo mejor me equivoco, pero mira que lo dudo...
Xavier me ha mirado unas cuantas veces, no sé si porque estoy buena o porque le suena de algo mi cara. A mí, qué curioso, la suya me recuerda a la de Stephen King. Va vestido con un jersey negro de cuello alto y gesticula al hablar con movimientos armónicos de la punta de los dedos. Las piernas no se las veo desde aquí, pero apuesto mi pellejo a que lleva vaqueros. Arrastra un poco las sílabas al hablar, no sé si porque está borracho o porque él es así de afectado y punto. Y por lo demás, nada interesante que añadir. Si tuviera que explicar la razón de por qué me divierte tanto esto, no sabría qué decir. Supongo que [vaqueros negros, tenía razón] es el hecho de encontrarme de incógnito en un lugar lo que me calienta la sangre y me hace sonreír con descaro. Casi me entran ganas de levantarme de la silla, acercarme al selecto círculo, escupirme en la palma abierta de la mano y ofrecérsela a de Tusalle con la mejor de mis sonrisas:
- ¿Amigos?
Pero paso. ¿Ficción o realidad, qué más da? Si me he acercado hasta aquí ha sido para escribir este texto y no por otra cosa. Para eso y para refocilarme a costa de terceros, por supuesto: sin maldad pero sin pausa, sin pausa pero sin maldad.
Ayer por la noche y la noche anterior, los Tominokers llamaron a mi puerta
Estoy sola en la oficina hasta la una de la madrugada. Como el Chat no me está dando demasiado trabajo, y el poco que me da lo estoy haciendo a ratos y de mala manera, me ha dado tiempo a entretenerme con muchas otras cosas. Una de ellas ha sido pasar miedo. No es que me lo haya propuesto, pero con esta luz estroboscópica y este silencio sepulcral es complicado no comenzar a pensar en espectros y psychokillers al acecho. Como el ligero temor que ha comenzado hace una hora y pico se ha ido convirtiendo, por efecto del paso del tiempo y de una película de terror que acabo de ver, en una alteración emocional más que considerable, he decidido ponerme a escribir para ver si manteniéndome ocupada logro relajarme. La otra solución, que era llamar a Chechu, la he descartado por sentido común. Si le llamo a estas horas, con lo antipático y somnoliento que está últimamente, es capaz de mandarme al carajo. Aún así, es muy probable que le llame más tarde para que lea el texto presente (lo que indica que si no le llamo ahora es porque no quiero que me desconcentre, y no por consideración hacia él o por temor a las consecuencias).
La verdad es que ponerse a ver una película de terror en una oficina desierta, cuando además se está cagado de miedo previamente, no tiene demasiado sentido. La única razón honesta que puedo dar, es la de que me apetecía. Me apetecía y punto. En cuanto a la elección, no ha podido ser más desafortunada. La típica peliculilla de cacería en la que una joven, poseedora de un flamante encefalograma plano, se ve acosada y vejada por el gótico americano de turno a través de descampados, gasolineras y lavabos mugrosos, con breves secuencias carniceras en el interior de camiones cochambrosos con matrícula de Texas [por cierto, qué palabra más curiosa e hilarante: COCHAMBRE. CO- CHAM- BRE]. Si al menos hubiera satisfecho mis ansias de sangre, y la cantidad de vísceras, mutilaciones y desmembramientos hubiese copado en lo más mínimo mis juveniles y sanotas expectativas de gore, podría darme con un canto en los dientes y pasar sin más preámbulo a matar el rato naufragando por YouTube y Filmaffinity. Pero como me he quedado con ganas de terror, ahora no tengo más remedio que ponerme a escribir sobre el tema. La verdad es que no sé por qué me gusta tanto este género, teniendo en cuenta la cantidad ingente de bodrios pánicos que circulan por ahí. Podría decirse que se filma, como muchísimo, una buena película de terror cada cinco años, y que aún así, cada vez que me enfrento al visionado de alguna, mantengo siempre la esperanza de que esta vez sea la definitiva y me tope de repente con la joya del lustro. Con los títulos que tienen, y las imágenes promocionales que se gastan, lo extraño es que todavía conserve la fe. Recuerdo que hace un par de años, o quizá tres, centré mis esperanzas en las películas que jugaban con el prototipo del gótico americano: lugares desérticos del sur de Estados Unidos, en los que familias endogámicas de caníbales carniceros y tarados enfocan sus esfuerzos en la caza y consumo de seres humanos o, una ligera variante, en los que psicópatas infalibles y solitarios pasean en furgonetas amargándole la existencia a todo quisqui (especialmente si el quisqui en cuestión es un joven salido, de acampada o en viaje de estudios). Tras encontrar algunos bodrios relativamente buenos relacionados con este tema (Las colinas tienen ojos, Giro al infierno, alguna clásica de masacres, la secuencia que abre Jeeppers Creepers), perdí todo interés por el gótico tejano y me concentré en las películas de zombies y/o infectados. El problema de estas películas es que a veces, más que al miedo, a lo que incitan es a la risa. El zombie o infectado, si se piensa bien, tiene en sí mismo un aspecto bastante gracioso. En primer lugar, sus movimientos: o desquiciados y espasmódicos como los de un perro rabioso, o lentos e inconexos como los de un retrasado mental. La verdad es que más que miedo, lo que daban los zombies de La noche de los muertos vivientes era lástima. Yo creo que más que para defenderse de ellos, les disparaban a la cabeza para rematarlos y acabar con su agonía. Los de 28 días después ya son otra historia, claro, y quizá por eso sea la película de este tipo que más me ha gustado hasta la fecha. La segunda parte no es tan buena, pero cuenta en cambio con una secuencia inicial que es, no sólo mejor que cualquiera de la anterior, sino mejor que cualquier secuencia que se haya rodado dentro del género.
Mientras que el zombie es básicamente un no- muerto carente del glamour y de la inteligencia de un vampiro, el infectado es un ser humano contaminado por una variante hiperbólica del virus de la rabia. Unos y otros se caracterizan por perder todo rasgo humano, por transformarse en degeneraciones aberrantes de lo que somos, y ahí, intuyo, es donde radica el carácter aterrador de estos seres. Al fin y al cabo, convertirse en un vampiro no es tan malo. Y no tanto en un Nosferatu o en un Bela Lugosi como en una de esas reencarnaciones neo- románticas surgidas de la pluma de Anne Rice. ¿Que por qué? Porque la transformación no implica renunciar al intelecto y a la belleza, sino todo lo contrario: implica una potenciaciación preternátura de nuestras capacidades. El vampiro se alimenta de sangre, ¿pero qué más da? ¿Acaso no es la succión de la sangre un acto sexual y exquisito en grado sumo? La revisión del mito del vampiro por el cine y la literatura ha desposeído a esta criatura de su efecto turbador y acongojante, para convertirlo en un prototipo que no sólo no es preciso evitar sino al que incluso es desseable aproximarse. Yo misma me he pasado muchos años rogando a Dios (¡qué paradoja!) para que Lestat aterrizara en mi balcón y me propusiera ser la guitarrista de su banda. ¿Quién no querría firmar un contrato diabólico en el cual una de las cláusulas incluyera un plus de inmortalidad?
En fin, ya no sé ni de qué estoy hablando. Algún día me gustaría rodar una película de terror, eso sí. Respecto al tema, no tengo la menor idea de por cuál podría decantarme. Aunque he de reconocer que los infectados me tiran bastante, no me veo en absoluto haciendo una película de ese estilo. Imagino que El proyecto de la bruja de Blair se aproxima más a lo que sería mi película de terror ideal. La verdad es que fue una pena que no supieran desarrollar mejor una idea tan jodidamente buena. A pesar del esfuerzo de los actores y de un buen par de primeros planos repletos de mocos y lágrimas, la desesperación de los personajes no alcanza el cenit que era de esperar en una situación de calibre semejante. Vamos, que a mí me pasa algo así y me muero de un infarto a la de tres. Lo que me convence de esa peli es lo de la videocámara en primera persona, al estilo de los shot- em- up' s tipo Doom o Resident Evil. Eso y el tema de fondo: una situación extrema en la que es preciso huir de algo o alguien terrible. Respecto a la localización de dicha situación extrema, creo que yo me inclinaría por un contexto más claustrofóbico, quizá al estilo de El resplandor o de la primera parte de Saw, no lo sé a ciencia cierta. De cada película me gusta una cosa y la combinación no siempre resulta armónica, esa es la verdad. Lo de querer rodar en interiores creo que está relacionado con mi creencia cuasi- irracional de que los lugares cerrados son más peligrosos que los abiertos. Esta creencia choca frontalmente con el miedo atávico de Chechu al vacío, a la suspensión y al espacio. Supongo que su película de terror ideal podría tener que ver con algún tipo de catástrofe espacial o de situación onírica vertiginosa. Su miedo, es caer al vacío; el mío, ser desmembrada en el interior de un búnker o de una casa. No sé si existe algún tipo de rasgo psicológico responsable de esta diferenciación, pero supongo que sí. Quizá inseguridad e indefensión podrían ser nuestras razones profundas respectivas, pero así puestas la una junto a la otra se me antojan sinónimas y reveladoras de una misma raíz problemática.
En fin, mi turno llega a su fin y ahora no se me ocurre nada más que añadir. Quizá retome mañana, o más tarde.
lunes, 26 de enero de 2009
cEnSoReD
Hace poco alguien me dijo que publicar las cosas que publico es, entre otras cosas, harto imprudente. Y la verdad es que si me paro a pensarlo, no me queda otra que reconocer que se trata de una observación en parte acertada. No quiero decir con esto que vaya a cambiar mi manera de hacer literatura, ni que por cautela me disponga a partir de ahora a emplear iniciales en lugar de nombres verídicos completos (sobre todo porque la alteración de los nombres, en relación a la minuciosidad de los detalles, no lograría despistar a un conocido). Si por ejemplo, alguna de las personas que nombro y vapuleo en mi último texto, se dignara entrar a curiosear, se llevaría como mínimo un buen susto. ¿Si me importa? Pssssst… pues ha habido momentos de mi vida en los que me habría importado más, la verdad, y quizá sea precisamente por eso que publico lo que publico. Me siento tan enajenada de mi entorno, que a ratos casi desseo ser sorprendida in fraganti por alguno de mis amigos para tener al menos algo que discutir. Dicho así, parecería que mis textos no son más que reclamos de atención o actos fallidos freudianos, pero no… la sensación que me recorre al escribirlos no es precisamente la de aquel que manifiesta una tendencia inconsciente a la confesión pública y no del todo voluntaria de los pecados.
Sin embargo, si algún día me diera por publicar todo esto y no quisiera que mi madre estuviese al tanto de ciertas facetas de mi vida, me vería obligada a transformar, camuflar e incluso recortar mis palabras, o a ocultarle a ella la existencia de dicha publicación. La primera opción, me parece una ofensa a mi libertad de expresión; la segunda, se me antoja un insulto a la inteligencia de mi madre. No obstante, también soy consciente del efecto que ciertas confesiones podrían producir sobre su estado emocional, y eso me preocupa.
Teniendo en cuenta que están al corriente de la existencia de mi blog casi todas las personas de las que hablo en mis textos, el hecho de que todavía me dirijan la palabra sugiere dos razones: o bien mi blog les interesa una mierda y no han entrado más que una vez hace ya varios meses, o bien su capacidad de comprensión supera todas y cada una de mis prejuiciosas expectativas de megalómana. Me inclino más por pensar que es la primera, y no la segunda, la razón de que hasta el día de hoy me haya venido librando de la lapidación, por parte de aquellos que me quieren o que fingen hacerlo al menos.
Pienso en mi producción poética hasta la fecha (porque considero que lo que hago es poesía) y no puedo evitar imaginar dos versiones de la misma: la censurada u oficial y la íntegra, que según el caso podría ser póstuma o subterránea a secas. Me cuesta imaginar qué clase de interés podría albergar la versión corrompida, exceptuando quizá el del análisis psicológico de los temores y vergüenzas que me afligen hasta el punto de hacer que mutile a mi primogénito.
Por otra parte, lo de la publicación póstuma no me hace ni pizca de gracia. Como todo joven perfectamente posmoderno y cool, soy lo suficientemente avariciosa y frívola como para que lo de triunfar en vida y disfrutar de las riquezas generadas continúe ejerciendo sobre mí poderoso e irresistible magnetismo.
sábado, 24 de enero de 2009
Ayer estuvimos en casa de unos amigos que se acaban de ir a vivir juntos. A la fiesta acudió también nuestro amigo Alfredo, que vive en pareja desde hace cosa de un año, y nuestro amigo Carlos, que nos comunicó sus planes de boda para el próximo septiembre. No sé si es cosa mía, pero el hecho de que la mayor parte de nuestros amigos vivan con sus respectivas y de que incluso uno de ellos vaya a casarse en menos de un año, me hace sentirme mayor y un poco preocupada. Aunque es evidente que las cosas dejaron de ser lo que eran hace ya bastante tiempo, y que si no he caído antes en la cuenta ha sido por ceguera voluntaria y paliativa, he de confesar que no me hace ninguna gracia toparme de golpe con la versión adulta de aquellos muchachos que bebían kalimotxo tirados en parques, deseosos de dominar el mundo y sin saber ni por asomo lo que el futuro les deparaba. No voy a empezar a meterme con ellos, ni con sus novias, ni con sus estilos de vida. De lo que estoy hablando es de la experiencia subjetiva del cambio, sobre todo cuando el cambio viene de fuera y es experimentado por terceros. Lo que veo no me gusta, no me gusta en absoluto. ¿Cómo una persona de veintiséis años, que hasta hacía más bien poco soñaba con ser un músico famoso y revolucionar el mundo del arte, se compra una casa de protección oficial en el culo del mundo junto a una sosainas vulgar y sin conversación, que en toda la noche no se toma una sola copa y apenas hace otra cosa que asentir estúpidamente? Y nos hablan de embrollos vecinales, y se besan y sonríen cómplices cuando alguien les dice lo bonita que es la casa o lo guay que es el que se hayan independizado. Y entonces va Carlos, se levanta del sofá y afirma tener algo importante que anunciar. Se casa con Elena en septiembre. Ya lo sabíamos todos, esa es la verdad, pero supongo que en el fondo conservábamos la esperanza de que recapacitara y huyera de la vera de esa arpía acomplejada con la que vive, antes de que fuese demasiado tarde y ésta le hubiera cortado las pelotas. Pero no huyó, y ahí le tenemos, defendiendo la existencia de Dios y la candidatura de McCain. No conforme con castrarle para los restos, le ha convertido al catolicismo. Qué bonito. Igual de bonito que su empleo en Leroy Merlin, y que su impulso juvenil de ponerse de repente a estudiar a distancia Filología hispánica. Me pregunto cuántos hijos llegarán a tener. ¿Catorce? ¿Veinticinco? En fin… y yo que había dicho que no iba a meterme con ellos ni con sus motivos. ¡Bah! A la mierda los buenos propósitos. Todavía me queda Alfredo y ahora que he empezado no voy a parar. Alfredo… mi querido Alfredo. Nos saliste rana, muchacho, nos saliste pez. Has querido ser tantas cosas, has empezado tantísimos proyectos, has soñado con tan vertiginosas cumbres… ¿y todo para qué? Para acabar viviendo con una mujer que te tuvieron que presentar dos veces, porque aunque incluso te habías enrollado con ella en una ocasión, la indiferencia que te había causado era grande hasta el punto de hacerte olvidar su rostro. Para eso y para refugiarte en la ciencia ficción, el frikismo y el mundo de la cultura a falta de (ya que eres pez, y pez político además) un par de buenas agallas que permitan que seas tú mismo el que genere arte o el que inicie revoluciones. Háblame de cómics, háblame de los muñecos articulados que te compras, háblame de Chuck Palahniuk y de su literatura grotesca mientras me miras las tetas y oteas el móvil de reojo por si Paula llama. Cuéntame que has estado en Florencia y que has visto museos, cuéntame que has viajado a Berlín y que has ido a una exposición sobre el holocausto. Eso sí, no me cuentes nada de tu vida, de tu vida íntima y secreta, de esa que sólo tú conoces y que serías incapaz de admitir ante nadie que no fueras tú mismo, y ni por esas. No me hables de tu frustración, no me hables de tu complejo de héroe cobarde. De eso no, no vaya a ser que tu mundo perfecto y estéril se tambalee y se nos caiga sobre la crisma en una noche tan especial como ésta, en que de nuevo estamos todos reunidos.
jueves, 22 de enero de 2009
TOC- TOC, ¿quién es?
Siempre he querido pertenecer a otra época anterior a esta a la que pertenezco, por pensar quizá que en la actual se dan condiciones en extremo desfavorecedoras para la creación y el disfrute de la vida. Aunque soy consciente de hasta qué punto es inocente este pensamiento, cada día me descubro desseando teleportarme a través de las décadas. Cuando tenía dieciséis ya me ocurría, y creo que puedo asegurar sin riesgo a equivocarme que desde entonces, y para mis adentros, me he venido considerando más una francesa decimonónica que la europea contemporánea que para bien o para mal soy en realidad.
Cuando era muy pequeña (unos tres o cuatro años), tendía a preocuparme por cosas francamente absurdas. En cierta ocasión a mi madre, que lucía una media melena, le dio por cortarse el pelo, y yo, no sé muy bien por qué, comencé a pensar que se había hecho drogadicta. Esta creencia me hacía sentirme inmensamente culpable, y como no me atrevía a consultarlo con ella para salir de dudas, lo que hacía para disminuir mi ansiedad era autocastigarme sin jugar en la guardería. Otro ejemplo de obsesión absurda, es la manía que me entró con comerme las hojas que se caían de los árboles, el papel higiénico y las joyas de oro. Recuerdo con nitidez haberme escapado corriendo al cuarto de baño, a escondidas de mi madre, para engullir el papel por metros y con ayuda de agua, y también el haber ingerido sin atragantarme la cadenita dorada de un monedero y la práctica totalidad de los pendientes que encontré por casa. La razón de tan extraños hábitos gastronómicos, la desconozco por completo. Si sé que más adelante, y en lo que no eran más que los albores de un flamante trastorno obsesivo- compulsivo de la personalidad que alcanzaría su cenit al yo cumplir catorce años, solía meterme en la boca cosas asquerosas con la finalidad de evitar males imaginarios mayores. Un ejemplo del tipo de razonamiento que realizaba es el siguiente: si me meto en la boca ese chicle masticado que he encontrado pegado bajo la mesa y lo mantengo dentro diez segundos, mi madre no morirá de cáncer. A cambio, luego me pasaba una semana obsesionada con el hecho de que a lo mejor era yo la que moría a causa del chicle. Para librarme de la ansiedad de mi propia muerte, le confesaba a mi madre que había masticado un chicle usado obviando la razón que me había impulsado a hacerlo. Sé que suena un poco rebuscado, pero así eran mis procesos mentales. Utilizaba rituales sin sentido lógico para quitarme la ansiedad que mis pensamientos recurrentes acerca de la muerte me ocasionaban, y lo hacía con tal discreción que hasta los catorce ni mi madre ni mis profesores fueron capaces de percibir problema alguno. A los catorce, y debido al acoso y derribo al que fui sometida por parte de mis compañeras de clase por el mero hecho de ser más lista y más guapa que ellas (las cosas como son), la cantidad de rituales que me veía obligada a realizar para aplacar mi ansiedad era tan ingente que sólo en acostarme tardaba una hora y media. Además, de manera progresiva e insidiosa, dichos rituales fueron creciendo en extravagancia y menguando en discreción. El que acabó con la última dosis de paciencia que le quedaba a mi madre (hasta la coronilla de ver a su hija tocando objetos en secuencias complicadas y pasándose tenedores por encima de la cabeza), fue uno consistente en agarrar con las manos mojadas, a la entrada y a la salida de la ducha, un grupo de cables sueltos que daba pequeñas descargas. Como al pie de los cables siempre aparecía un charco delator y mi madre, por decirlo de algún modo, había comenzado a intuir lo mucho que podía llegar a extralimitarme en el cumplimiento de mis manías, como ella las llamaba, tapó la eléctrica y peligrosa tentación con un azulejo y a continuación amenazó con llevarme a un psicólogo. Alarmada ante la idea y profundamente fastidiada por todo el tiempo que perdía en hacer el tonto (llegué a no poder leer porque me obligaba a hacerlo en voz alta y, cada vez que me equivocaba en una letra o me saltaba una línea, tenía que empezar desde el principio del libro), decidí moderarme un poco y buscar soluciones alternativas. Así surgió mi ley de las compensaciones, que enunciaré aun a riesgo de no ser comprendida en absoluto:
1º. Una mala acción se compensa con dos buenas acciones.
2º. Una buena acción se compensa con otra mala acción.
2º. Una acción neutral se compensa con dos buenas o con dos malas acciones, pero nunca con una de cada.
Así, cuando un ritual me resultaba demasiado largo o molesto, o las condiciones del entorno no eran las más adecuadas para llevarlo a cabo, apuntaba mentalmente la omisión y aplicaba las leyes de la compensación en otro momento que me fuera más propicio. Supongo que el mero hecho de transgredir, siquiera limitándome a una ley de mi invención, la aplicación rigurosa e inflexible de los rituales, influyó positivamente en mi estado mental. El caso es que entre los catorce y los veinticuatro, exceptuando ligeras recaídas ocasionadas por algún estresor determinado (enamoramiento, exámenes y similares), podría decirse que mis rituales han ido decreciendo en número y frecuencia hasta casi desaparecer, y que de hecho, si no desaparecieron antes fue porque en el fondo me sentía una privilegiada por padecerlos. Sobre todo a raíz del visionado de esa película magistral y divertidísima que es Mejor Imposible, comencé a sentirme verdaderamente orgullosa de mi trastorno. Y como el orgullo lleva a la exageración y la exageración conduce a la cronificación, el dichoso TOC permaneció junto a mí más tiempo del que por derecho le correspondía. Por lo demás, ahora que no lo padezco, he de confesar que por efecto secundario me he vuelto una persona más descuidada, perezosa y angustiada. ¿Que por qué angustiada? Porque aunque ya no realizo los rituales físicos, las obsesiones de muerte y mal augurio continúan cortocircuitando con mis pensamientos a diario, y con mayor frecuencia que la requerida para la configuración de un ser humano interesante. En fin... ¿qué más da?
A modo de título, me he decantado por un juego de palabras entre las siglas del trastorno obsesivo- compulsivo (TOC, para los amigos) y el sonido de la onomatopeya correspondiente. Al fin y al cabo, dudo que haya cosas más compulsivas que el efecto sonoro de unos nudillos sobre el tablero de madera de una puerta. ¡Sinestesia servida!
Y como postdata, hoy que me encuentro generosa y necesitada de atenciones, una parodia estadística sobre el TOC y su aplicación solidaria correspondiente que se me ocurrió hace un par de años en la facultad:
“La estadística nunca ha sido de fiar.
En una ocasión se me ocurrió una teoría que, si bien no llega a derrumbar las leyes porcentuales de la probabilidad, sí consigue al menos sublimarlas -o vulgarizarlas, según el nivel de misticismo de cada cual- en supersticiones aplicadas.
Estaba yo con mi falda de gitana y mi pulsera de cascabeles haciendo la fotosíntesis al sol de Somosaguas, cuando de repente vi pasar un avión escoltado por la habitual estela blanca y como de espuma de nube. Y pensé para mis adentros (todo hay que decirlo, henchidos en sí de gozo y vodka con naranja): ya sería mala pata que ese avión se estrellara, habiéndolo yo pensado antes y pudiendo haber dado una alerta premonitoria a la atención al cliente majara del aeropuerto de Barajas.
Como todo el mundo sabe, la probabilidad conjunta de dos hechos es siempre menor a la de uno solo. Es decir, que la probabilidad de que una mujer haya, además de nacido en los 60, militado en el movimiento y/o parálisis hippy, es mucho menor que la probabilidad de que haya nacido en los 60 a secas o que la de que a secas haya militado con los melenudos.
Según esta teoría, pensar de un avión concreto que se va a estrellar disminuye la probabilidad de que se estrelle al lastrar dicha probabilidad con el hecho anexo (oséase, conjunto) de haberlo pensado (suponiendo que un pensamiento no deje de ser un hecho, claro).
Esto, para los pobrecillos que padecen un TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo –del que yo ya tuve a bien librarme parcialmente a los 16 años), es una revolución de la ciencia: sus rituales tendrían un sentido muy concreto, porque según la ley de la probabilidad no serían arbitrarios. Imaginaos las campañas de concienciación del gobierno:
¿TE GUSTARÍA HABER EVITADO EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC?
¡PUES HABERLO PENSADO, COÑO!
AHORA... TÚ TAMBIÉN PUEDES COLABORAR.
¡¡¡PIENSA EN NEGATIVO!!!
Así que seamos los sanadores de la matemática y dediquémonos a salvar aviones y a lo que se nos ocurra. O a no hacerlo, ¡y que vivan la sociopatía y las catástrofes controladoras de natalidad!”
miércoles, 21 de enero de 2009
Intimidades brutas
Mi mente es en estos momentos una mezcolanza infame de paranoia, caos y compulsividad. Mi estabilidad se ha resquebrajado ante la amenaza de una partida y los temores a que ésta da lugar. Toda una vida intentando demostrar a los demás que soy una chica valiente, y cuando llega el momento de serlo realmente y sin necesidad de demostrar cosa alguna, me acobardo y me protejo tras la máscara de la ira y de la indignación. Y todo esto, sin lograr sentirme siquiera lo suficientemente indignada como para creerme lo que yo misma alego en mi defensa. Si al menos lograra ponerme de acuerdo con mis sentimientos y mostrarme en discrepancia real con la partida de Chechu, siendo el odio la única emoción que me embargara, podría quizá limitarme a no responder a sus llamadas y a llevar a cabo una venganza sexual. Pero como además de odio siento otras cosas de cariz diferente, no contestar al teléfono me resulta imposible porque constantemente estoy pendiente de si suena, y lo único que una venganza sexual podría aportarme sería el sentirme como una mierda ante él y ante mí misma.
Por otra parte, por mucha comprensión y tolerancia que logre encontrar en mi interior, sé que voy a ser incapaz de soportar la idea de que viva en Barcelona. Lo aceptaría de mala gana si viviera en cualquier otra ciudad, pero en esa en concreto me resulta intolerable. No puedo, no puedo y no puedo. No a ese lugar que eliminaría del mapa, no a ese reducto que tanto se me ha resistido a lo largo de los años. Sé que es catastrófico para mí, y sé que lo será para nuestra relación. Es como penetrar en el territorio de los brujos, en el único rincón del mundo en que la magia negra funciona en mi contra. Sé que es una cobardía, un infantilismo, un trastorno mental, ¿pero y qué? Toda mi vida he oscilado a lo loco entre diferentes enfermedades de la mente que han ido dejando su granito de arena en lo que se supone es la conformación de mi personalidad, y ahora quizá me toque cagarme de miedo ante la posibilidad de ser abandonada por otra persona, por otra ciudad. Y hay algo en mí que me dice que así será, y ese pensamiento me destroza más que cualquier otra cosa en este mundo. Me siento unida a ese hombre por lazos más fuertes que mi propia voluntad de mandarlo todo a la mierda y precipitarme de una vez al lago de cocodrilos que se me antoja la independencia. Me siento unida por lazos más fuertes que los que me atan a mi madre y al miedo obsesivo y debilitador a las enfermedades y a la muerte. No sé cómo afrontar el que un día ya no esté, y eso me hace sentir débil y expuesta ante mí misma. No sé como perdonarle el que su arte y sus ansias de libertad superen su desseo de permanecer junto a mí. Y me doy cuenta del núcleo egoísta, absorbente y convencional que oculta esta aseveración, me doy cuenta de que con mi actitud le estoy poniendo entre la espada y la pared (que por cierto es una de las cosas que no soporto que hagan conmigo). Pero mi terror, mis celos y mi hambre son más grandes, mucho más grandes que mi justicia. Trato de no chantajear emocionalmente, pero cuanto más intenso es mi esfuerzo más ganas me entran de amenazar con suicidarme o incluso de montar un paripé en el que finja que efectivamente me suicido. Pero con él no funcionan esos trucos y además yo me siento ridícula utilizándolos, así que sólo grito y me hago la inaccesible en un espectáculo paradójico de lágrimas y desgarros que tampoco sirven para conmoverle. Para fastidiarle, irritarle o incluso hacerle gracia sí, pero no para conmoverle. Me he dado cuenta de que me siento desamparada y vulnerable (lo cual es mucho más de lo que estoy dispuesta a reconocer) y me remuevo como una víbora fraguando para mis adentros vendetas que me siento incapaz de llevar a cabo en el estado emocional en que me encuentro.
Quizá debería limitarme a recordarme a mí misma que le quiero muy por encima de lo que haga, y que todo lo que vaya más allá de eso es puro orgullo y egocentrismo infantil. Pero en el fondo siempre he tenido una tendencia a subyugar a los hombres con los que he estado, quizá heredada y aprendida del odio y de la desconfianza que siente mi madre hacia el género masculino, y soy incapaz de tratar al hombre de mi vida como si no me debiera algo, como si fuera un igual. Eso es, me he dado cuenta de que soy incapaz de mantener una relación de igualdad. Lo que en mí parece fortaleza y desconsideración, lo único que oculta es un odio y un rencor inmenso hacia el género opuesto. De hecho, hoy me he asustado de mis propias emociones al leer un fragmento de Las Amistades Peligrosas, de Choderlos de Laclos, en el que la duquesa de Merteuil afirma lo siguiente: "sé que he nacido para dominar vuestro género y vengar el mío". En lugar de sentirme escandalizada y asqueada ante el feminismo evidente de la aseveración, se ha despertado en mi corazoncito una excitación perversa y como felina. Me he percibido excitada y reconfortada ante la lectura de la frase, y no ha sido hasta unos instantes después en que me repugnado a mí misma. Yo, que tanto he odiado el feminismo y que tantos sapos y culebras he arrojado en contra de las lesbianas militantes pro- mujer, pro- regla y pro- aborto, no tanto por estar en contra de ninguno de esos términos como por odiar la debilidad y el sentimiento de inferioridad con respecto al hombre que subyace a la declamación obsesiva de los mismos, me encuentro en mis fueros internos de golpe y porrazo con una emoción equivalente y aun más trastornada e imperdonable si cabe. Mi feminismo no es el de la lesbiana militante que por temor al hombre vuelca su desseo en la mujer, sino el de la femme fatale que por los mismos motivos se dedica a coleccionarlos y a competir con ellos en un intento desesperado por que la quieran sin condiciones y a pesar de la falta de comunicación evidente.
Darse cuenta de esto, por razones obvias, es harto descorazonador. Si bien había admirado en secreto el prototipo cinematográfico (blanco y negro) y literario (ruso y argentino) de hembra castigadora y poderosa, haber caído en la cuenta de la falta de autoestima subyacente a este rol me sume en una indefensión y un ridículo difícil de transcribir con elegancia. Creo que tengo problemas psicológicos reales, además de una serie de tendencias extravagantes que he integrado a fuerza de querer parecerme a algo contrario a lo que soy, o creo que soy. No voy a fustigarme por este motivo, pero el reinado de la diosa ha concluido y en su lugar no quedan más que rescoldos de los cuales (espero) aprender a aprender algo.
Tengo un estado mental similar al de la histérica millonaria adicta a los diazepanes y a su imagen sobre el espejo, y una voluntad pareja a la del enfermo terminal de cáncer ateo que ve aproximarse el final y no encuentra más que vacío al que aferrar su esperanza. Sé que soy voluble y que probablemente encuentre mañana alguna razón por la cual levantarme, pero acostumbrada a desarrollarme en el límite del corto plazo me resulta complicado no desesperarme. Sólo por haber escrito esto me encuentro mejor, menos estúpida, pero cuando el alcohol comience a hacer efecto y la oscuridad me abrume con su presencia quién sabe dónde quedará este ridículo y vencido consuelo.
miércoles, 14 de enero de 2009
Bravuconadas
A los doce tenía un carácter bravucón, eso es indudable. Desacostumbrada como estaba a captar la atención del sexo opuesto explotando unas cualidades físicas que hasta hacía un año escaso habían sido, si no inexistentes, sí lo bastante atenuadas y poco llamativas como para que me viera obligada a buscar maneras más eficaces de proclamarme poderosa, lo que a esa edad hacía para enamorar a todos cuantos me rodeaban era aceptar cualquier tipo de desafío que se me propusiera. Si mi físico no hubiera acompañado dicha bravuconería, mis manifestaciones habrían sido tomadas por las de un chicazo en lugar de por las de una muchacha desseable, pero a esa edad ya era consciente de mi belleza emergente y me aprovechaba de ella todo cuanto podía. Quiero decir que las más de las veces la aceptación de los retos, cualesquiera que éstos fuesen, procedía más de una pose que de una auténtica necesidad de superación personal. Supongo que cualquier adulto mínimamente avezado podría haberse dado cuenta de cuáles eran mis verdaderas motivaciones, pero el entorno de niños y adolescentes en el cual desarrollaba mis incipientes jueguecitos de poder no estaba lo suficientemente maduro como para llegar a conclusiones susceptibles de restar mérito alguno a mi valentía. Cuando hablo de "retos" me refiero a un abanico amplio de situaciones cuya apariencia no tenía por qué corresponderse con lo que habitualmente se entiende por desafiante o retador. La mayor parte de las ocasiones era yo la que me extralimitaba con la intención de demostrarme a mí misma y al entorno no sé muy bien qué. Lo fuerte que era, quizá, o lo poco que en común tenía con la debilidad propia de mi género. Tenía por imperativo no llorar nunca en respuesta al dolor físico, y como a los doce y siendo bella pocas son las razones psicológicas que pueden llevarte a derramar una sola lágrima, puedo decir sin riesgo a equivocarme que pocas fueron las personas que me vieron llorar en el período de edad comprendido entre los doce y los dieciocho años. A los dieciocho se abrió el dique para ya nunca más volver a cerrarse, pero esa es otra historia y en otra ocasión debe ser contada.A los doce, y por pura cabezonería, fui capaz de levantar en vilo (al estilo princesita, con un brazo por debajo de la espalda y el otro bajo la curvatura de las rodillas) a personas que cuadruplicaban mi peso. También fui capaz de comerme una babosa de color negro y un caballito del diablo que había instalado su hipnótica tela en la esquina superior izquierda del garaje de Fernando. Fui capaz de esconderme, para que no me cazaran jugando al escondite y sin siquiera exhalar un simple ¡ay!, en un matojo de espinos que tapizó mi piel con un entramado sangrante de arañazos y punciones rojas del cual todavía conservo alguna cicatriz mínima. Sobreviví al desafío de ver quién era el que podía soportar más puñetazos en el estómago sin caer al suelo y sin pedir clemencia, y vencí. Y no porque no me dolieran o porque mi estómago fuera de hierro fundido, sino porque a los doce contaba con una fuerza de voluntad del todo irresponsable que ahora, con todos los miedos atávicos y aprendidos que me afligen, echo de menos hasta límites insospechados.
De todas las bravuconadas que perpetré en períodos estivales, recuerdo una con especial devoción. Aconteció a los doce y con motivo del cumpleaños del que se suponía era mi noviete de por aquel entonces: Iván. Aunque tenía la misma edad que Fernando, parecía cuatro años más pequeño. Yo le había correspondido no tanto porque me gustara como porque era el primer chico que se había interesado por mí hasta el punto de demostrarlo y, por tanto, había conseguido hacerme sentir inmensamente halagada. Su cumpleaños, como el de tantas otras personas que habrían de jugar un papel relevante en mi vida, caía en agosto (parece que el signo de Leo está abocado a atraerme sin remedio que valga). Entre los invitados a la fiesta se encontraban Fernando y Olalla, que en aquella ocasión contaban dieciséis y nueve años respectivamente. Por aquel entonces, mi relación con Fernando había empezado a proliferar. Ateniéndome a sus palabras (porque yo no lo recuerdo), parece ser que comenzó a enamorarse de mí cierta mañana lluviosa en que penetré sin permiso en su garaje y, con una falta de prejuicios del todo desprovista de vergüenza y artificiosidad, le relaté en un pis- pas mis teorías acerca de las que se suponía eran las tribus urbanas del momento: pijos, góticos, punkies, rappers, hippies, skaters, heavies y modernos. Cuando llegamos a casa de Iván, su madre había preparado una fiesta esmerada: mesas repletas de gominolas y refrigerios en el salón, juegos de mesa repartidos por todo el apartamento, una piscina hinchable apostada en la azotea que habría hecho mis delicias de haberme llevado el bañador. Pero como no me lo llevé y los bikinis de la madre de Iván me caían excesivamente holgados, decidí quedarme con Fernando sentada en la terraza. Y ahí es donde entra en juego la bravuconada de la que he hablado antes. Sobre la mesa de vidrio se alzaban, retadoras, dos botellas verde esmeralda de Sprite. Y yo, que nunca he tolerado bien el aburrimiento y que además, desde muy pequeña, he manifestado un gusto insano por la lima- limón, no tardé en proferir lo siguiente:
- ¿Cuánto te apuestas a que soy capaz de beberme de seguido varios vasos de eso?
Y Fernando, que (supongo) no tenía por objeto más que impresionarme, me respondió lo siguiente:
- Ni de coña te bebes más vasos que yo, guapita de cara.
- ¡Ja! ¡Que te lo crees tú!
En apenas unos minutos, me ventilé de golpe y sin respirar dos litros y pico de Sprite. Fernando renunció uno o dos vasos antes que yo, que con los ojos anegados en lágrimas y con una tiritona de campeonato, aún pude encontrar las fuerzas necesarias para proclamar a los cuatro vientos mi victoria:
- ¡Has perdido, pelirrojo!
- Bueno, guapita de cara, creo que lo podríamos dejar en tablas.
- ¡Sí, hombre! Pues sigue bebiendo, entonces.
- En fin... tú ganas. Creo que me bebo un vaso más y vomito.
El resto del cumpleaños me lo pasé haciendo acopio de sudaderas con la intención de calmar un poco los temblores que tan ingente cantidad de líquidos había provocado en mi frágil cuerpecito.
La vuelta al Géminis la hicimos en el coche de la madre de Iván. Como el coche en cuestión era demasiado pequeño para el número de niños que habíamos sido invitados, tuve que acomodar mis inquietas posaderas sobre el regazo de Fernando mientras Iván, sentado a nuestra derecha, nos lanzaba miradas de fastidio y desconfianza. De tanto como había bebido no podía más que moverme de un lado a otro y botar sobre las piernas de Fernando en un intento por apaciguar las ganas insoportables de hacer pis que me atormentaban. Recuerdo las manos de Fernando aferrándome sutilmente por las caderas y el nacimiento de un ardor desconocido en lo más profundo de mi vientre. De mi interés por Iván, apenas quedaba una leve reminiscencia cuando su madre aparcó junto al Géminis y nos lanzamos como fieras hacia nuestros hogares respectivos para cenar cuanto antes y salir a la noche.
Tras echar una carrera de lado a lado del campito para ver quién sería el desafortunado al que le tocaría buscar en primer lugar, recuerdo que corrí a ocultarme tras unos arbustos, a una distancia prudencial del árbol que hacía las veces de "casa" y cuyo tronco debíamos tocar para salvarnos y librarnos de ser los buscadores en la siguiente ronda. Agazapada en el suelo y escudriñando a través del ramaje, comprobé con no poco fastidio que Iván había descubierto mi escondite y se aproximaba dispuesto a compartirlo. Cuando llegó adonde yo estaba, se arrodilló junto a mí y me preguntó a media voz:
- ¿Quieres que te enseñe a jugar al Tropicayo?
- Mmmmm... ¡vale!
- ¿Y qué versión prefieres que te enseñe, la literal o la figurada?
- Pues creo que la figurada.
- Es que esa no me la sé.
- Pues entonces la literal. No sé ni para qué preguntas.
- ¿Estás segura?
- Sí, creo que sí.
Y entonces, lanzándose hacia mis labios como una serpiente de cascabel, me soltó un pico con tanta fuerza que perdí el equilibrio y aterricé de culo sobre la yerba húmeda. A continuación se levantó y, sin añadir cosa alguna, salió corriendo hacia el edificio. Creo que no volvimos a dirigirnos la palabra en todo el verano.
Esa misma noche, después de que los demás se hubieron marchado a casa, Fernando y yo nos quedamos hablando un rato en el portal.
- Dime una cosa, guapita de cara, ¿a ti te gusta Iván?
- Sí, creo que sí.
- Pues si te gusta, hazme caso: no le besses.
- ¿Y qué sentido tiene eso?
- Tú hazme caso. No le besses.
- ¿Crees que si le doy un besso perderá el interés por mí?
- Tú no le besses, hazme el favor.
Lo que Fernando quizá no sepa es que fue a él al que estuve a punto de bessar esa noche, en aquel portal en penumbra y, no digo que no, quizá exaltada por el brevísimo contacto pseudosexual que había experimentado entre arbustos pocas horas antes, con esa mezcla indistinguible de complacencia y disgusto motivada a partes iguales por la curiosidad y el sentimiento de culpa.
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