miércoles, 27 de mayo de 2009
L' imagination au pouvoir
Quiero escribir una historia de piratas, pero también quiero escribir una historia sobre la adolescencia y los ritos iniciáticos infantiles. Quiero escribir un canto a la libertad, pero también quiero descender a los más oscuros y tortuosos reductos del Hombre. Quiero escribir un relato de misterio que a su vez sea una epopeya de aventuras y un libro de viajes como los que escribe Durrell. Quiero fragmentos en torrente que estallen como los de los Trópicos. Quiero la delicadeza, la perversidad y lo voluptuoso de Nabokov; el lirismo y la despreocupación de ese Rimbaud vagabundo que paseaba mejor que escribía y que, si se hizo poeta, fue más por descansar las piernas que por trascender el siglo. Quiero la erudición de Brierce y De Quincey, la energía creadora de Asimov y Stephen King; la honestidad escandalosa que alcanza a vislumbrarse en ciertos diarios inspirados en Viena pero escritos en París por meritorias féminas de pechos pequeños y erguidos como los de las púberes. Quiero la redondez argumental de El Padrino, la riqueza dramática e interactiva de una historia coral, el componente atávico de la Tragedia, la toxicidad adictiva de según qué best- sellers de mi gusto. Quiero que mi novela abarque toda la vida e ilumine la totalidad de la experiencia, quiero que mi obra sea la demostración compacta y autosuficiente de todo lo que he sido, que soy y que seré.
Creo que no se puede alcanzar la gloria (y por gloria me refiero a la satisfacción que se siente al saber que la misión para la que uno estaba destinado, sea ésta artística o de cualquier otro rango, ha sido satisfecha hasta el más escrupuloso detalle), escribiendo fragmentos en prosa del cariz de los que yo escribo. Podría, eso sí, alcanzar una cierta reputación entre mis contemporáneos, y aun ser recordada en algún curso de literatura experimental impartido por el profesor soplagaitas de turno, en cualquier facultad prestigiosa que albergara las generaciones venideras de insoportables poetuchos en ciernes vestidos como para matar. Pero la gloria verdadera, esa a la que yo me refiero y que no es cosa de guasa ni de ironía por mi parte, se me escaparía para siempre y, de existir un limbo infraterreno más allá de la muerte para las personas tragicómicas y agridulces como yo, que a falta de un talento despierto para la maldad y la inmoralidad aventurera se conforman con ejercer su dominio de la lengua de víbora sobre sus pálidos y desleídos prójimos; de existir un paréntesis semejante, decía, me imagino en un lamento inaguantable y eterno más cruel y grotesco que cualquiera de los infiernos que pintarse o escribirse puedan. Por el camino que voy imagino que, con suerte, podría llegar a convertirme en una de esas autoras sobrevaloradas cuyo desequilibrio emocional y sus escándalos, y no tanto su literatura, han contribuido a hacerles un hueco en la Historia Universal de las Letras. El verdadero talento de un escritor reside en saber salirse de sí mismo, en saber dar forma y contenido a unos personajes que de puro reales y multidimensionales alcancen a robarle el aire del cuartucho mal ventilado desde el cual les insufla la vida el repiqueteo armonioso de unos dedos y el ronroneo constante de una imaginación desbocada y por completo superior al Hombre que la posee. Que los personajes trasciendan la existencia del demiurgo, y que el demiurgo comprenda y humille de una vez la testa ante aquellos que han de perpetuarle en la inmensidad resplandeciente de pupilas que leen, dilatando o contrayendo la atención en función del interés reportado por aquello que interceptan. Le realidad perceptiva y vivencial del escritor ha de estar presente, pero del mismo modo en que el milagro de la polinización está presente en la ráfaga de viento que, en un cruce de calles secundarias, te azota el rostro y te inspira, como de pasada, a saber qué fantasía pánica sobre plantas carnívoras e invernaderos frecuentados por infantes. En la maestría o sutileza con que consigue un artista infiltrarse en su obra reside el alcance del talento por el cual ha de ser recordado. A medio camino entre el deje y el incógnito, la filosofía del creador ha de procurar asomarse a lo creado, sin inmiscuirse ni contaminar un ápice el destino lógico y las necesidades de sus personajes. Todo lo que se expone demasiado a las claras y en clave de ensayo es revelador de una incapacidad para trascenderse a uno mismo. El ensayo apesta a manifiesto, y el manifiesto a utilidad. Ni qué decir tiene que todo arte, para ser excelso, ha de ser más inútil que útil, y que ni toda la filosofía del mundo, con sus premisas perfectamente hilvanadas y sus tautologías ensalzadas a la categoría de iconos, es capaz de llegarle a las suelas a la miseria concreta y plástica de un personaje en particular. Si quieres escribir un manifiesto contra la pena de muerte, y además pretendes que dicho manifiesto cale hondo en los corazones, moléstate en inventarte unos personajes que la sufran en sus propias carnes y que conmuevan, de una manera más próxima a la estética que a la moral o a los principios, los ánimos de aquellos que les siguen en sus correrías. Lo que por apartados se expresa y sin ejemplo alguno pretende hacerse conmovedor no trasciende más allá de lo puramente anecdótico. El símbolo, como en los sueños, es necesario. Lo no simbólico perece pronto y no perdura en la conciencia humana. El no - símbolo apesta. Este texto apesta. Todos mis esfuerzos de ahora en adelante se dirigen a la finalidad sublime de hacerme grata a vuestros olfatos.
martes, 26 de mayo de 2009
Misérable
En ocasiones me da la impresión de que todo a mi alrededor fluye lenta, muy lentamente. En ocasiones tengo la intuición de que caminamos hacia la muerte, sutilmente arrastrados por nuestro perezoso destino, a través de no sé qué grumo viscoso, embrutecedor y como lleno de algas, sin más consciencia de velocidad que la que tendría una tortuga al sol, un día de primavera, del movimiento centrípeto de la tierra respecto a su eje. Sé que la soledad es necesaria, sé que estar sola es necesario. Siendo como soy, solitaria, me resulta sencillo encontrar la intimidad en cualquier parte. Aun cuando me cito con personas, y éstas me hablan y yo contesto, me resulta insultantemente sencillo evadirme de la situación y hacer simplemente como que estoy, a través de una especie de versión robotizada de mí misma a la que descubro, no sin cierto asombro, contestando a las personas y aun demostrando interés por ellas, y que se diferencia de mi yo auténtico (que ni siquiera sé si es el que ahora escribe) en tres excesos del carácter: es más serio, más esquivo y más lento en contestar. Cuando esa Iria ficticia se manifiesta, la auténtica se aisla en su trópico interno y, como quien bombea una glándula, liba de sus pensamientos y construye quimeras de solipsismo y diamante que, al estallar tras la opacidad casi inexpresiva de su pupilas, crean por un instante la ilusión de que atiende a lo que a su alrededor sucede.
Hablar de mí misma en tercera persona no deja de resultarme algo extravagante, así que para matar el rato y como quien hace un crucigrama, voy a describir al individuo que hay a mi derecha, sentado frente a una muchacha de estupidez pareja y correspondiente. Imaginaos a un caballo, disfrazadlo de Sherlock Holmes, y tendréis una idea bastante aproximada de su silueta general. De unos cuarenta años, con rostro alargado y como moldeado en plastilina, de rasgos algo más moderados que los de un Mr. Potato de los de antes y lo suficientemente amanerado y pomposo como para estar fumándose una pipa como quien se fuma un Marlboro, y aún peor, pues no contento con chupetear el extremo como un goloso y con expulsar hacia arriba volutas anilladas de humo que se deshacen al instante en hilachas de fantasmagoría, se entretiene en fingir, con una frecuencia extralimitada y escasamente elegante, que el llamativo instrumento se le apaga cada dos por tres y como por arte de magia, para inclinarse sobre su interlocutora e impresionarla aún más si cabe exhibiendo una habilidad portentosa en todo lo que se refiere a manipulaciones y encendidos del espíritu. Por lo que he deducido de la conversación, él es una especie de profesor y ella una especie de alumna o ex- alumna altamente interesada en conmoverle. Su conversación es tan banal como atrayente y, del mismo modo en que cuando por casualidad me cruzo en la calle con un deforme, un tullido, un retrasado, o con alguna de esas mujeres a las que les ha desgraciado la cara con ácido algún marido celoso y no tienen por nariz más que un par de fosas negras, dilatadas y esqueléticas que parecen ensanchar el alcance de su sombra hasta más allá de la cuenca de los ojos, no puedo evitar mirar con disimulo y aun con descaro la magnitud de su desgracia (que por no sé qué oscura y retorcida senda nos consuela o refocila de algún modo por completo contrario a la piedad); del mismo modo, decía, me descubro atraída una y otra vez hacia la conversación vergonzosa que mantienen los anodinos de la mesa de al lado. Y sí, ya sé que el poeta debería sacar partido de las cosas hermosas y no perder su tiempo sublime en barruntos seniles de vieja archirrabiosa y frígida, pero en fin... también decía Miller que lo que el poeta tiene, por encima de todas las cosas, es un gran detector de mierda en su interior. Aunque yo misma creo, contradiciendo al pequeño y belicoso Henry, que lo que el poeta tiene por sobre todas las cosas es un radar sensible a la belleza más que a la mierda (pues al fin y al cabo, ésta apesta y un poeta, dígase lo que se diga, no deja de ser un artista y por tanto un frívolo partidario de lo agradable), le citaré en esta ocasión como argumento de autoridad en contra del pensamiento de no sé cuál de todos mis yoes manifiestos. Por si acaso no se trata de aquel con el cual me identifico ahora, me curo en salud contradiciéndome de antemano y abriéndome camino, ora con ideas de jardinero, ora con machetazos de filósofo, a través del gradiente enmarañado de premisas que me separa y me aisla de la Verdad.
Hoy me he sentido pequeña. Cual insecto diminuto al pie de la orgullosa catedral gótica que, erigida por organismos de una especie privilegiada en todo superior a la suya, le recordara al paupérrimo bichejo su incapacidad física e intelectiva para llevar a buen término construcción semejante, hoy me he sentido abrumada ante un autor: Victor Hugo. ¿Qué se puede escribir después de Los Miserables, Dios mío, qué? Juro que si no hubiera sentido esto mismo muchas veces antes, me habría desesperado sin remisión ante el abismo de absurdo y mediocridad sugerido por esa idea fanática y equivocada que ha venido a perturbarme hoy, nada más amanecer, provocándome incluso un corte de digestión que todavía no he conseguido superar del todo. Si ahora, que me siento algo confusa y que soy, en grado superior al de antaño, consciente de mi ignorancia y de mis limitaciones como artista, viniera por vez primera un pensamiento como ese a contaminar mi esperanza de trascender la guadaña de la Inexistencia, creo que sucumbiría a la angustia y que mi creatividad se vería resentida de muerte. En cambio, cuando el agravio de la comparación entre mi talento y el talento de otros vino a ponerle la zancadilla a mi prepotencia narcisista de adolescente prodigiosa y cínica, era yo lo suficientemente precoz y estúpida como para no prestarle más atención que a cualquiera de los amigos a quienes dejo, de tanto en tanto, bajo la tutela de mi yo robótico, y, por decirlo de algún modo, capeé ese temporal repentino y pionero tirando a base de bien de mis recursos de ignorancia juvenil. Ahora que soy más timorata y humilde, me alegro de que la idea de la propia pequeñez no sea sino una reincidencia autoconsciente de la cual, en cierto modo, he conseguido inmunizarme en respuesta a una exposición periódica. A un lado, Víctor Hugo y su obra total; al otro, este engendro pedante que más que hablar parece que esputa, y que al hacer suyas las palabras de otros alcanza a conseguir ser detestado en consonancia con aquellos a los que alude, citando la parte más frívola e insustancial de sus obras. Creo haber escuchado que en un momento dado le ha dicho a la chica que le acompaña, que se ríe como una estúpida y cuyo aspecto es más parecido al de una peluquera que al de una artista, que "todos somos unos neopensantes". ¡Bendita gilipollez! Todavía me causa asombro que existan individuos que, no contentos con no saturar ni la más nuclear de las partículas (en este caso, la que se refiere al concepto de "pensantes"), traten de especializarse prefijando aquello de lo que andan precisamente escasos. ¡Neopensantes! Creo que de haber sido yo la interlocutora le habría arrojado al rostro lo que fuera que estuviese bebiendo. Y además, no olvidemos que Orwell era un traidor y un chivato. Untado y comprado por un sistema sospechosamente parecido al que criticaba en sus mediocres obras, y que le censuraba en su propio país para después, en una maniobra hipócrita, postmoderna y utilitaria, hacerle propaganda en el extranjero en respuesta a una política esencialmente expansionista y espía, bien pudo así haber triunfado. Y me pregunto: cuando un gilipollas cita a otro de su misma calaña, ¿qué es lo que se obtiene? ¿Una secuencia de muñecas diabólicas rusas? ¿Una tautología de callejón sobre la cual lo más sensato es no pronunciarse ni preguntarse nada? ¿Metaliteratura de barrio de moda al servicio de esa educación globalizada que más parece un bisoñé que un mechón de cabello natural y untuoso? ¿Material para un delirio mediocre y mediocrizante como éste que ahora me ocupa? El neopensante, que a juzgar por las sandeces que dice y en base al criterio manifestado por Doyle, debe de pertenecer a la escuela watsoniana, exhibe cual ramillete de begonias su estupidez a prueba de sabidurías pero en absoluto impermeable al sarcasmo y se crece, como se crecería un gusano con gafas ante la montaña de libros susceptibles de roedura que recién hubiera descubierto en la casa del huésped de su elección, mientras la chica se estremece, enrojece y desploma la mirada bajo el peso de las pestañas, que cansadas de sostener la del erudito papanatas se dirigen a la concreción cálida y reaccionaria de un regazo predispuesto tanto a la misa como a ese furtivo besso que parece querer escapársele de los labios estúpidamente risueños y vasallos. Si al menos fuera ella adolescente en lugar de adulta, preciosa en lugar de anodina y rechoncha, y albergase en la mirada un poso salvaje que gritara en silencio contra la superficialidad del mundo y de la conversación que por no se sabe qué conjunción de planetas regentes ceñudos se acabase de gestar, podría entender su interés manifiesto y aún sus ganas de ser catapultada por obra y gracia de un despojo elocuente como ese que tiene por mentor. Pero sus formas no me conmueven, su rostro con papada me resulta ridículo y su voz aguda y como de grillo asertivo me provoca ardor de estómago y como una especie de otitis maléfica que hace de mis tímpanos badajos desafinados de campana de iglesia. Quiero que se vayan, y que se vayan pronto. Su cháchara se me antoja compulsiva; su lucidez, la del indie recién nacido que a falta de una cultura general ha de conformarse con un tuneado de emergencia y que ante la duda, provenga ésta de donde provenga, todavía alcanza a decir, en lo que no es más que una variante urbanita de esa cortesía provinciana e hipócrita de toda la vida, que lo que dices le parece muy interesante y, ya de paso, que si has leído a tal o cuál autor de su gusto.
Mi desprecio a las personas es la proyección del desprecio que no puedo evitar sentir ante según qué facetas de mí misma. En cambio, el amor casi incondicional y del todo romántico que a temporadas manifiesto hacia aquellos semejantes míos que mejor consiguen conmoverme, tiene su origen en esa otra versión de mi más profundo yo consistente en necesitar sentirse amado a ultranza por los demás. Tal cual presento lo precedente, muy bien podría decirse que aquello que me hace aparecer egoísta y desconsiderada ante el populacho, es precisamente aquello que me vulnera y me empatiza; ya encumbrada, ya a ras de suelo; con todo aquel que me mira y se reconoce en mi gesto de desdén. Como decía mi abuelo, al que nunca conocí pero del cual, a juzgar por las declaraciones que sobre su persona y personalidad han hecho sus descendientes y allegados más próximos, cabía esperar una actitud y una fortaleza de espíritu similares a las del Clint Eastwood de Sin Perdón: es mejor tener amigos hasta en el infierno. Y muy a pecho debía de tomarse el dicho porque, según mi madre, salir con él a cualquier parte se convertía en un auténtico calvario si se tenían seis años y se pretendía llegar antes de la hora de la cena a la feria prometida desde hacía una semana. Cada dos pasos, mi abuelo se encontraba con alguien que le reconocía: con el secretario general de Astilleros que ofrecía, ayudado de un ritual de risotadas y palmadas en la espalda, una colocación instantánea a cualquiera de sus hijas, al proveedor del bar Bello (al llegar al cual, y si la memoria no me engaña, recuerdo haber tenido estrepitosos berrinches al ver denegado mi permiso para tomarme un polo de hielo cuando años más tarde, y ya con mi abuelo en el nicho correspondiente del cementerio de Mera, acudía con mi madre temerosa de anginas infantiles al mismo local que en su día frecuentaba él), al ladronzuelo del barrio que como no es malo del todo acepta algún que otro sermón conciliador y que, de ser preciso, se daría de cuchilladas con quienesquiera que fuesen sus compinches en defensa del viejo imponente que sin prejuicio ni condescendencia alguna accede cada día a estrecharle la mano, y aun a tirarle de las orejas de terciarse o de tratarse, tal vez, de su cumpleaños. Es bueno tener amigos hasta en el infierno, eso decía mi abuelo. He de suponer que tratábase de una persona bastante más pragmática que yo, pues, a pesar de lo que deducirse pueda a raíz de este retrato parcial de su actitud con respecto al mundo, he de confesar que mi abuelo mostrábase algo más rudo en según qué situaciones de su incumbencia. Él no era el tipo que, ante una injusticia racista como la que podía suponer el que un grupo de niños rechazaran al negro de doce años recién llegado a la vecindad negándose a pasarle la pelota en el parque, se quedara callado. Sin duda, él intercedería por el pequeño y aun consentiría en enfurecerse contra sus vecinos, exponiéndose al rechazo y a un posible encontronazo físico con aquellos que hasta hace un lapso considerábanle todavía un igual. Pero tampoco era aquel que, para predicar con el ejemplo, aceptara de buen grado el que la más voluptuosa y solicitada de sus polluelas accediera a bailar con un hombre de color por mero capricho. Mi tía Lourdes, sin ir más lejos, siendo la mayor y la más casquivana de las hijas y, por otra parte, habiéndose erigido en favorita indiscutible del misterioso e impenetrable anciano que le había caído en gracia como padre, recibió en cierta ocasión una bofetada por danzar, a lo largo de una de esas fiestas de barrio en que las almas rasas de la adolescencia déjanse llevar por la música y por los brebajes que a tal fin son preparados por más experimentadas almas que las suyas, con un espécimen atractivo y exótico de macho del color de la melaza que, con gran probabilidad, no sería sino aquel a quien hacía años el viejo había conseguido integrar entre los alevines futboleros de la zona por él vigilada. La integridad transformábase en hipocresía cuando de lo que se trataba era de atrincherar el redil de su propiedad. De la piedad al desprecio hay un paso, y lo que en unos es convencimiento ideológico y bondad natural, no es en otros sino una variante extraña y no del todo indigna de la tolerancia. Tolerante, sí; ¡y aun íntegro! Pero para según qué cosas. Un exceso de facilidad a la hora de hacer el bien resta méritos al ser humano, en tanto en cuanto el mérito siga midiéndose en proporción directa al esfuerzo realizado. Si el santo nace, el santo carece de talento alguno para la santidad. Si por contra, el santo se hace, la santidad no es más que la culminación de un arte que ha de caer en la tentación y en la impiedad una vez tras otra, hasta hacerse meritorio y trascender más allá de un don otorgado desde fuera.
¿A qué venía todo esto? Si vosotros, oh lectores adormecidos o extasiados ante mis líneas, no lo sabéis, menos lo he de saber yo, que no soy más que una practicante de pacotilla con tendencia al autoanálisis. Conclusiones: quiero ser mejor que Victor Hugo. Quiero ser mejor que cualquiera de los hombres. Quiero ser mejor y, a lomos de esa quimera infantiloide y megalómana, os reto a que tratéis de hacer naufragar mi montura. La pobre es novata y tiende a precipitarse a los abismos, así que ¡os insto! Impedid a toda costa que remonte el vuelo y seré toda vuestra, pequeñita, desmenuzada, con el puñito apretado de propósitos y las aspiraciones del tamaño de catedrales de las que amilanan. Aprovechad, aprovechad antes de que enloquezca y ya no sepa lo que me diga ni lo que me haga para siempre jamás de los jamases. Jamás de los Jamases no deja de ser buen nombre para un fraile...
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