domingo, 10 de agosto de 2008

Nabokov, Proust y otras locuras

Imagina que nos encontrásemos una cartera, y que en esa cartera hubiera, además de cien o doscientos euros, una tarjeta con el teléfono de un tal León Curvas Cuervo, director ejecutivo de la discográfica Lupanar Breakfast in Laponia (por mí inventada para esta honrosa y lujuriante experiencia de transmitirte por escrito mis más mejores pensamientos de lunes por la mañan(a)(ita) –tómese la desinencia que mejor se corresponda con el humor transitorio de cada uno).
¿Qué haríamos, amor? ¿Quedarnos con el dinero y corrernos una juerga de escándalo, entregarnos a un derroche romántico de órdago, descerrajarnos el cuerpo en la calle a la par que proclamamos el imperio hedonista de ese hijo nuestro imaginario y dionisíaco que tan conmovedor resulta en sus declamaciones (No son estas tierras las que os he pedido, marineros. No es esta costa la que me habéis prometido. ¿Por qué acción he merecido este castigo? ¿Qué gloria es la vuestra si siendo jóvenes engañáis a un niño, si siendo muchos a uno solo?)? ¿O por el contrario haríamos un esfuerzo sobrehumano y en todo opositor a nuestra naturaleza desaforada, y con la esperanza de obtener una oportunidad en ese universo hostil que es la escena independiente nacional, probaríamos a devolverle al potencial mecenas su cartera en plena integridad de documentos, recuerdos personales y valores en metálico? ¿Y en tal caso, como lo haríamos? ¿Aprovechando la dirección de email que tan oportunamente vendría incluida en la tarjeta, o llamándole por teléfono? Mi imaginación aventurera me impulsa a decantarme por el comunicado escrito, quizá por ser éste el plano lingüístico en que mejor y con más soltura me desenvuelvo, y porque ofrece a mi entender más posibilidades dramáticas. Me explico: podríamos por ejemplo, en lugar de aludir a la devolución de la cartera apelando a nuestro papel de buenos y solidarios samaritanos, pedirle un rescate por ella con un mensaje incitador de esos que tan bien nos salen y que tanto disfrutamos elaborando. En nombre de la extravagancia y cayendo, no digo que no, en el error de siempre de suponer en nuestros semejantes un núcleo interior de intensidad equivalente al nuestro, podríamos intentar un asalto al estrellato vía pirata, por medios ligeramente criminales (pues dudo de nuestra capacidad para, a pesar de todo lo que nos sugiere el destino fugitivo del bandido, llevar a cabo y en perjuicio de alguien fechorías mayores). Le podríamos chantajear, así como medio de coña, con el tema de la cartera. Columpiando con palabras equívocas su duda acerca de la seriedad de todo el asunto, conquistaríamos su atención y estimularíamos en su interior ese afán por lo trepidante y lo inesperado del que peca, en mayor o menor grado, cualquier ser humano que se precie.

Supongo que todo esto se me ha ocurrido a raíz de ponerme a considerar la sequía monetaria que se nos avecina esta semana. Al final va a ser cierto eso de que todo ocurre para bien, y de que las penurias (hiperbólico) y las necesidades insatisfechas ofrecen material de primera para esa hoguera pequeñoburguesa y mistificada que es la sublimación. Porque, ¡qué cojones! Nabokov era un puto (envidiosa) aristócrata que, aunque pasó por años de exilio voluntario y por toda esa clase de detalles que tan bien quedan en las biografías, no tuvo en realidad que preocuparse por ninguna de las necesidades que pugnando por satisfacerse nos golpean el pecho a día de hoy: educación privilegiada, sibaritismo y voluptuosidad familiar, intimidad, variedad vital, riqueza estimular. ¡Joder! Viviendo en una mansión en primera línea de bosque russo y gozando como gozaba de todas las gratificaciones de la vida acomodada, ya podía escribir como escribía y, sobretodo, ver como veía. ¡Qué gran observador de la belleza es Nabokov! Ese rasgo, que comparte –aunque en otro sentido- con Proust, es lo que le hace tan buen deor de intensidades, tan magnífico pintor de escenas familiares a la propia sensibilidad.
La diferencia entre Proust y Nabokov es que Proust veía y escribía como un viejo (maravilloso, sí, pero viejo al fin y al cabo) y que Nabokov veía como un joven pero escribía como un viejo. Así, la elección de los temas en Nabokov (las cosas en que se fija y que en su literatura son motivos recurrentes) se corresponde con la que haría un adolescente, o quizá un joven, y sin embargo su lenguaje y sus modos de reflejarlo son los de un viejo (con esa infinita paciencia que se trasluce de la consideración milimétrica del detalle en lugar de con la impetuosidad evacuadora del artista joven que se manifiesta). Esto es, a mi entender, lo único de lo que, aun debiendo pecar, no peca su literatura: de una chispa de juventud, de un arrebato surgido del desaliento, de un naufragar a ciegas por las simas literarias en pugna por la expresión magnífica de ese hipido de condena al mundo que, precisamente por inmaduro y desvergonzado, se come con patatas la sutileza embellecida del artista anciano que mira su vida en retrospectiva y sin radicalismo alguno. Supongo que esa es la razón de que la literatura de Nabokov, de manera inversamente proporcional a la de Miller, nos vapulee el ego más que nos conmueva. La literatura del ruso es tan vivificante, tan pulida, tan esplendorosa, que el afán por la perfección nos hace (me hace) obviar las carencias de su obra. Ese enceguecimiento viene ayudado por el hecho de que la visión del autor era la de un joven. La proximidad de los temas, los nexos con mi propia vida, los nodos de identificación son tan numerosos, que confundo vista con lo que escritura es y me convenzo de que Nabokov tiene exactamente la prosa que a mí me gustaría tener. Con Proust esto no me sucede, claro. Su prosa arquitectónica y exhaustamente perfecta no hace más que confirmar el hecho de que su visión era la de un viejo. ¿Y acaso nosotros le envidiamos algo a los viejos? Está claro que no, que nuestro espíritu es tan endiablada y persistentemente joven que, cuando envidiamos, envidiamos siempre desde la regresión y con el afán de alcanzar alguna clase de inmortalidad detenida en la adolescencia. Queremos la lucidez de una esfinge, pero la queremos en cuerpo de niño. La plasmación artística a la que aspiramos es a la de una dominación absoluta de las formas (próxima a la perfección estática del viejo genial) que se vea constantemente contaminada por el ardor juvenilmente radiactivo de nuestra experiencia vital (al estilo del Miller más enfurruñado y malhablado y del Rimbaud más eufórico y carnavalesco que imaginarse puedan).

No hay comentarios: