viernes, 27 de agosto de 2010

Dies Irae


¿Quién necesita una dama de hierro poseyendo, como yo poseo, tan infalible repertorio de torturas? Tras descender a los abismos de la nostalgia y entregarme durante unas horas al viático venenoso de la furia asesina, he retornado, impertérrita en mi pose de predador omnisciente, al bálsamo engañoso y escualo de la sonrisa oblicua de pómulo alzado. La furia es algo en verdad ponzoñoso cuando, en lugar de a un estallido múltiple y letal, se cede a una contención de lenta y pesadísima digestión. El corazón se agarrota en una presa eléctrica como un calambre y la respiración, que a duras penas se abre paso a través de la masa pulmonar, adopta el siseo sibilante de una serpiente estrangulada. La imaginación, atravesada por imágenes de asesinato que son como hordas estériles y mercenarias, se retuerce como un bicho que no sabe si gemir de dolor o de placer perverso ante los latigazos que en su frenesí gusta de autoinfligirse. La cordura de la razón es rechazada, las veces que sea preciso, en un intento monstruoso por alcanzar alguna suerte de homeostasis tóxica, y el agotamiento, que incita a la calma y a la indiferencia reparadora, es ignorado por un cuerpo cuya musculatura se reduce a una contorsión grotesca. Cuando la furia toma posesión de un Hombre no puede sino esperarse a que el aburrimiento haga mella. Toda concentración monográfica implica una entrega que en ocasiones, en base a la dificultad inherente a cualquier clase de concentración, conlleva una pérdida progresiva del sentido de la obsessión primaria. Como cuando uno se pone a llorar por algo muy concreto para al poco tiempo descubrirse llorando por todo en general y, al rato, percatarse de que se están apretando los párpados en un intento por forzar la emanación y continuar en un estado en el que, por alguna razón absurda, hemos llegado a sentirnos a nuestras anchas. Así como la tristeza otorga, a medio plazo, una especie de orgullosa comodidad, con el sentirse furioso ocurre algo parecido. Pero dicha comodidad sólo es posible a medio plazo, pues en cuanto la emocionalidad ha perecido por efecto del tiempo o del agotamiento se recupera la consciencia y, con ella, la consciencia de Absurdo.
¿Acaso no sucede con nuestro sentido más primitivo algo muy similar? El olfato, al igual que nuestras más atávicas emociones, se desgasta por sobreexposición. Sensualismo perecedero e inmediatez utilitaria. Permanecer en contacto con una fuente que ya no es capaz de, por sí misma, incitarnos a estados o percepciones novedosas, no es más que una cronificación desprovista de significado de algo que en sus inicios (quizá) lo tuvo o, si se prefiere, una variante masoquista y enferma de la masturbación que en lugar de con un orgasmo culmina con una marea de insensibilización. Inútil, asquerosa y retorcida complejidad humana.
La furia se evapora, como por un agujero barrenado a la altura del corazón y con un siseo que recuerda al de un balón de playa perdiendo aire, sin otra pena ni más gloria que la de haberte mantenido embebido en un espejismo de pesadilla el tiempo que a tu cuerpo se le haya antojado resistirse. De repente te despiertas, miras a tu alrededor y, tras darte cuenta de que los colores de las cosas parecen algo desvaídos y de que las ganas de aplastar cráneos han cedido paso al impulso de pedir perdón hasta por la propia existencia, te zambulles en una convalecencia resacosa de la que sólo te saca un polvo o una buena siesta. Cosas que te evadan, de nuevo y en definitiva, de tu mísera y vergonzosa humanidad. Quien nos entienda, que nos robe.