miércoles, 29 de octubre de 2008

Todos los perros van al cielo

Y por fin, después de una semana de carestía económica, vuelvo a tener en mi poder el presupuesto suficiente como para dedicarme al registro de pensamientos desde bares sin que el temor a que no me llegue el dinero por desconocer el precio de la copa característico del lugar me impulse a escapar calle arriba colmada de furia y con la frustración de un infante, dispuesta a pagar mi desidia con la primera persona que se me cruce en el camino de vuelta a casa. Me estoy tomando un vodka tónica y una ración de pistachos más que considerable. ¿Almendras o pistachos?, me ha preguntado el viejo a cargo del antro en que me encuentro (que además de pertenecerme por derecho a fuerza de frecuentarlo un día sí, y otro también, es un recinto de cuatro paredes al que no sé muy bien por qué asocio la inspiración con que me codeo últimamente). Me da igual, le he respondido. Igual no te puede dar, porque el sabor es bien distinto. Vale, de acuerdo, pues pistachos. ¡Ah! Si ya sabía yo que lo mismo no te daba. Pues no, la verdad. Pero ya se sabe, la cortesía estúpida que impulsa a los seres humanos a comportarse como si le debieran algo a alguien, y que en casos extremos llega a patologizarse en síndromes de Estocolmo y enfermedades varias relacionadas con la dependencia y con la sorpresa ante la amabilidad inesperada del que ha de secuestrarte, o de cobrarte, según el caso.

El otro día, antes de quedar con nadie, me escapé al parque que hay al lado de mi casa. El parque en cuestión es un espacio relativamente pequeño de arena y cemento en el que niños y perros alternan su entretenimiento con una armonía que, ahora lo sé, sólo es posible entre seres inconscientes de su propia consciencia. Entre seres desvergonzados, quiero decir; entre seres que hacen lo que les place y a los que una reprimenda no les supone más que adoptar una apariencia compungida de cabeza gacha y ojos de cordero. Aunque lo que habitualmente recibo cuando, impulsada por mi devoción animista hacia los animales, acudo a ese parque a intentar trabar conocimiento táctil con los ejemplares caninos que más atractivos me resultan, es una indiferencia soberana y aun insultante hacia mi persona, lo de la otra tarde constituyó la excepción que hace interesante a toda regla que se precie de no serlo en absoluto. Nada más poner un pie en el camino central de baldosa que araña el parque de norte a sur, una algarabía de perros de lo más variado se dignó recibirme con un estruendo eufórico de ladridos, lametazos, amagos de salto y aproximaciones a mi cara que, he de reconocerlo, me imbuyó de un orgullo difícil de transcribir en palabras. Un bull- dog blanco y precioso me encharcó de babas los bajos bordados de mi falda negra semi- larga, un cachorro torpón y desmadejado de pastor alemán (de esos que avanzan a zancadas desproporcionadas y parecen tener bajo las patas muelles en lugar de almohadillas) me ofrendó el tesoro de un palo nudoso apretado entre sus fauces que, al tratar de apresar entre mis manos, retiró juguetón en un tira y afloja de lo más infantil y asilvestrado; un perrillo miniatura rebelde que ignoraba soberano y a sabiendas los reclamos histéricos y humillados del ser humano de su propiedad que lo perseguía indignado y escandalizado ante su desobediencia, se empeñó en escoltarme a lo largo del paseo y en treparme al regazo cada vez que me daba por aposentarme sobre la madera mugrosa de alguno de los bancos desperdigados a izquierda y derecha del camino central. Yo sólo podía contemplarlos y sonreír para mis adentros, pues en media hora había quedado con Chechu y sentía que el recibimiento del que me había hecho objeto tan pintoresca conjunción de felices criaturas constituía toda una ofrenda en materia anecdótica para mi amor. Cuando permanecemos en ese parque sentados el uno junto al otro y yo intento, sin que ninguna de sus advertencias en contra consiga hacerme desistir, llamar la atención de alguno de los animales que me agradan con silbidos, chistadas y un sonido característico inspirado en la película ¡Un, dos, tres, splash! que aprendí a ejecutar hace años a fuerza de masacrarme la garganta con inspiraciones de aire hacia dentro, él me reprende severo e impulsado por una timidez encantadora con respecto a los dueños de los animales:

- ¡Iria, sabes que me encantan los perros, pero no sus dueños!

Y la verdad es que tiene razón. Los amos de los canes son encarnaciones de la más soberana estupidez. ¡Ven aquí, Laika! ¡Tyson, no toques eso! ¡Lúa! ¡Gato! (todos nombres reales, lo juro). Si tuvieran hijos, que no los tienen, se comportarían con ellos de la misma manera en que lo hacen con sus mascotas. ¡Con el gusto que causa contemplarlos correr alocados y sin preocupación alguna por entre los arbustos y las piernas de las personas! ¿Por qué llamarlos tanto, por qué educarlos hasta la extenuación? Que se muerdan, que forniquen, que echen carreras, que den coba a los extraños... ¿a quién deberían importarle semejentes manifestaciones de la libertad? En ocasiones pienso que las personas que se comportan así con sus perros lo único que están haciendo es ejercer con criaturas inferiores la autoridad que no pueden imponer a sus semejantes. Eso me hace plantearme hasta qué punto estamos capacitados para educar a un recién nacido, ya sea humano o animal, y en qué grado esa incapacidad nuestra podría o no podría ser beneficiosa para él.

En el parque, en cambio, hay una mujer que nos tiene enamorados. Es la dueña de un chuchillo feúcho y sin pedigrí cuyo nombre, pronunciado cantarinamente por su ama, no llegamos a descifrar pero sabemos que incluye al menos una a y una o (en ese orden). La mujer es una vecina del barrio de toda la vida, medio retrasada y gallega de nacimiento, que siempre me pregunta por mi abuela a gritos de acera a acera de la calle:

- ¿¡¡¡¡¡Y qué tal mi paiiiisaaaana!!!!!?

Es una mujer bigotuda de unos cuarenta años con el pelo corto y canoso, vestida con mandil de campesina y zapatos de esparto, que se comunica a voces por el vecindario sin pudor ni consciencia alguna de las burlas que suscita. Su madre, una obesa de más de ciento cincuenta kilos, la explota desde que era adolescente con la excusa de una inmovilidad que sólo es tal porque así lo ha querido ella desde que supo a su hija cualificada para la tarea de esclava. Todas las tardes, a la misma hora, acude al parque con su perrillo para sentarse en un banco y dedicarse, con esa entrega de la que sólo los niños y los locos de remate son capaces, a llamar la atención de todos y cada uno de los canes que interceptan su visión. Y lo curioso es que lo consigue, la muy genia. Todo perro, ya sea pequeño o grande, hostil o amigable, pasota o entregado, se presta al juego interminable de pasar una y otra vez por el túnel de sus piernas abiertas y sin depilar, mientras ella ríe a carcajadas y los va rebautizando con una falta de criterio que quizá sea azarosa sólo en apariencia. ¡Pepa! ¡Lola! ¡Manolito! El caso es que es a ella, y no a sus amos, a quien los perros hacen caso. Aunque ni siquiera conozco su nombre, si algún día muriera me gustaría ir a su entierro (y con eso creo que lo digo todo).

Cambiando de tema, la semana pasada se me ocurrió que si llegara el Apocalipsis y Dios bajara de las alturas para confesarme, ante toda una multitud expectante, que debido a todas mis malas acciones y desconsideraciones para con la humanidad mi destino es el infierno, yo le contestaría lo siguiente:

- Si he de bajar al infierno, quiero hacerlo en tobogán. A poder ser con loopings y con Dazed and Confused atronando los subterráneos. Y si no no hay trato, colega. Así que aquí dejo un enlace, para los posibles ignorantes que no sepan de qué canción hablo, que espero les ayude a imaginar el modo en que este tema debe de sonar entre llamas y ya sin esperanza alguna de redención.

Chechu: te quiero.

lunes, 20 de octubre de 2008

Cuestión de estilo

Estoy sola en Madrid y me siento eufórica, esa es la verdad. Cuando pienso en el número de veces que por hastío, cobardía o falta de ideas a secas, he renunciado a esta soledad fructífera y plena que tanto bien le hace a mi cabecita lastrada de rutinas, me entra una mala hostia conmigo misma que si el ángulo me fuera más propicio y no hubiera tanta gente mirando me abofetearía hasta dejarme marca en la mejilla.

Pero me siento bien, y lo de abofetearme hasta la extenuación no pasa de ser un recurso literario más con que dotar de efectismo al contenido misterioso y en ciernes de este ejercicio de calentamiento previo a cualquier cosa.

Releyéndome a saltos y trompicones por contextos bloguísticos, foráneos y novelescos me he dado cuenta de que ya soy poseedora de un estilo literario determinado. Después de tanto mitificar la utopía del estilo, y de romperme la cabeza intentando averiguar si lo que mis textos tenían en común consistía en algo más profundo que un deje similar de trazado y redacción formales, he llegado a la conclusión de que eso es precisamente el estilo y de que, para bien o para mal, he adquirido las suficientes adicciones lingüísticas como para que alguien mínimamente sagaz pudiera atribuirme la autoría de un fragmento cualquiera rubricado desde el anonimato.

Entre esos malos vicios, se incluyen algunos bastante graciosos:

- La producción de frases ultralargas que ponen a prueba la paciencia de lectores profanos y/ o acostumbrados al estilo entrecortado de la literatura underground que promocionan con tanto empeño la FNAC y otros antros similares de consumismo cool (pronunciado cuuUUUuuL, como si te estuvieras corriendo de gusto e-pod en mano y escuchando a los Strokes tras la protección estética ultragenuina de unas gafas de pasta negra compradas en Miss Sixty - ¡puajjjjjjj!). A mi estilo, en este sentido, lo han calificado de rococó, renacentista (¿¡renacentista!?), churrigueresco, enrevesado, complicado, excesivo, anticuado y rebuscado. Me parece bien.

- La utilización de la doble s en determinado tipo de palabras (especialmente las que derivan de los verbos bessar y dessear), que ha llevado a algunos individuos imaginativos en exceso a descubrir mensajes subliminales nazis en textos que cojeaban, si acaso, de todo lo contrario. En fin, el postmodernismo llevado al extremo del absurdo. ¿Por qué la doble ese? Pues porque mi besso y mi desseo no son en modo alguno el beso y el deseo que pululan por ahí en bocas y manos incapaces, a mi entender, de experimentar semejantes osadías del pecado. La esse marca la diferencia entre el extracto y el sucedáneo, eso es todo. Por lo demás, y dependiendo del día, sí que descubro en mis fueros internos ciertas tendencias nazis, y aun judaicas. ¡Esa avaricia, esa avaricia irrefrenable que me come!

- El empleo vicioso y compulsivo de ciertas palabras y construcciones lingüísticas que, he de reconocer, me avergüenza sorprender en la gran mayoría de textos pertenecientes a una misma época. A mí mente acuden algunos ejemplos que, como si sirviera de algo, evidenciaré con la única intención de hacer notar mi consciencia sobre el tema: "calibre semejante", " junto a otros muchos", "a pesar del/ de la ya de por sí", "yo, que a los X años", "que tan sólo unas semanas/meses/años más tarde y debido a", " por aquel entonces", "a prueba de", "ese (adjetivo) (sustantivo) del que muchas cosas se ve (verbo en participio pasivo) a (verbo en infinitivo)" [esa fingida despreocupación del que muchas cosas se ve obligado a ocultar, sin ir más lejos]... En ocasiones me pregunto si no tendré una plantilla modélica en mi cabeza con un determinado número de palabras, y si mi talento no consistirá acaso en cambiar el orden de dichas palabras tantas veces como me sea posible hasta el advenimiento de la sequía periódica e inevitable. La literatura como macroanagrama, y la esterilidad artística como período de regeneración entre macroanagramas determinados. Por eso es posible hablar de un primer y de un segundo Wittgenstein, supongo. La madurez intelectual no es más que un cambio de plantilla que hace posible la creación de anagramas novedosos.

Vaya con las ralladitas que me marco, ¿no?

¡Bah, no tengo ganas de escribir más! Me marcho a patear las calles.

sábado, 18 de octubre de 2008

ARDIS HALL (capítulo 2: ¡Hi Hoo, Silver!)


Fernando guardaba en su garaje, junto a otros muchos cachivaches, una bicicleta plateada de trial de la marca Torrot cubierta de óxido y una Mountain Bike color verdeagua de chico. Yo, que a los doce años todavía no sabía montar en bici, me moría de envidia cada vez que les veía partir sobre dos ruedas rumbo a cualquier parte y tocando la bocina. Fernando, que no era ajeno a este sentimiento y que por aquel entonces ya bebía los vientos por mí, me dijo una mañana al verme aparecer bajo la persiana del garaje:
- ¿Sabes lo que voy a hacer hoy, guapita de cara?
- ¿El qué?
- Enseñarte a montar en bici, que ya va siendo hora.
- ¡Vale!
Así que nos fuimos a la pista de cemento en que estaba situada la canasta de baloncesto y, aprovechando la soledad que nos reportaba el ser los más madrugadores del edificio, comenzamos con nuestras clases.
- Es mejor que empieces con la Torrot, que es más bajita, porque en la otra te va a costar llegar a los pedales.
- Bueno, me da igual, porque de todas formas me gusta más el plateado que el verde.
- Genial.
Me subí a horcajadas sobre esa Torrot menuda y argentina que, tan sólo unas semanas más tarde y debido a la lectura apasionada de It que realicé a lo largo de muchos días de playa, me gustaría por motivos más profundos que los que me llevaron a aceptarla en un principio, y me quedé suspendida sobre el sillín esperando instrucciones.
- A ver, antes que nada: tienes que mantener los pedales en movimiento para que la bici no vuelque. Sobre todo al girar, pero primero vamos a ver que tal vas en línea recta.
- ¿Me vas a sujetar?
- Sí.
Agarrándome por las hebillas de mis eternos shorts de estampado floral y dando un pequeño empujón al metálico caballito, me ordenó pedalear. Me dio tiempo a avanzar unos cuantos metros antes de naufragar por la derecha y caer en sus brazos indefensa y partiéndome de risa.
- Venga, otra vez.
Al cabo de una hora, sabía mantenerme en equilibrio y tomar las curvas con una sola mano. Como hacen los padres con sus hijos pequeños, soltó la bici sin que me diera cuenta en el momento en que más confiada me percibió, llamándome desde la distancia para hacerme consciente de mis logros:
- Hale, guapita de cara, ya sabes montar en bici.
Del susto que me llevé me fui de cabeza al suelo, pero estaba tan contenta por haber aprendido a manejar lo que en aquel momento era para mí un verdadero artefacto de poder e independencia que, aunque rasguñada en codos y rodillas, me levanté al instante para lanzarme a sus brazos y comérmelo a bessos de agradecimiento.
- De todas formas mejor que practiques por aquí antes de salir a la aventura, porque con lo kamikaze que eres acabarás partiéndote la crisma contra un coche.
- Bueno...
La historia de cómo aprendí a montar en bici tiene importancia en relación a la llegada de Charlie, ese otro amor de verano que sin alcanzar, ni de lejos, la trascendencia que alcanzó Fernando a lo largo de los años, fue sin duda un punto de inflexión en mis ritos iniciáticos de adolescencia. Íntimo amigo de Verito, que por aquel entonces contaba un año menos que yo y lucía en su rostro ojeras perpetuas de vampiro, Charlie era un muchacho larguirucho y desgarbado que se veía obligado, a causa de una miopía extrema, a usar esas gafas de topo que empequeñecen los ojos hasta transformarlos en meras rendijas de sospecha. Poseedor de una sensibilidad nada habitual es un niño, y con ese aspecto de ratón de biblioteca que tanto me perturbaba por aquel entonces, Charlie atrajo mi atención enseguida. Y como la atención amorosa es una cuestión de absolutos, cada minuto de más prestado a Charlie era un minuto menos compartido con Fernando, que no tardando en advertirlo comenzó a sufrir los que -según él mismo reconoció años más tarde- serían los primeros ataques de celos de su vida.
A Charlie, al igual que a mi, le apasionaba la bicicleta. Encandilado con mi presencia tanto o más de lo que yo lo estaba con la suya, se convirtió en el tercer madrugador del edificio durante la quincena que permaneció como invitado de honor en casa de Verito. Cada mañana nos encontrábamos los tres bajo el árbol del que pendía el columpio y, hasta que no salió a colación el tema de las bicis, todo fue más o menos bien. A los dos días, Charlie y yo habíamos pasado de mirarnos de reojo y a espaldas de Fernando a hacerlo de frente y sin ocultación alguna. Era increíble el tiempo que podía pasarme enganchada a sus ojos, e increíble era también su falta de pudor a la hora de manifestarse a mi favor. Yo tenía, entre otras malas costumbres estivales, la de alimentarme a base de flores y hojas silvestres, y él, que demostraba una apertura de mente por completo acorde con sus inclinaciones sexuales, me secundó también en esta estrambótica afición. Si yo me perdía entre las hortensias, examinando con atención cuidadosa cada capullo o racimo de pétalos multicolores y volteando entre el índice y el pulgar los ejemplares de cada especie que más apetitosos se le antojaban a mi extravagancia, él me perseguía en silencio respetuoso por las frondosidades del jardín imitando, con una glotonería que sólo era fingida en sus tres cuartas partes, mis maniobras gastronómicas sobre las plantas. Y así, de triunvirato evolucionamos a dueto trocando la permanencia estática en el prado común por paseos interminables en bicicleta que nos llevaban, en trémula y armónica soledad, a echar carreras enloquecidas carretera arriba y a perdernos, como por casualidad, entre acantilados escarpados que nos forzaban a caminar cadera contra cadera y a arrastrar entre las ortigas el peso muerto de nuestras bicicletas.
A lo largo de uno de esos paseos nos hicimos la promesa, incumplida hasta la fecha, de emprender algún día un viaje en Mountain Bike por el continente australiano. Fantaseábamos con los obstáculos que podrían presentársenos a lo largo del camino y especulábamos con los víveres y avituallamientos que habrían de sernos necesarios en una aventura de calibre semejante. Mientras tanto, Fernando, permanecía en el edificio maldiciendo el instante en que se le había ocurrido enseñarme a montar en bici y haciendo recaer sobre la persona de Charlie todos los rencores y malos desseos que torturaban su mente de adolescente ultrajado. De todas mis traiciones esa fue la segunda en importancia, pues la primera no habría de perpetrarse hasta cuatro años después y a raíz de una ocurrencia irreflexiva que me impulsó a llevarme a mi novio de por aquel entonces al contexto inviolable que constituían Valdoviño y la totalidad de sus habitantes. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Hasta la llegada de Charlie, Fernando era el dueño de mis mañanas, mis noches y mis tardes de playa. Aunque fingíamos pelear y estar a la gresca el uno con el otro, lo único que buscábamos era una excusa para tocarnos sin levantar sospechas. En ocasiones se nos iba la mano, y lo que empezaba como pretexto se iba poco a poco transformando en un fin en sí mismo. Yo me pasaba, Fernando me la devolvía por triplicado, y de repente nos descubríamos odiándonos y desseosos de partirnos la cara. La mayoría de las veces, sin embargo, lo único que hacíamos era jugar al juego de la seducción con la libertad que aportaba el hacerlo pasar por otro juego diferente.
Una de esas tardes de playa, y ya con Charlie integrado en el grupo, se nos ocurrió ir a pasear al lago. El lago era un brazo de mar que se adentraba en la parte izquierda de la costa, ensanchándose hacia el final en un remanso de agua tibia y en calma al que iban a revolcarse los perros y las madres con sus bebés. A medida que se avanzaba hacia el mar, las aguas se hacían menos profundas y una capa de fango comenzaba a formarse sobre el suelo. Fernando, Charlie y yo, junto a otros cuatro niños borrachos de sol y arena, nos adentramos por allí con la esperanza de que la novedad de aquel plan incrementara un poco más si cabe nuestro ya de por sí eufórico ánimo. Yo, en lugar de intentar derribar a Fernando, o de entretenerme lanzándole pegotes de lodo a la cara, elegí pasar el rato arrastrando por el agua el cuerpo de Charlie, que se hacía el muerto alegando estar muy cansado y estirando un brazo hacia atrás para aferrar mi mano escurridiza y mojada. Fernando caminaba unos pasos por delante, echando breves miradas por encima del hombro y acelerando el ritmo cada vez más. Esa noche, fue la del incendio.
Después de volver a nuestras casas para ducharnos y cenar, y no sin antes habernos limpiado con esmero de todo rastro de arena delator de nuestras visitas a la playa - la cual, por dar a mar abierto y constituir un peligro para los más pequeños, nos estaba rigurosamente vetada-, salimos al prado común como venía siendo la costumbre desde hacía una quincena. Antes de encontrarnos todos reunidos, se desató un incendio en la parte más alejada del campo de trigo que rodeaba el edificio y, por una vez, interrumpimos nuestro eterno juego del escondite para quedarnos absortos y como hechizados ante las llamas que se elevaban en el horizonte como dragones furiosos de color naranja. Permanecimos embebidos en la contemplación del fuego durante todo el tiempo que éste tardó en extinguirse, compitiendo por ver quién era el primero en visualizar un helicóptero y haciendo apuestas millonarias sobre las posibilidades de apagarlo antes de que llegara al edificio (cosa que, con tal de no irnos a la cama, desseábamos que ocurriera a toda costa). Charlie y yo parecíamos dos niños siameses aferrados por la cintura frente al resplandor, masticando hojas y bayas del arsenal que llevaba en mi bolsillo y disfrutando, a pesar de la presencia del resto o precisamente gracias a ella, de una intimidad silenciosa, profunda y cargada de secretos.
A la mañana siguiente, Charlie tardó un poco más de la cuenta en amanecer y Fernando y yo pudimos disfrutar de nuestro primer momento a solas desde hacía varios días. La pregunta no tardó en materializarse:
- A ti te gusta Charlie, ¿verdad?
- ¿¡¡Quéééé!!??
- Que si te gusta Charlie.
- Me cae bien, nada más.
- O sea que te gusta.
- ¡¡¡¡Nooo!!!! (pronunciándolo con ese tono cantarín que baja hacia la aseveración rotunda en la penúltima vocal para, casi por sorpresa, remontar hacia arriba en un derroche de agudos pillados in fraganti).
- Pues está claro que a él sí le gustas tú.
- Bueno, ¿y?
La última tarde que pasó Charlie entre nosotros decidimos ir al cine a ver Godzilla. Como en la zona de playa no había salas de proyección, tuvimos que coger un autobús de línea hasta Ferrol en la parada del centro comercial de Valdoviño después de negociar con nuestros padres durante horas, y con la excusa de que Fernando nos acompañaba, las condiciones de tan arriesgada expedición al centro de la ciudad. El grupo lo integrábamos Jorge, el hermano pequeño de Verito; Ruth, que años más tarde estrenaría sus labios de virgen en la persona de mi primo; Olalla, que además de gordita y pizpireta era otra nínfula en potencia con sus propios ardores y escándalos secretos; Iván, un amigo de Fernando que en Semana Santa me había pedido salir y que en verano se encontró, a pesar de mi inicial correspondencia, con una indiferencia soberana y aun despreciativa hacia su persona; María Estrella, una recién llegada a la urbanización que bebía los vientos por Iván y que había sido camelada por éste en un intento patético e inútil por despertar mis celos; Manuel, alias Manoliño Mera y Pico de Plátano, que además de poseer una nariz hiperbólica y un carácter cateto en demasía había recibido calabazas de mi cosecha el mismo día en que Iván había logrado seducirme, fraguando tras la humillación sufrida y a lo largo de todos los agostos que veraneé allí un odio intenso por todo lo que con Madrid estaba relacionado; Verito, Charlie, Fernando y yo.
El reparto de asientos en el cine fue realizado con esa azarosidad aparente que culmina en catástrofe para casi todos y en regalo del cielo para unos pocos afortunados (entre los cuales y gracias a ciertas maniobras tácticas de posicionamiento Charlie y yo estuvimos incluidos aquel día). El orden fue el siguiente: Jorge, Fernando, yo, Charlie, Iván, María Estrella, Olalla, Ruth y Manuel. Mientras Fernando le tapaba los ojos a Jorgito para que no viera las efusiones que Iván y María se prodigaban a tan solo cuatro butacas de distancia, Charlie y yo sometíamos nuestros dedos y antebrazos a una fricción sutil y espaciada en el tiempo que hizo que, de la película, nos enterásemos de más bien poco. Recuerdo el contacto ocasional del brazo derecho de Fernando, y el intercambio breve y más bien seco de miradas que de reojo nos dedicábamos cuando esto ocurría. A la salida del cine, y tras la confirmación digital de romanticismos y demás sublimaciones del desseo, yo había perdido parte de mi interés por Charlie y volvía a estar centrada de lleno en ese pelirrojo zurdo de preciosas piernas con el que tantas cosas me quedaban todavía por vivir.
Reproduciré ahora una conversación que años más tarde, y ya sin nada pendiente entre nosotros, Fernando y yo mantuvimos:
- A ti te gustaba Charlie, ¿verdad?
- Pues sí. La verdad es que estaba loca por él.
- Sí, era tu tipo.
- ¿Qué quieres decir con mi tipo?
- Alto, moreno, delgaducho, con gafas, rarito...
- ¡Jajajajaja! ¿Todavía estás celoso?
- Sí. Es algo que me jodió inmensamente. Si al menos hubiera sido mayor que tú, lo habría comprendido... ¡pero me diste de lado por un niño de apenas doce años!
- ¿Cuándo me ha importado a mí la edad? Además, fue sólo un capricho... Ya sabes, sentirme correspondida y esas cosas.
- Y una mierda, Él te gustó de verdad. No sé durante cuánto tiempo, pero sé que te gustó. Un capricho fue Iván.
- Sí, pues bien que me dijiste celoso perdido cuando se suponía que yo estaba con Iván que si me gustaba, no le besara. ¡Vaya consejo más interesado!
- ¿Y me hiciste caso?
- No le besé nunca.
- Sabes que no soy una persona celosa. Pero contigo es diferente... es tan fácil perderte.
- ¡No es fácil perderme, al contrario!
- Sí es fácil perderte. Un día estás, y de repente te alejas. Tu cuerpo permanece, pero tu mente vuela lejos. Eres agotadora, guapita de cara.
- Sí, pero te quiero.
- Vete a la mierda, puta.

domingo, 12 de octubre de 2008

ARDIS HALL (capítulo 1)


Hoy me encuentro, para variar de musa, en un lugar que no es testigo del nacimiento de mi novela buena, sino que lo es del de aquella otra que de vergüenza de sí mutó en cuento corto. Lo bueno de este sitio es que a pesar de hacer meses de mi última visita, los camareros se acuerdan a la perfección de aquella estudiante de cabello oscuro y mirada trémula que pasó aquí más tiempo del que en realidad podía permitirse, ataviada como para la aventura y tras la luminosidad blanquiazul de un portátil desplegado cual mariposa sobre la mesa de madera. Y como se acuerdan a la perfección, además de atenderme enseguida me facilitan la clave del módem y me dan de comer sin que tenga que pedírselo. Así que aquí estoy, conectada y a rebosar de atenciones, invocando el contenido del texto presente sin que nada venga a perturbar la concentración que requiero para manifestarme.
Recuerdo, casi como si hubiera ocurrido ayer mismo, la sensación que me embargaba al jugar al escondite cuando tenía doce años. Era más un entretenimiento bélico que una ociosidad infantil, y así lo atestiguaban los hematomas y las heridas que decoraban mi epidermis desde los codos hasta más abajo de las rodillas. Cuando permanecía oculta entre las zarzas, o a lo largo y ancho de ese campo de trigo cuyo acceso y disfrute nos estaba rigurosamente vetado por nuestros padres, la emoción que me invadía pertenecía más al rango de la supervivencia que al de la diversión. Los recovecos de oscuridad y las escapadas al trote entre la maleza no eran más que excusas que nuestra consciencia vapuleada por la culpabilidad inventaba, con el fin de permitir la comisión de esas fechorías mayores y casi siempre relacionadas con la sexualidad que impregnan la práctica totalidad de la preadolescencia de cualquier niño interesante.
Modestia aparte, jugando al escondite no tenía rival. Prefería desgarrarme la piel a entregarme, optar por la oscuridad atemorizante y desamparadora a decantarme por la tenue luminosidad de escondrijos mediocres y expuestos a la vista, enfrentarme al temor que los espacios abiertos y a merced del viento me inspiraban que asumir el riesgo de ser descubierta arrinconándome en las proximidades del hogar. Mis primeros bessos, acontecieron entre arbustos; la primera excitación que sentí, fue la del fugitivo perseguido por ese carcelero de sexo opuesto y excesivo que se las mata más por un roce que por una captura definitiva.
Fernando era un adolescente hecho y derecho que aun superándome en cuatro años de edad no se planteó, ni por un instante, la posibilidad de renunciar a la posesión de la niña que era por aquel entonces. Y yo, con esa crueldad tan propia de los doce años consistente en responder a la atención prestada sin apenas reparar en las consecuencias de los propios actos, me dedicaba a torturarle sexual y físicamente un día sí, y otro también. Le bessaba, excepto en la boca, por todas partes, me pasaba los días de playa tendida encima de su cuerpo, le escribía mi nombre en la espalda con conchas afiladas en forma de abanico, le introducía la lengua por el pabellón auditivo hasta provocarle erecciones que le impedían abandonar la horizontalidad protectora de la toalla hasta bien pasadas las ocho de la tarde. Al término de uno de esos días, y reunidos en una casa por fortuna abandonada, Fernando se cansó de mis abusos y, cogiéndome del pelo, me arrastró por el suelo y sin contemplaciones hasta la intimidad de un cuarto que podía cerrarse con llave. Una vez allí, me lanzó sobre la cama y me arrancó el vestido playero sin detenerse siquiera a desatar el nudo que lo ceñía sobre mi nuca. Me agarró por las caderas y me acopló a las suyas por encima de la ropa, él tumbado boca arriba y yo a horcajadas sobre su cuerpo inmenso. Y yo, que ni conocía varón ni lo conocería hasta dos años después y en condiciones bien distintas, comencé a gemir y a moverme hacia atrás y hacia adelante con su bulto irresistible entre las piernas hasta que el pudor, o el temor a dar un paso más allá, me impulsaron a propinarle un rodillazo en los mismísimos y a escapar, medio desvestida y por completo asustada, hacia el amparo de la muchedumbre de amigos que se concentraba en el salón preguntándose qué diablos estaríamos haciendo allí encerrados.
Durante un tiempo corrió el rumor de que nos habíamos enrollado, pero como él tenía casi diecisiete años y yo acababa apenas de cumplir los doce, terminaron por convencerse de que no habíamos hecho más que darnos otra tunda de las nuestras. Por lo demás, todo siguió más o menos igual: yo encima de Fernando todo el día, atraída y repelida a un tiempo por los lazos invisibles que nos condenaban a buscarnos con la mirada una y otra vez, golpeándole o acariciándole según se me antojara y disfrutando de las ventajas que tener a Fernando enamorado de mí hasta el tuétano me reportaba jugando al escondite: cuando le tocaba buscar a él y por casualidad me encontraba, me dejaba marchar; cuando buscaba otro, venía a esconderse conmigo. En una ocasión corrimos a ocultarnos a los desvanes, que estaban situados en el laberinto de pasillos y encrucijadas del último piso y que permanecían en la más absoluta tiniebla si eras capaz de contener el primer impulso de encender la luz que te asaltaba al esconderte allí en soledad. Tomados de la mano recorrimos los corredores despacio, en silencio y con la respiración acelerada. Al llegar a la puerta del desván que marcaba el fin del laberinto, y acosados por la presencia atemorizada del buscador (que temía llevarse un buen susto tanto o más que nosotros), nos apretamos contra la pared tratando de hacer el menor ruido posible. Recuerdo el frío contacto del muro contra mi mejilla derecha, y la presencia sólida de Fernando agarrándome por la cintura y respirándome en el cuello desde atrás. De no haber tenido que salir corriendo para evitar que el inoportuno explorador llegara al interruptor de la luz antes que nosotros, estoy segura de que aquella noche habría culminado en llamas.
Muchos fueron los días que pasamos a solas, y muchos los instantes de tensión sexual insoportable. Aún así, en los siete años de preliminares en que consistieron todos y cada uno de nuestros veranos (única época del año en que podíamos disfrutarnos por vivir en diferentes comunidades autónomas), sólo en una ocasión llegamos a culminar un besso.
El grupo estaba formado por niños de entre nueve y catorce años y por Fernando, que veraneaba en el mismo edificio y acabó asumiendo, a fuerza de estar siempre por allí y de jugar al fútbol con los más mayores, el papel de responsable de la manada. Por la noche nos permitían estar fuera hasta más tarde si Fernando nos acompañaba, porque además de ser el de más edad, tenía ese carácter tranquilo, servicial y responsable que hace las delicias de los padres temerosos de sus hijos. Así, si uno de nosotros se caía y se hacía sangre, era Fernando el que le consolaba y le desinfectaba la herida; si de repente se iniciaba una pelea, era Fernando el que nos separaba y calmaba los ánimos. Yo, que por aquel entonces contaba catorce primaveras y me consideraba su mejor amiga, me convertía en su sombra desde que llegaba el uno de agosto hasta que acaecía el primer día laborable de septiembre (que si había suerte, caía en 2; y si había mucha suerte, en 3). Cada año le buscaba temblorosa e histérica, colocándome la ropa en cada esquina para que el primer contacto visual fuera de impacto, y cuando le encontraba, casi siempre acompañado por algún inoportuno, nos saludábamos con esa fingida despreocupación del que muchas cosas se ve obligado a ocultar en un intento por evitar males mayores.
La noche en que aconteció el que sería nuestro único besso en siete años, habíamos decidido quedarnos hablando en el césped en lugar de jugar al escondite con los demás. Estuvimos tumbados sobre la yerba, él boca arriba y yo de lado y con una pierna por encima de su cuerpo, haciéndonos confidencias cuyo contenido no recuerdo en absoluto. Él estaba serio, casi melancólico, y yo me entretenía hundiendo la nariz en su cuello mientras él, con un dedo, recorría mi espina dorsal por debajo de la camiseta desde la vértebra cervical hasta la misma abertura de las nalgas. Cuando los demás se cansaron de perseguirse en la oscuridad, se sentaron en los bancos de piedra que había repartidos por el jardín y se pusieron a hablar a gritos y a lanzarse objetos. Fernando y yo nos levantamos y nos fuimos a pasear entre las filas de hortensias que corrían a lo largo del terreno, enmarcando la zona de los garajes en una salpicadura selvática de violeta, rosa y azul pálido. Cuando llegamos a la parte más oscura y alejada, me detuve frente a él y le pregunté:
- ¿Qué te pasa?
Él, estrechándome contra su vientre y con los ojos brillantes y francamente tristes, me respondió:
- Nada.
- ¿Cómo que nada?
- Que tengo ganas de hacer una cosa, pero creo que no debo.
- ¿Qué cosa?
Apretándome aún más, y sin dejar de clavar sus pupilas en las mías, continuó:
- Una cosa.
- Pues hazla.
- No juegues, princesa.
- ¡Hazla!
- No.
- Cállate y hazla, Fernando.
- A mí no me mandes callar.
Lo siguiente que recuerdo es la presión de dos manos sobre mi cóccix, el incremento repentino del olor a Magno y a sal de su piel quemada por el sol y el tacto húmedo y blando de su lengua en el interior de mi boca abierta. Correspondí a su besso durante cinco segundos con una furia por completo demencial que hizo que su rostro pasara, en apenas un instante, de la más absoluta desolación a la mayor depravación que imaginarse pueda. Después, asustadiza y cruel como la niña que era, le separé de un empellón y comencé a reírme a carcajadas. Muchos pudieron ser los motivos que me impulsaron a comportarme de una manera tan psicópata: el silencio repentino de los demás, que permanecían callados y a la escucha, y el consiguiente pánico a ser descubierta y convertida en objeto de cuchicheos malignos; la debilidad que intuí en él, y el rechazo que el sentirme por encima y por completo dueña de la situación provocó en mi egocentrismo infantil; el amor por el juego del gato y el ratón, y mi negativa inconsciente a hacer de algo tan especial una mera formalidad romántica. Sin embargo, creo que lo que de verdad me llevó a propinarle ese bofetón metafórico no fue sino lo que observé, por debajo de la urgencia sexual, en su rostro descompuesto y como fuera de sí: amor, adoración y desseo en la más peligrosa mezcla que jamás hubiera imaginado. En ese momento, comprendí que el juego no era tal y me asusté.
No me daría cuenta de mi pasión por él hasta unos meses más tarde, de camino a Galicia en tren y con el cadáver de mi madrina precediéndonos por carretera hacia el cementerio de su aldea natal. A pesar de la culpa que me embargaba por no haberla ido a visitar al hospital más que una vez desde que la ingresaron, y del trauma que supuso para mí el perderla antes de haber solventado los conflictos generacionales que nos enfrentaban, una idea caprichosa y desconsiderada me rondaba la cabecita mientras contaba las horas boca arriba en la litera del vagón a oscuras: iba a verle. Por más que trataba de forzar las lágrimas para escapar a la culpabilidad que me producía el sentirme insensible y aun inhumana, no lograba más que contaminarme por momentos de una emoción en todo opuesta a la que se suponía debería estar experimentando. Me sentía eufórica, trémula y palpitante, esa es la verdad. Me pasé la noche en vela imaginando bessos y tensiones de calibre estival, y ni siquiera la muerte de una de las personas que más he querido en mi existencia logró evadirme de la promesa de felicidad que las alegrías del incendio traen aparejadas, cuando se tienen catorce años y se han vivido según qué clase de cosas.
Me cité con Fernando el último día de los dos que permanecí por allí. Nos miramos más que hablamos, disfrutando de esa complicidad profunda que no necesita de palabras para hacerse tangible y proliferar. Aunque no nos bessamos, sí que sucedió algo importante. Ya en la estación, con mi madre y mi abuela acomodadas en el vagón y el tren a punto de partir rumbo a Madrid, Fernando y yo no acertábamos a despedirnos. Sonó el silbato, nos abrazamos apresuradamente y subí la escalinata. El tren comenzó a caminar alejándome de mi amor lenta, pero inexorablemente. Cuando nos hallábamos a unos cinco metros de distancia, le llamé:
- ¡Fernando!
Él alcanzó en tres segundos la puerta y, sin pensárselo dos veces, se encaramó al vagón aferrándose a mi mano.
- ¿Qué quieres, princesa?
- Te quiero.
Permaneció asido a la barandilla mirándome a los ojos y a la boca hasta que la velocidad se hizo peligrosa y no tuvo más remedio que saltar al andén. Si no nos bessamos, fue porque mi madre podía estar observándonos. Fue mi primer te quiero a un hombre y, quizá, si hubiera sabido que no volveríamos a vernos hasta pasados dos años, me habría importado menos que nada el que mi madre fuera testigo de nuestro desseo enfermo y fuera de ley.

Muchos eran los rumores que corrían acerca de nuestra relación, y muchas las bromas de mal gusto que se hacían a costa de Fernando. Que si le gustaban las niñas, que si era un pervertido, que si le iba la peidofilia... Y digo yo: ¿y qué? ¿A quién no le gustan según qué niñas? ¿Quién, de entre nosotros los meritorios, no es un pervertido de los pies a la cabeza? ¿Qué artista o qué soñador es insensible a la sexualidad bulliciosa y perfecta del adolescente que las mata jugando y como sin darse cuenta de lo que hace? Cada cuál aprehende la belleza con los filtros estéticos que mejor le funcionan y, mal que le pese a todos los padres timoratos y psicólogos de pacotilla del mundo, el del amor de nínfula es más universal y poderoso que ninguno.

martes, 7 de octubre de 2008

Jerarquías

Soy una trabajadora irresponsable y descomprometida. Si tuviera los cojones o los recursos suficientes, me dedicaría sin pudor alguno al atraco de bancos y a la extorsión de millonarios. No me importa el dinero más que cuando no lo tengo, así que el ahorro y la consideración del porvenir tampoco son preocupaciones que me asalten con asiduidad. Mi jefa es una mujercilla regordeta que supera la treintena y se viste de manera cómoda y pragmática. Si tiene impulsos sexuales, lo disimula francamente bien. Es poseedora de esa afabilidad utilitaria y sospechosa tan frecuente entre los responsables de algo, que delata más una tendencia sonriente a la traición que una verdadera bonanza de carácter. Sus órdenes parecen peticiones, y si consiguiera controlar con un poco más de excelencia el tono de decepción que le brota al recibir una negativa por respuesta, hasta a mí habría logrado convencerme de que precisamente eso es lo que son. Sabe cuándo entra en la oficina, pero nunca cuándo va a salir. Se muestra encantadora y servicial con sus superiores, pero cuando éstos no están delante trata de ganarse la confianza de los subordinados criticando a los primeros con una complicidad del todo improcedente en alguien que, como ella, se gana el pan haciendo de balsa diplomática entre dos aguas de intereses contrapuestos. Más que falsa, la encuentro algo neurótica; pues si bien me parece que en efecto es una persona servicial y que no puede evitar, por educación o por naturaleza (tanto da), sacarle las castañas del fuego a quien se lo pide amenazadoramente, no creo que su tendencia a expresarse en tono quejicoso y a echar pestes de los peldaños superiores de la escala sea falsa en ningún modo. Cuando está con los superjefes, se siente pequeña; cuando está con los pringados ante los cuales ha de responder por ser éstos, mal que le pese, responsabilidad suya, pretende sentirse una igual. ¿Cuándo -me pregunto yo- encuentra el modo o la oportunidad de situarse un poco por encima de la media? Pero en fin....cada cual socializa como buenamente puede y no seré yo la que diga que es la peor jefa que he tenido o que se puede tener.
Mi anterior jefa no era regordeta, sino una mole compacta de poco menos de cien kilos que, aun siendo encargada de tienda y permitiéndose el lujo de criticar la vestimenta de los pobres comerciales a su cargo, aparecía por los pasillos bramando órdenes con el pelo recogido en dos coletas de colegiala y amparada tras la protección de unas gafas de sol de cristales morados y montura fucsia. Cuando bajaba las escaleras mecánicas, lo hacía en dirección contraria (según ella, porque le quedaban más cerca las ascendentes; según yo, porque obtenía algún tipo de beneficio relacionado con la autoestima demostrando una agilidad del todo inesperada en las proporciones de un cuerpo como el suyo). Teniendo en cuenta que se dedicaba a atender reclamaciones, no quiero ni pensar en el efecto que podían causar sobre los pobres reclamantes sus estrepitosas zancadas de Yeti precipitándose desde las alturas. Al contrario que Laura, mi jefa actual, Arantxa (con "x") sí que albergaba pretensiones sexuales. Y las demostraba, como no podía ser de otra manera, odiando a los ejemplares más agraciados de su sexo y ensalzando a los más atractivos del opuesto con una falta de pudor del todo rayana en el absurdo. A mí, en concreto, no me tragaba ni mucho ni poco, y tantas fueron las trifulcas que tuvimos que entre pitos propios y flautas ajenas a la pobre mujer no le quedó más remedio que solicitar una baja por depresión. Era, también, neurótica a su modo, y la contradicción insoportable de no ser soportada más que por aquellos de los cuales dependía su sueldo (un viejo encumbrado a la categoría de coordinador y una horda de responsables que no la tenían en cuenta más que en festivos y en fiestas de guardar), quebró su lucidez del mismo modo repentino e injusto en que quiebra un terremoto la confianza de los aldeanos en la tierra que pisan.
Mi carácter me impediría ejercer el mandato intermedio; esto es, situarme en la zona meridiana de la jerarquía, porque descomprometida como soy en todo cuanto a temas laborales se refiere, la empresa u organización tendría que ser mía para importarme hasta el punto de ponerme a dar órdenes a alguien. Mandar sólo puede gustarle realmente a un mandamás, o a una persona con la autoestima tan jodida (una gorda, un bajito, un cabezón) que el hecho de manipular durante las ocho horas que como media dura una jornada laboral las acciones realizadas por un grupúsculo humano a su servicio, constituyera en sí mismo un motivo de felicidad. Como ya he dicho, no es el caso.

domingo, 5 de octubre de 2008

Nocturnal

He retornado a las buenas costumbres: en concreto, aparte de pasear y escribir mis memorias para la posteridad, por primera vez en mucho tiempo he adquirido libros de segunda mano en un puesto callejero al mando de una simpática e informada mujer, que no ha dudado en explicarme todo lo que necesitaba saber acerca de cada ejemplar susceptible de llamar mi atención. Al final, y sin apenas reparar en gastos, me he llevado dos tesoros: una novela verde llamada "Casi blanca" que, además de pertenecer al año de la pera a juzgar por el aspecto de las tapas, aparece definida en el prólogo como "tragedia negra" (una ironía cromática más y me muero de risa), y un cuento titulado "Colibrí" perteneciente a la editorial ultracatólica de ese cateto planetario obsesionado con la moraleja y bautizado, en exclusivo beneficio de la rima, como Saturnino Calleja, que hizo las delicias del profesorado moralizante que le tocó en suerte a nuestros sacrosantos padres. Como además he estado hablando largo rato con la dueña, y ésta me ha percibido interesada y afable, he sido obsequiada con uno de esos cuentos recortados en cartón con que nos entretuvimos los niños de mi generación durante la más temprana infancia.
Mientras paseaba se me ha venido a la mente la pregunta de por qué abandoné en realidad la carrera de Teoría Literaria y Literatura Comparada, y se me ha ocurrido una respuesta de lo más novelesco: porque la literatura es uno de los pocos misterios que respeto y, por tanto, no tengo en verdad ninguna gana de desentrañarlo. Ahí queda eso.
Me descubro últimamente con muy pocas ganas de salir acompañada. Me gusta el tiempo que paso sola y, los fines de semana, son en ocasiones más dadores de rutinas que de imprevisiones. Me agota el intercambio de simulacros que casi siempre me veo obligada a representar al interactuar con individuos incapaces de removerme por dentro, y a los que me une un interés banal y transitorio por cosas que ni siquiera desseo en realidad, y para colmo de males no soporto la visión de las personas a las que aprecio rebajándose por nada a la compulsión de una cortesía hipócrita e insulsa que les denosta ante mis ojos. Aún así, resulta tan complejo desengancharse de la evasión, que probablemente hoy acabe participando en uno de esos simulacros que tanto detesto sin que toda la reflexión del mundo consiga mantenerme dentro de los márgenes de la lucidez. Pero bueno, es inevitable que los seres humanos pensemos que el hecho de darnos cuenta de las cosas es en sí mismo suficiente como demostración de la propia inteligencia y que no hace falta, después de todo, ponerle remedio. ¿De qué se escribiría entonces y, ante todo, por qué tendría uno que molestarse en escribirlo?
Algo de lo que he hablado en ocasiones con mi amor, es de lo complejo que resulta dejar constancia de la propia época (en un sentido próximo al de "modernidad") sin caer en esos vulgarismos cotidianos tan propios de la literatura contemporánea. ¿Cómo hablar de drogas sin ensalzarlas a la categoría de mágicos artefactos o sin exagerar hasta el absurdo la decadencia a la que dan lugar (como en esa inmundicia cinematográfica llamada Réquiem por un sueño que tan bien representa la incapacidad para compaginar modernidad y sensibilidad artística en los tiempos que corren)? ¿Cómo describir la sensación de absurdo, o de vacío, sin desmayarse sobre el tópico del artista maldito y nihilista que, al no encontrar su lugar en el mundo, opta por la poesía del mismo modo en que podría haber optado por el suicidio o por el alistamiento militar para correr al encuentro de su destino? No quiero convertirme en un Ray Loriga de las emociones ni recurrir al telegrama como sinestesia literaria de lo mal que me siento y de lo poco que en ocasiones tengo para contar, y de hecho preferiría renunciar a la palabra escrita que consolarme con la idea cobarde de que siempre será preferible manifestarse desde la mediocridad a no hacerlo en absoluto.
Me encuentro en el bar que se convirtió en mi segunda casa al conocer a Chechu hace ya casi cuatro años. El ambiente que me rodea, los seres humanos que interactúan, la cháchara ambigua de los camareros e incluso el perro que suplica con dos ojos como lagos por un trozo comestible de lo que sea, son en cierto modo caracterizaciones ideales de lo que viene siendo Malasaña desde hace ya mucho tiempo. Sumergidos en el descompromiso del indie, abanderados tras una estética que sólo en apariencia es heterogénea, rendidos al consumismo chic de los comercios y los bares de moda, se me antojan todos tan asquerosos y carentes de interés que por un momento siento el impulso de subirme a una silla y leerles este texto en voz alta. El hecho de que ni siquiera me perciba hoy especialmente odiosa, constituye una pequeña muestra del grado de hostilidad hacia mis semejantes (¡ja!) con que me he acostumbrado a desenvolverme en mis socializaciones de rutina.
No he podido evitarlo y he cambiado de bar. Como no podía ser de otro modo, éste también tiene su significado secreto. Además de llamarse Bremen y remitirme, por tanto, al recuerdo de ese cuarteto encantador de animales rítmicos que repartían su tiempo entre tocar instrumentos y hacer el bien, es el lugar donde hace algunos meses entré en el baño con mi amiga Sara mientras un Chechu pálido y sonriente en exceso rezaba por un negativo de barra única que finalmente no pudo ser. Ahora que todo eso ha pasado ya, el lugar se me antoja menos siniestro: revestimientos de madera vieja, fotografías antiguas por unas paredes pintadas en el mismo tono verde de mi venerable y olvidada Olivetti, relojes circulares de cobre que parecen salidos de una anacrónica y norteña estación de tren, enchufes por las paredes que piden a gritos un polvo con mi atractivo portátil blanco y una media de edad de más de cuarenta años que me libra por el momento, y hasta que coja confianza con el entorno, del engorro de trabar conversación. Lo único que falla es la bazofia que tienen como hilo musical, pero al menos el volumen es de un raquitismo considerado y del todo ignorable cuando lo que se está es concentrado en escribir.
En menos de una hora me encontraré en el cine, sentada junto a mi amor en la oscuridad, para disfrutar del visionado excitante y sobresaltado de una película de terror llamada Los extraños. Hay pocos planes que me apetezcan más en este momento, y por tanto podría decirse que me siento muy feliz. Por hoy lo dejo, porque no tengo nada más que contar...

viernes, 3 de octubre de 2008

Friday 03 Night Fever

Incluso aquello que más me gusta, me gusta con prejuicios. El hecho de que en estos momentos me encuentre escribiendo en el bar donde empecé la novela, y de que como hilo musical hayan decidido pasar de la canción ligera americana al reggaeton más salvaje y perruno que imaginarse pueda, constituye una metáfora perfecta de esta afirmación. La primera idea que se me ha cruzado por la cabeza es dar media vuelta y largarme a un lugar más tranquilo, pero ha sido esta palabra, tranquilo, la que finalmente me ha impulsado a quedarme. Al fin y al cabo, a lugares tranquilos va a escribir justamente el tipo de individuo al que evito a toda costa parecerme. Si quiero escribir algo genuino, ¿qué mejor que hacerlo en lugar por completo inapropiado para ello? Además, este bar de sillones tapizados en verde (de esos que tanto me gustan porque me recuerdan el interior de los buques de lujo) es para colmo el emplazamiento donde me convencí de que, efectivamente, no existe ni debe existir nada indescriptible sobre la faz de la tierra para aquel que se confiese escritor. Y para los que me pregunten si se puede, por ejemplo, describir un orgasmo, sólo decirles que de hecho, el que no se pudiera describir un orgasmo significaría que nada puede describirse en realidad mediante la palabra, porque el escritor, como cualquier ser humano, cuenta con el marco de referencia de lo ya conocido para hacerse entender por los otros. Entendemos la descripción de un árbol porque estamos acostumbrados a verlos y a interactuar con ellos y, de no ser así, nos resultaría muy difícil empatizar con expresiones literarias tales como "frondosidad", "bucólico atardecer", "sol filtrándose entre las hojas como a través de una cortina en cortocircuito", "adolescente cobriza y dorada tendida a la sombra, bocarriba y con los brazos estirados por encima de la cabeza, guiñándole un ojo al muchacho que separa el ramaje con las manos para observarla mejor y más de cerca". Así, aprovecharemos las descripciones de árboles y de clímax sexuales en la medida en que previamente hayamos experimentado unos y otros.
No sé si habrá sido por casualidad o porque el encargado de la música se ha conmovido ante mi ordenador y mis pintas de intelectual loca y salida, porque de repente se han sucedido en el reproductor "Sweet Home Alabama", "Satisfaction" y "Bad" eliminando a su paso todo rastro de inmundicia melódica (y ahora, un guiño para mi amor: ahora mismo suena I kissed a girl"). Así, lo que me gustaba con prejuicios se aproxima poco a poco a ese peñasco notable que es el sobresaliente.
Hacía tiempo que no disfrutaba de un rato de soledad positiva, y la verdad es que lo estoy aprovechando. He recorrido la ciudad a trote ligero y estrenando nuevo maquillaje color pálido cadavérico, he sorprendido mi reflejo en un escaparate y me ha devuelto la mirada una vampira de labios rojos y mirada oscura y fulgurante. Ahora que vuelvo a tener portátil es una suerte que comience el frío, porque así no me distraigo tanto paseando.
Supongo que sólo una cosa me gusta sin prejuicios, y ese es mi amor. Hoy le he estado observando dormir y no he podido evitar cubrirle el cuerpo de bessos, tan indefenso e inmaculado se me antojaba enroscado sobre la cama. Su respiración de bebé, el calor que emitía su cuerpo, sus labios fruncidos en una o carnosa y comovedora. Sólo él me gusta sin prejuicios, y ni siquiera el aburrimiento logrará hacerme dessear cambiar ni una sola de las facetas que le configuran: su fuerza en ocasiones egoísta, su miedo a lo viejo y a la desintensidad, su tendencia a la quimera y la fabulación fantástica (a las cuales yo también tiendo, como no podía ser de otra manera), la curva aterciopelada que conecta el epicentro de su labio superior con su nariz fría y como de lobato, su manera enroscada de dormir y el modo urgente en que dessea y precipita el sexo. En ocasiones le odio, claro, pero incluso odiando soy inconstante y ni por esas consigue gustarme un poco menos. Que muchas veces, por comparación y ya que hablamos de cosas odiosas, el resto de la humanidad me parezca pueril y sin sustancia, es sólo un efecto secundario de lo que implica trabar amistad con él. En el fondo, no me quejo.
Me acabo de comer una galleta salada y, no sé por qué, he pensado en naves espaciales de combate y en batallas contra los marcianos. Esa, y la de cazar dinosaurios, constituyen el grueso de las que vienen siendo mis fantasías recurrentes desde hace muchos años. Supongo que el infantilismo de las mismas es evidente: salvar el mundo, ser aclamado como un héroe, usar uniformes sexys ajustados al cuerpo e insignias militares sobre los pechos turgentes, contemplar la mezcla de aflicción y orgullo de tus seres queridos al despedirte... En fin, soy una persona bastante infantil e insoportable y el contenido de mis delirios da muestra de ello. Quizá algún día haga una película... o escriba una novela. Hasta entonces me distraeré flipando videoclips mentales sin escatimar en medios y en efectos especiales. Las novelas han de gestarse primero en la cabeza, y dejar que poco a poco contaminen las manos con ideas imperativas acerca de la narturaleza subjetiva de las cosas. Y mi subjetividad, más que ninguna, es del todo particular.
Suena Love is in the air y me entran ganas locas de suspirar. No soy tan loba como me pintan...ni como me pinto (Unifiance de la Roche nº 01 como fondo de maquillaje, khol negro melaza de Bourjois y rojo oscuro nº 10 de Sephora como rouge de labios). Alguien capaz de colocar con blue tac sobre la pared una postal de dos pastores tendidos boca abajo sobre el prado, con la inscripción "Amor, dulce conjuro, de lo sublime y puro", o bien es un sensiblero de cojones o bien peca de una ironía de exquisito mal gusto con la que es del todo recomendable identificarse. En cuál de los dos perfiles encaja mi personalidad, lo dejo a juicio del afortunado lector, que a estas alturas se habrá podido hacer una idea más que aproximada de mi tendencia a extraviarme en asociaciones de ideas y en filosofías de callejón (sin salida, se entiende).
El fin de la batería de mi portátil marca el desenlace de este texto preliminar de desahogo. Doy gracias a Dios por la palabra, por la electricidad y por el desseo. A los Hombres, por el alcohol y por los quebraderos de cabeza. Después de todo, ¿qué coño - aparte de manuales de instrucciones- podría escribirse en un mundo perfecto y en completa armonía?