miércoles, 13 de agosto de 2008

pArAnOiAs EsTiVaLeS




Hoy me he levantado ansiosa, como a la carrera, con la sensación fundamentada en nada de tener que ponerme a trabajar en algo con urgencia. He recorrido la casa cuchillo en mano y, tras no percibir alteración alguna en el orden en que recordaba haber dejado ayer las cosas, he saltado dentro del bikini y me he marchado al jardín. Una avispa hija de puta, atraída por la palidez reflectante de mis piernas o por el olor a sangre de la herida que ayer me hice en el pie al rascarme olvidando la longitud novedosa de mis uñas, me ha estado dando el coñazo diez minutos largos. Como ni la quietud ni los manotazos violentos han disuadido de sus ataques a la pequeña bestia alada, me he arrojado a la piscina con más bien poco estilo con la esperanza de que su apetito monstruoso la precipitara sobre las aguas junto con mi cuerpo. No sé si pereció, porque al salir no he avistado cadáver alguno a la deriva, o si tan sólo acabó, como tantas otras criaturas de tendencias más bien mamíferas, dándome por imposible, pero el caso es que su zumbido impertinente no volvió a sobresaltarme en toda la mañana.
El jardín estaba tan solitario que teniendo como tengo de bajito el umbral de alerta y sobresalto debería haber optado por una retirada digna a la protección del hogar, pero lo cierto es que me parecía mucho más terrorífica la perspectiva de un espacio cerrado y seguro que el retiro soleado del vergel desierto. Pienso que mi ausencia absoluta de temor podría tener que ver con la luminosidad total del lugar y con el hecho de que, estando como estaba en el centro mismo del jardín, habría resultado muy sencillo avistar cualquier intento humano de aproximación. Sin embargo, ayer salí por la noche y permanecí junto a la piscina un buen rato a pesar de que la oscuridad era tan profunda que apenas percibía el movimiento de mis pies a un metro y setenta centímetros por debajo de mi cabeza. La única explicación factible que se me ocurre es que, en cierto modo, morir en un espacio creado ex profeso para la protección personal me parece del todo inaceptable. El colmo de los ridículos, vamos. Si muero de forma violenta, prefiero que sea en la calle y pillada por sorpresa. Defenderse de un intruso en el interior de una casa es siempre engorroso: si no cierras con llave, puede que entre mientras duermes; si cierras con llave, y cabiendo como cabe la posibilidad de que ya esté dentro y al acecho, corres el riesgo de tratar de escapar de sus garras a la carrera para acabar dándote de bruces con una puerta bloqueada que no vas a tener tiempo de abrir. Se mire por donde se mire, es un completo agobio…
… y yo una paranoica absoluta, claro. ¿Es que no puedo estar simplemente en un lugar sin que me asalten pensamientos intrusivos acerca de la muerte? Registrar varias veces al día y cuchillo en mano una casa no es muy normal que digamos, y sólo espero que a mi niño no le de por pegarme uno de esos sustos con que tanto disfruta amonestándome en uno de esos momentos en que deambulo armada hasta los dientes por los pasillos. Porque sucumbir a consecuencia de una broma y por error a manos de una novia loca y obsesionada con el asesinato sería, además de una injusticia, una forma harto ridícula de morir.

lunes, 11 de agosto de 2008

La erótica del terror


Y aquí estoy, como cada verano desde hace tres, en mi particular mansión de Grandes Esperanzas. Aunque no está en ruinas, sino todo lo contrario, me resulta excitante imaginarla en apogeo de decadencia, con los jardines desbocados invadiendo los recintos y las lámparas de cristal acumulando telarañas desde las discretas cúpulas horizontales que hacen las veces de techo. Las parcelas comunitarias, con sus piscinas irisadas de cloro y la yerba pisoteada por el sol de agosto, permanecen solitarias durante el remanso estival; y el silencio, que bien podría ser absoluto, es de continuo interrumpido por el zumbido perezoso de los insectos y el susurro refrescante de los siempre inesperados aspersores. Privados de la algarabía de las niñas que juegan a perseguirse entre los retoños, los espacios verdes se me antojan mayores y como detenidos en el tiempo. Una pelota abandonada de reluciente plástico multicolor contrasta con el tapiz marchito de las flores abrasadas por el sol, que bajo el peso liviano de mis pies de uñas rojas a la carrera se deshace en marañas de briznas amarillas, luminiscentes y como de mentira.

Extiendo la toalla listada sobre esa alfombra de vegetación muerta y me tumbo bocabajo, con una pierna flexionada y balanceante en lo que pretende ser un simulacro de la inocencia, a la espera de no sé muy bien qué concreción de la belleza. Las casas temporalmente vacías, con sus persianas bajas y sus puertas cerradas a cal y canto, suscitan en mí terrores indefinidos que me impulsan a ponerme en pie y a adoptar la actitud vigilante del pajarillo asustado. Un insecto inoportuno y maldito me clava su aguijón minúsculo en la planta del pie y yo, acosada por el escozor del veneno y por el ardor del sol sobre el pelo, me lanzo de cabeza al bálsamo electrificado del agua veteada de azules.

Una vez superado el no por anticipado menos sorpresivo descenso de temperatura, me entretengo los siguientes diez minutos en inmersiones y zambullidas que me recuerdan los veranos de mi infancia en el norte, con mi madre en la orilla toalla en mano insistiendo en que saliera del agua y yo haciéndome la sorda, nadando cada vez más lejos y prolongando hasta el congelamiento la fantasía irresistible de ser una sirena en el reino perdido de Tritón. Cuando por fin cedía a la preocupación materna, no tanto por consideración como por temor a las posibles represalias, surgía de entre las olas tiritando como un animalito y morada de los pies a la cabeza. Entonces corría hacia la toalla, enarbolada cual capote protector y vapuleada por la brisa fresca del declive vespertino, y dejaba que mi madre me frotara el cuerpo en un intento por devolverlo a su sonrosado natural mientras pensaba ya, como niña que era, en el bocadillo que sin duda me esperaría bajo la sombrilla de colores, junto al cubo y la pala y el libro de Barco de Vapor.

Pero ya no soy del todo una niña, aunque juegue a simularlo, y lo cierto en que me aburro cada vez más pronto del agua y de las posibilidades que ofrece. Me aúpo al bordillo sin esfuerzo (lo cual me complace) y comparto mi hartazgo con las hormigas que, ignorantes del inminente peligro que corren, pasean su laboriosidad por la estrecha franja de cemento salpicado de gotas. Se me pasa por la cabeza fastidiarles la jornada mediante un tsunami intencionado, pero como en mi particular e infantil animismo estoy convencida de que matar bichos trae mala suerte y, además, cuando estoy de buen humor empatizo hasta con las cucarachas, acabo por perdonarles la vida en un gesto que nada tiene que ver con la ecología.

Regreso al amparo de la mansión recreándome en el chapoteo de mis pies descalzos sobre la yerba empapada de agua que, matizado por el olor a desagüe procedente del depurador y no sé si debido a mis últimas lecturas o a algún otro motivo de oscuridad genuina, me hace pensar en cañerías y en plantas en descomposición. Al llegar, lo primero que hago es buscar con la mirada el cuchillo de carnicero que transportamos de una a otra habitación para defendernos de posibles intrusos. Una vez localizado, lo aferro de la manera que sé que es la correcta (con los cuatro dedos menores por encima de la empuñadura y orientados hacia dentro y el pulgar presionando el extremo) e inicio una inspección exhaustiva de la casa con el corazón en un puño y los ojos llorosos de puro abiertos. Aunque tal como esperaba nadie ha allanado muestro territorio durante el breve intervalo en que he permanecido en los jardines, necesitaba realizar esa comprobación para poder ducharme tranquila.

Desde los doce años, edad a la que descubrí el desseo entre risas y juegos del escondite y a la que, con una devoción y una profundidad en absoluto independientes de mi desarrollo, leí It por vez primera, comencé a ser más proclive a pasar miedo en verano. Aunque parece absurdo que la época que más luz y menos terrores culturalmente condicionados tiene sea precisamente la que me despierta mayores recelos, creo que la explicación es más sencilla de lo que parece. En los niños y preadolescentes la intensidad, entendida en un sentido amplio, se experimenta a través de un abanico de emociones que, enredadas entre sí, llegan al punto de ser inconcebibles separadamente. Así, la curiosidad por el sexo y el temor o la amenaza de culpabilidad que éste trae aparejados, constituyen un agregado indivisible que, al menos en mi caso, se asocian al período estival por ser éste, con su derroche de licencias paternas en relación al tiempo permitido fuera del hogar y con las interacciones que el calor y el hecho de estar de paso por un lugar hacen posibles, el contexto en que más plenamente he llegado a aprehender lo que verdaderamente significa el concepto de intensidad. El libro de It, que siempre he leído estando de vacaciones, junto a todas las imágenes que a él tengo asociadas y que son en sí mismas manifestaciones indistintas del verano (páramos secretos de vegetación lujuriante, advenimientos menstruales y eclipses de sol, pactos entre niños enamorados, traiciones a los padres y a la religión encarnadas en bessos furtivos entre los arbustos que acontecen a pesar del miedo, o quizá gracias a él), es el instrumento que ha sensibilizado mi espíritu a la erótica del terror. De no haberlo leído, tal erótica existiría de todos modos, pero el hecho de haberlo releído con posterioridad a todos esos acontecimientos de iniciación, cuando intelectualmente ya estaba preparada para comprender además de para sentir lo que el libro significaba para mí, ha transformado en filosofía de vida lo que habría podido quedarse en una mera (aunque no simple) experiencia adolescente.

domingo, 10 de agosto de 2008

Instrucciones para comerse una fruta


Acabo de acordarme de cierto día en la cafetería, muy a principios de curso, en que jugué a poner cachondo a todo el mundo comiéndome una raja de melón. El poder de la imagen residía en cierta mezcla entre obscenidad y voluptuosidad elegante que surgía de mis maniobras sobre la fruta. Obscenidad, porque el jugo me chorreaba por la cara y el cuello y porque yo tengo cuerpo de chica de calendario para camioneros y es sencillo imaginarme manguera en mano en una gasolinera perdida en la autopista; voluptuosidad elegante, porque cuando quiero pongo cara de muchacha y, por alguna misteriosa razón, el zumo de melón sobre mi rostro sugería un no sé qué de verano, de zumbido y de niñas en bikini en piscinas, con gafas de corazón y boquitas extrañamente voraces y criminales.

El arte de comerse una fruta reside en comértela como si fuera carne humana y excitable, en comértela como si del pubis de una pérfida prepúber se tratase, en comértela como si mientras te la estuvieras comiendo te estuviesen comiendo a ti la pulpa corporal equivalente. Hasta el nombre del postre era sugerente: raja de melón. O la gente tiene muy poca imaginación, o mi perversidad es algo más que un toque diabólico en el rostro y en la sonrisa esbozada.

Cito a Miller, que escribe casi tan bien como yo:

Esto no es un libro. Es un libelo, una calumnia, una difamación. No es un libro, en el sentido ordinario de la palabra. No, es un insulto prolongado, un escupitajo en la cara del arte, una patada en el culo a Dios, al hombre, al destino, al tiempo, al amor, a la belleza… a lo que os parezca. Voy a cantar para vosotros, desentonando un poco tal vez, pero voy a cantar. Cantaré mientras la diñáis, bailaré sobre vuestro inmundo cadáver.

Mmmmmmmm… Me encanta eso de “cantaré mientras la diñáis”. Y como me encanta me inclino sobre el plagio confeso de la frase, presiono con mi índice mi orificio nasal izquierdo, acerco el otro y aspiro como si en ello me fuera la vida el blanco impoluto de la celulosa y el índigo uniforme de mis caracteres inclinados hacia la derecha en estilográfica y embarullada originalidad. Ahora sé que llevo a Miller dentro, en la sangre, infectándome de todo lo infectable, bombeando bríos y obscenidad desde mi corazón borracho y lujuriante de literatura.

Te desseo cosa mala.

Disección del enfant terrible a propósito de Gin- Gin



He estado leyendo tus mails a Kill Karma. ¡Qué niño éste!, me he dicho. Eres una mezcla explosiva de adorabilidad y mala educación que, las más de las veces, resulta ardua de digerir. Dices que yo te aguanto porque soy fuerte y porque te amo, pero yo te digo que más que por fortaleza o por amor, soporto tus desplantes y tus constantes dártelas de Dios porque te conozco. Porque te conozco de verdad y me gusta lo que representas en conjunto.
Ayer me dijiste que antes de conocerme a mí e incluso antes de conocer a Rocío lo que buscabas era una novia yonqui, una niña pija excesiva y sin nada que perder que te acompañara en tus aventuras de fuego y decadencia; una compañera sexual y espiritual que entendiera sin palabras, a través de una especie de intuición compartida, la razón auténtica de tu actitud en apariencia desquiciada y el amor inmenso a la vida que se oculta tras todo ese odio carismáticamente útil que enarbolas para protegerte de tu propia hipersensibilidad ante las cosas. Heme aquí, pues. A tu lado para satisfacer tu necesidad de absolutos, a tu lado para acompañar tu espíritu hasta la mismísima tumba; para inmolarme, si es preciso, en pro de esta conjunción equívoca que ya supera nuestras individualidades respectivas y que nos pertenece del mismo modo en que las obras de arte pertenecen a los artistas que las han creado.
He leído también cierta respuesta que le pusiste en su blog a mi queridísimo Gin- Gin, atacando no ya su literatura (pues no es tu estilo), sino su vida y las condiciones de su presente. Después de que él te contestara lo que ya sabías, lo que ya comprendías, te disculpaste (lo que por otra parte siempre haces). La verdad es que en tu respuesta no había a simple vista nada verdaderamente ofensivo. A Hank, que al igual que yo torea tus desplantes más porque te comprende que porque te ame, la supuesta ofensa de tus palabras debió de enternecerle. Y no creo que fuera la condescendencia lo que provocó dicho enternecimiento, sino el reconocimiento en ti de ciertas actitudes tipo que, por alguna razón, comprendemos tanto él como yo. Porque te conoce verdaderamente a pesar de la distancia y de no haberte visto en su vida, puede sentir algo parecido a lo que siento yo cuando me hablas así. La primera reacción es intentar eliminarte, por gilipollas, pero la segunda es necesitar abrazarte, o follarte, para ofrecerte consuelo y recibirlo en tus brazos. Hay en ti, en nosotros, una necesidad tan grande de amar… Provocamos para llamar la atención, para demostrar nuestra lucidez, para poner a los demás contra las cuerdas y ganarnos su respeto, pero, ¿qué se esconde tras todo esto? Una necesidad hipertrofiada de ser amados, deseados y necesitados; una necesidad de certezas, de gestos de amor, por completo imposible de satisfacer humanamente. Por eso cuando aquellos a los que vanamente hemos tratado de ofender nos responden con comprensión, que junto con el desseo es para nosotros la manifestación más poderosa del amor, el corazón se nos derrite y nos deshacemos en disculpas y en compensaciones.
Quizá la provocación ofensiva sea una manera de poner a prueba el amor que nos profesan. Si te fijas, sueles ofender a personas que te interesan (o mejor dicho, a personas a las que te interesa interesar por interesarte ellas a ti). No sabes pedir abrazos, y tampoco sé hasta qué punto te serviría una palabra de aliento o una palmadita en la espalda surgida de la espontaneidad de una persona. Creo que necesitas que el amor se manifieste tras un conflicto provocado por ti porque lo que buscas en el otro no es una comprensión parcial ni una simpática complicidad, sino una prueba de la aceptación incondicional de lo que eres y significas. En las mujeres y en los homosexuales buscas desseo, y en los hombres heterosexuales padres adoptivos. Te encanta, como a mí, que te adopten. No puedes tener amigos a secas, porque te aburres pronto de la sobriedad que la amistad “pura” trae aparejada. Eres absolutamente incapaz, salvo conmigo, de mantener relaciones de igual a igual. En Hank sé que ves no sólo a un compañero de lujo para alguna de esas aventuras salvajes que nos gustaría emprender en compañía de alguien externo a nuestra dualidad, sino a una especie de padre- amigo ante quien responder. De ciertas personas particularmente íntegras es complicado conseguir una mirada de envidia, pero no tanto una de orgullo semipaternalista (envidia sublimada del que, adoptando al “rival”, transforma la competición en tutela).
A mí me sucede otro tanto, aunque debido a mi sexo las interacciones se desarrollan a otros niveles y las sublimaciones se aplican sobre otros elementos de la ecuación. Probablemente yo en Hank no buscara tanto un padre como un amante protector. No sé si alguna vez cristalizaríamos la atracción mutua en sexo físico, pero lo que sí es seguro es que el sexo siempre estaría presente entre ambos (y por extensión, entre los tres). Imagínate la escena: tú y yo drogados o borrachos como cubas, y Hank llevándonos a casa a través de un laberinto de calles. Mientras diserta contigo sobre cualquier exaltación, me mete mano a mí por debajo de la falda. Ya ves, de nuevo los tópicos imaginarios de siempre: borrachera, exaltación, tríada, niños poderosos temporalmente indefensos (como ese embriagadísimo Baco al encontrarse con los marineros tirrenos que tratarán de engañarle), persona externa que se responsabiliza de que estemos bien a la par que se emborracha de nosotros como el que más. Un padre irresponsable y pervertido, alguien que nos quiera condicional e incondicionalmente a un tiempo (incondicionalmente en tanto en cuanto las condiciones sean X, Y, y Z), un amigo curtido en escándalos a quien escandalizar, alguien capaz de enamorarse de nosotros sin sufrirnos, alguien a quien conocer en el más puro surrealismo y con quien citarnos como en sueños, en un plano alejado en al menos tres grados de la realidad; alguien –y esto es lo más difícil- con quien escapar a esa sordidez con que culmina, sin que nada pueda hacerse para evitarlo, la toma exaltada y violenta de la ciudad por nosotros incendiada.

Remembranza breve


Hoy, como ayer, me recorren todo el cuerpo sensaciones procedentes del pasado que, por su intensidad, comienzan a resultarme más reales que las de mi propio presente. Su nitidez, empero, puede deberse a la evocación melancólica que de ellas realizo precisamente en el presente, y no a una mayor vigencia o realidad de las imágenes pretéritas frente a las actuales. El caso es que te echo de menos con toda una maraña de impresiones que, entrecruzadas en arabescos de intensidad sobre el pecho, me recuerdan visual, auditiva, olfatoria, gustativa y táctilmente todo lo que vivimos hace tres años: el modo en que nos conocimos y el arrebato emotivo que suponía la certeza de coincidir cada tarde en trilogía astral con aquel Krinos propiciador y esotérico, la despreocupación aparente del que fingía no interesarse por los planes de un tercero en un intento por parecer dueño de una situación que románticamente le superaba, la exhibición sexual e intelectiva que se ofertaba entre risas y descaros de la lengua; la preocupación continua y subrepticia por la posición del otro, y por la orientación de su cuerpo; el vino barato y embotador que me condicionó a responder al nombre de Alicia y me desmayó en tus brazos junto a los baños de nuestra primera segunda casa; mi jersey negro desgastado, mi cadena y mi mariposa doradas y mi falda roja de bruja recogida por encima de los muslos; el olor a lluvia y a sexo de tu urbanización el primer día que fui a tu casa, con la indicación de bajarme en la parada del Hospital, palpitante de ansiedad de ti e imaginando durante el trayecto en autobús el modo, momento y lugar en que me levantarías la camiseta y comenzarías a comerme las tetas; tus visitas a la facultad y nuestra intimidad creciente de lado a lado de la mesa, el calendario de adviento que en materia de regalos ofrendaste a mi impresionabilidad de niña mimada; la carrera enfebrecida calle arriba a la búsqueda del éxtasis supremo, con la sangre matizada de sustancias y el corazón entregado al galopar suicida que supuso y todavía hoy supone la conjugación de nuestros caracteres; tu peregrinación a la ciudad cada día, con las muletas cruzadas tras el manillar y bajo lluvias de intensidad variable, sólo por la urgencia y el desseo de mí; tu chupa negra de cuero y el modo obsceno que siempre has tenido de tocarme el culo, apretando y separando a un tiempo; el perfume Beyond Paradise y el efecto poderoso que a día de hoy produce sobre ti; el 24 de diciembre del 2005 junto a la FNAC de Callao, sentados en sendos taburetes de madera y mareando el tiempo hasta la hora de cenar con nuestras respectivas familias, haciéndote entrega del que fue quizá mi primer regalo, un DVD de Morrisey de portada eminentemente gay, y sintiendo por primera vez tristeza (por eso recuerdo el instante con tantos detalles) ente la idea de tener que separarme de ti para cenar en Nochebuena; el primer día que viniste a la facultad buscando coincidir conmigo y no osaste declinar mi invitación a un café (no gustándote éste en absoluto)

---podría continuar hasta el infinito---. Por ahora sólo me apetece decirte que te quiero con locura. Para bien o para mal, eres la única persona de la que depende la bonanza de mi estado de ánimo. Sólo me importa verdaderamente el estar a buenas contigo, y a veces pienso que en realidad eres el único ser humano al que quiero. El único cuya muerte constituiría para mí algo más que una anécdota, un punto de inflexión o un mal trago. Pero no voy a continuar por el lado de la muerte, que ya está bien de tanto pesimismo y de tanto pánico a la desintegración. Lo único que sé es que deberíamos empezar a movernos en pos de una mayor libertad. Vida sólo hay una y yo quiero vivir la mía contigo. Y lo quiero ahora, ya, en el mismo momento en que me apetece y no con cinco años de retraso en nombre de la prudencia.

Carta de agradecimiento de Lula


Hay que diferenciar entre lo que los demás dicen esperar de ti y lo que esperan realmente, entre sus palabras factibles y sus verdaderos desseos, entre lo que son y lo que aspiran a ser, entre su esencia y el cascarón que a modo de coraza estratégica los envuelve por completo, o casi. Todas mis anteriores parejas, excepto quizá el no del todo correspondido Andrés, se enamoraron de una quimera a su alcance más que de lo que yo por aquel entonces era. Aunque en ningún momento dejaron de temerme y de desconfiar de mí, transformaron mi personalidad en un algo más digerible y simplificado e hicieron de mis paradojas meros tópicos de conflicto a los que hacer frente desde el convencionalismo más cobarde. Obviando mi naturaleza esencialmente sincera me tacharon de perversa y de infiel a secas, y yo, que he pecado siempre y gracias a mi madre de una infame tendencia a la autoculpabilidad, acabé tomando por maldad e intriga lo que no era más que el devenir natural que correspondía a mi carácter.
Casi todas las interpretaciones que de mi personalidad hicieron fueron erróneas y, aunque por caminos diferentes, unos y otros acabaron llegando a la misma e irrisoria conclusión: que yo era una puta fría y desalmada que utilizaba a los hombres a su antojo, sin importarle en absoluto el daño infligido y las esperanzas rotas a su alrededor. Según esta definición yo debería ser una persona del todo indeseable para cualquiera que, estando de acuerdo con ella, participase de un mínimo de honestidad para consigo mismo. Sin embargo, los mismos que tan ligeramente osaron describirme y juzgarme, continúan a día de hoy obsesionados conmigo hasta el absurdo. ¿Cómo se explica esto? ¿He de pensar que soy irresistible hasta el punto de que ni el tiempo ni la distancia hacen mella en los sentimientos que hacia mí se albergan? A pesar de lo halagüeña que resulta la hipótesis, me inclino más bien a pensar que en realidad jamás me han amado, ni ahora ni antes, y que es únicamente el orgullo herido y la negación de la propia derrota lo que a pesar de la más que evidente falta de correspondencia les impulsa a volverse hacia mí una y otra vez. Otra explicación posible es que no pensaran en absoluto eso de mí, y que la razón de que se expresaran en términos semejantes surgía de un intento subrepticio y ridículo por domesticar a la supuesta puta oculta en mi interior. De nuevo estarían incurriendo en un error lógico: tomar por lascivia simplona lo que en mí no era sino auténtica posesión.
Qué absurdo tratar de domar a un poseído, ¿no crees? Quizá, si hubiera sido el diablo el artífice de todas esas malas artes que tantos quebraderos de cabeza han causado a mis inocentes pretendientes, se habría podido intentar un exorcismo que aniquilara de raíz, para bien o para mal, esa tendencia mía a la dispersión romántica y espiritual. Pero por fortuna o por desgracia no es el diablo quien susurra en mi oído la dirección que he de tomar a cada instante. Ahora sé que no estoy poseída por espíritu infernal alguno, y que ni una sóla de mis acciones merece ni por asomo el calificativo de perversa o de maligna. Puede que sea desconsiderada, pero más por fidelidad intrínseca a lo que soy que por una auténtica falta de compasión. Estoy hechizada de vida y de intensidad y la única lealtad que respeto de corazón es la de ser coherente con las efervescencias que de repente se desatan en mi corazón. Llevo media vida mortificándome por mi incapacidad congénita para rendir tributo al convencionalismo y ahora, gracias a ti, estoy dispuesta a afrontar la vida desde una perspectiva más alegre y compasiva para conmigo.
Para mí era estrictamente necesario encontrarme con alguien que me amase por lo que soy en lugar de por lo que se supone debería ser, y ni todo el dolor de la tierra va a impedirme ahora desarrollarme como merezco. Mi compromiso es para con la vida; mi matrimonio, con la intensidad. Tu existencia no me da sino alas para realizarme; tus celos, que también son los míos, no tienen más consecuencia que la de una leve ocultación desprovista de todo significado. Dejar de amarte sería la mayor de las traiciones, la soledad más absoluta, la muerte más atroz. Esta dualidad que formamos y que Dios ha debido de conjugar en un arrebato de genialidad humana ha de perdurar el tiempo que demoremos en follarnos el mundo y a todo lo que en él habita.
Te amo

Nabokov, Proust y otras locuras

Imagina que nos encontrásemos una cartera, y que en esa cartera hubiera, además de cien o doscientos euros, una tarjeta con el teléfono de un tal León Curvas Cuervo, director ejecutivo de la discográfica Lupanar Breakfast in Laponia (por mí inventada para esta honrosa y lujuriante experiencia de transmitirte por escrito mis más mejores pensamientos de lunes por la mañan(a)(ita) –tómese la desinencia que mejor se corresponda con el humor transitorio de cada uno).
¿Qué haríamos, amor? ¿Quedarnos con el dinero y corrernos una juerga de escándalo, entregarnos a un derroche romántico de órdago, descerrajarnos el cuerpo en la calle a la par que proclamamos el imperio hedonista de ese hijo nuestro imaginario y dionisíaco que tan conmovedor resulta en sus declamaciones (No son estas tierras las que os he pedido, marineros. No es esta costa la que me habéis prometido. ¿Por qué acción he merecido este castigo? ¿Qué gloria es la vuestra si siendo jóvenes engañáis a un niño, si siendo muchos a uno solo?)? ¿O por el contrario haríamos un esfuerzo sobrehumano y en todo opositor a nuestra naturaleza desaforada, y con la esperanza de obtener una oportunidad en ese universo hostil que es la escena independiente nacional, probaríamos a devolverle al potencial mecenas su cartera en plena integridad de documentos, recuerdos personales y valores en metálico? ¿Y en tal caso, como lo haríamos? ¿Aprovechando la dirección de email que tan oportunamente vendría incluida en la tarjeta, o llamándole por teléfono? Mi imaginación aventurera me impulsa a decantarme por el comunicado escrito, quizá por ser éste el plano lingüístico en que mejor y con más soltura me desenvuelvo, y porque ofrece a mi entender más posibilidades dramáticas. Me explico: podríamos por ejemplo, en lugar de aludir a la devolución de la cartera apelando a nuestro papel de buenos y solidarios samaritanos, pedirle un rescate por ella con un mensaje incitador de esos que tan bien nos salen y que tanto disfrutamos elaborando. En nombre de la extravagancia y cayendo, no digo que no, en el error de siempre de suponer en nuestros semejantes un núcleo interior de intensidad equivalente al nuestro, podríamos intentar un asalto al estrellato vía pirata, por medios ligeramente criminales (pues dudo de nuestra capacidad para, a pesar de todo lo que nos sugiere el destino fugitivo del bandido, llevar a cabo y en perjuicio de alguien fechorías mayores). Le podríamos chantajear, así como medio de coña, con el tema de la cartera. Columpiando con palabras equívocas su duda acerca de la seriedad de todo el asunto, conquistaríamos su atención y estimularíamos en su interior ese afán por lo trepidante y lo inesperado del que peca, en mayor o menor grado, cualquier ser humano que se precie.

Supongo que todo esto se me ha ocurrido a raíz de ponerme a considerar la sequía monetaria que se nos avecina esta semana. Al final va a ser cierto eso de que todo ocurre para bien, y de que las penurias (hiperbólico) y las necesidades insatisfechas ofrecen material de primera para esa hoguera pequeñoburguesa y mistificada que es la sublimación. Porque, ¡qué cojones! Nabokov era un puto (envidiosa) aristócrata que, aunque pasó por años de exilio voluntario y por toda esa clase de detalles que tan bien quedan en las biografías, no tuvo en realidad que preocuparse por ninguna de las necesidades que pugnando por satisfacerse nos golpean el pecho a día de hoy: educación privilegiada, sibaritismo y voluptuosidad familiar, intimidad, variedad vital, riqueza estimular. ¡Joder! Viviendo en una mansión en primera línea de bosque russo y gozando como gozaba de todas las gratificaciones de la vida acomodada, ya podía escribir como escribía y, sobretodo, ver como veía. ¡Qué gran observador de la belleza es Nabokov! Ese rasgo, que comparte –aunque en otro sentido- con Proust, es lo que le hace tan buen deor de intensidades, tan magnífico pintor de escenas familiares a la propia sensibilidad.
La diferencia entre Proust y Nabokov es que Proust veía y escribía como un viejo (maravilloso, sí, pero viejo al fin y al cabo) y que Nabokov veía como un joven pero escribía como un viejo. Así, la elección de los temas en Nabokov (las cosas en que se fija y que en su literatura son motivos recurrentes) se corresponde con la que haría un adolescente, o quizá un joven, y sin embargo su lenguaje y sus modos de reflejarlo son los de un viejo (con esa infinita paciencia que se trasluce de la consideración milimétrica del detalle en lugar de con la impetuosidad evacuadora del artista joven que se manifiesta). Esto es, a mi entender, lo único de lo que, aun debiendo pecar, no peca su literatura: de una chispa de juventud, de un arrebato surgido del desaliento, de un naufragar a ciegas por las simas literarias en pugna por la expresión magnífica de ese hipido de condena al mundo que, precisamente por inmaduro y desvergonzado, se come con patatas la sutileza embellecida del artista anciano que mira su vida en retrospectiva y sin radicalismo alguno. Supongo que esa es la razón de que la literatura de Nabokov, de manera inversamente proporcional a la de Miller, nos vapulee el ego más que nos conmueva. La literatura del ruso es tan vivificante, tan pulida, tan esplendorosa, que el afán por la perfección nos hace (me hace) obviar las carencias de su obra. Ese enceguecimiento viene ayudado por el hecho de que la visión del autor era la de un joven. La proximidad de los temas, los nexos con mi propia vida, los nodos de identificación son tan numerosos, que confundo vista con lo que escritura es y me convenzo de que Nabokov tiene exactamente la prosa que a mí me gustaría tener. Con Proust esto no me sucede, claro. Su prosa arquitectónica y exhaustamente perfecta no hace más que confirmar el hecho de que su visión era la de un viejo. ¿Y acaso nosotros le envidiamos algo a los viejos? Está claro que no, que nuestro espíritu es tan endiablada y persistentemente joven que, cuando envidiamos, envidiamos siempre desde la regresión y con el afán de alcanzar alguna clase de inmortalidad detenida en la adolescencia. Queremos la lucidez de una esfinge, pero la queremos en cuerpo de niño. La plasmación artística a la que aspiramos es a la de una dominación absoluta de las formas (próxima a la perfección estática del viejo genial) que se vea constantemente contaminada por el ardor juvenilmente radiactivo de nuestra experiencia vital (al estilo del Miller más enfurruñado y malhablado y del Rimbaud más eufórico y carnavalesco que imaginarse puedan).

Carta enloquecida de Lula


Oui, mon coeur. Justo eso. Justo eso.
Las claves:
- cualquier otra mujer lo conseguiría sin esfuerzo
- juego mal mis cartas
- joderme bien jodida.
Justo eso. Joderme bien jodida. Bien jodida. Cómo me excita esa frase en tus labios fríos y calientes, en tu lengua de pulpa y de acero.

Hoy no sé pensar, no puedo pensar. No me encuentro bien, no me encuentro mal. Tararí, tararí, tarará.
No he comido. No he hablado con nadie, excepto con Anaïs (que estos días me sigue de cerca, lo presiento, como un fantasma deliciosamente femenino y solidario).

Hay que ver lo bueno que estás y lo bruto que eres, amor mío. Esa brutalidad tuya tan sensible, esa sensibilidad tuya tan brutal y primitiva.

Me he metido en el baño de paralíticos, que tiene un espejo privado (no sé si para compensarles por su incapacidad o para recordársela visualmente). Me he desnudado y me he contemplado de frente y de perfil. Me he gustado. Me ha gustado mi cuerpo y mi rostro al contemplarme. ¡Qué hembra!, me he dicho. ¡Tan lista! ¡Tan guapa! ¡Tan jodidamente insatisfecha! ¡Tan enamorada del mejor de los hombres! ¡Tan triste!

Eso me decía Fernando, que tenía los ojos más tristes que había visto en su vida. Los veía tristes incluso cuando estaba contenta... aunque bueno, tan sabiniano él, ¡qué otra cosa podía decirme! ¡La muchacha de los ojos tristes! ¿Tengo tristes los ojos, o sólo los entristezco cuando sé que me están mirando?
Tú también tienes los ojos tristes, la cara triste. ¡Cómo me gustas! En ocasiones me resulta increíble que me gustes tanto. Me resulta incluso fastidioso.

Me voy a tomar otro café, a ver si estallo de una puta vez y salpico a todo el mundo con mi santidad.

Bien jodida. Bien jodida. Eso es lo que nadie excepto tú ha hecho jamás: joderme como Dios manda, mandarme como Dios jode. Me gusta estar a tus pies, o no. Quién sabe. Yo lo sé. Dios lo sabe.

Jódete, Dios.

Carta de Lula al enfant terrible

Bebo café, café para arrancarme la resaca y las melancolías que ésta trae aparejadas; café para evocar el instante en que tan ilícita y deliciosamente nos conocimos, conmigo pateando las calles enamorada de otro que no eras tú y contigo apareciéndote en mi camino más hermoso que un ángel e infinitamente más irresistible que cualquiera; café para escribir desde el arrebato lo primero que se me ocurra, sin que la censura de la autoexigencia castre de raíz mi afán por manifestarme; café para no tener hambre, para olvidarme de las tardes fracasadas y de los planes de intensidad que jamás llegan a concretarse en algo meritorio y digno de ser recordado; café a falta de otra cosa, ansiedad inducida y floreciente, milagro de explosiones que se suceden como en paroxismos alternando necesidades y satisfacciones que ora te incluyen, ora te excluyen por completo.
Ser valiente, ser fuerte, ser interesante, permanecer hermosa. ¿Y mi incapacidad para romper monotonías? ¿Y la tuya para sentirte espontáneamente a gusto? ¿Cuál es nuestra verdad, amor? ¿Hacia qué tendemos y para qué? Tanta potencia, tanto atractivo, tanto carisma y tan pocos y tan vanos objetivos. ¿De qué nos sirve todo este realismo de fantasías y entretenidas banalidades, toda esta tensión y este subirse por las paredes constante?
Siempre sucede todo en el plano del más allá, en la desintensidad del largo plazo, en la irrealidad mitificada de un futuro de estrellato que nunca resulta lo suficientemente magnético como para hacer que nos pongamos en marcha.
¡Viajar! ¡Soñar! Romper con la inercia vulgarizante que llevamos prendida a los talones y aniquilar a pisotones las fronteras de este entorno nuestro nulo y absorbente en demasía. Asesinar las esperanzas de los nos quieren por consanguinidad y no nos merecen por ni siquiera merecerse a ellos mismos.
Al nacer nos fue entregado un cuerpo privilegiado y es así como le sacamos provecho: colgándonos de un sentimiento de extrañeza postizo que nos amarra a ese buque en perpetuo hundimiento que es la decadencia, riéndonos de la risa en lo que no es más que una variante masoca del sentido del humor. Parecemos estar condenados a un constante no sentirnos bien, a una eterna amenaza de aburrimiento, a una hiperconsciencia de absurdo paralizante y demoníaca.
Sí, mi amor; Rimbaud era del todo anacrónico. Me lo imagino vestido con harapos, saltando por el monte, comiendo ratas en un arrebato de primitivismo, grabando el nombre de Verlaine con una navaja en la madera llena de grasa de una mesa rectangular de taberna, proclamando un imperio de carcajadas o haciéndose el mártir según la moda poética de la semana. ¿Y nosotros? ¿Somos también anacrónicos o por contra hijos profundos de nuestro tiempo? ¿Nos movemos en pos de la modernidad o es la modernidad la que se lo pasa en grande pateándonos el hipersensible culito de poetas en racha de osadía?
¡Eres Absurda!- me dijiste ayer. ¡Cuánta razón tienes! ¡Qué clarividencia la tuya! Del Absurdo es precisamente de lo que no me libro ni en sueños, cuando los tengo; del Absurdo, del Patetismo y de la Mecánica de Compulsión a no hacer nada que me beneficie. ¡Absurdo! ¡Terrible maldición para la embriaguez de los sentidos! ¿Quién, de todos los que por desgracia hemos descubierto la realidad de ese sinsentido, conserva intacta la fascinación descabellada por lo que ha de venir, la capacidad preciosa para anonadarse de veras, el alcoholismo infantil de las emociones de infarto?
Hoy tengo miedo a perderte y a perderme, a que las verdades como templos disfrazadas de relativo me conviertan en un ente demasiado lúcido, o muy poco, para amar desde la tontería vivificante del adolescente. Tengo miedo a llamarte y que estés enfadado, o a llamarte y que estés en un estado del todo incompatible con el mío, o a llamarte y sorprenderte aburrido y sin desseo alguno de pasear en mi compañía. Miedo, miedo, miedo, miedo, miedo, miedo… Strungle, fungle, gungle. Juajajajajajaja. Santo Cristo Bendito, ¿pero qué coño me pasa?

Hasta la modernidad siempre




Ayer reflexionaba, desmayada de gusto sobre la cama, acerca del papel del miedo en nuestra manera ultrahumana de afrontar la vida. Miedo a ser abandonados, miedo a decepcionar a aquellos que más nos admiran, miedo a traicionar confianzas ajenas a la de uno mismo, miedo a la bronca y a la desconsideración, miedo a la vulgaridad del propio rol, miedo al anonimato o al popularismo exagerado y al alcance de todos. No nos acabamos de fiar de lo que somos y en base a ese temor actuamos o dejamos de hacerlo. Es complicado detectar cuándo una persona está siendo infiel a su propia naturaleza, tanto por exceso como por defecto de actitudes, y tendemos a pensar que el exceso es más indicativo que el defecto a la hora de valorar el grado de autocompromiso de cualquiera.
Il faut être absolutement moderne. La verdad es que tengo serias dudas acerca de lo que significa el concepto de moderno, al menos en boca de Rimbaud. No sé si moderno implica una actitud de compromiso para con el propio tiempo consistente en dejar el reflejo de lo que uno es en relación a la época que le ha tocado vivir o sí por contra el concepto nada tiene que ver con esa definición, pero en cualquier caso tampoco conozco lo suficientemente bien el contexto de los simbolistas franceses como para aventurar un juicio sobre la modernidad de Rimbaud en ese sentido. Tampoco sé hasta qué punto la belleza de la vida del poeta llegó a superar la de su poesía, y cuanto más lo pienso más me convenzo de que en ningún caso fue así. La verdad es que, aunque conmovedoras en grado sumo por todos los rasgos de personalidad que implican, no creo que las actitudes de Rimbaud para consigo mismo puedan considerarse dignas de lo que nosotros denominamos belleza e intensidad de carácter. Independencia económica sí, pero, ¿a costa de qué? Que no volviera a escribir, pase; pero que eligiera, de entre todas las vidas posibles, la de un traficante de esclavos obsesionado con el dinero, me parece a mí un desatino vital de categoría que refleja más una patología que una verdad (y la verdad bien entendida es, como decía Keats, belleza). Teniendo en cuenta que a partir del siglo XVIII las enfermedades psiquiátricas recuperaron el estatus de extravagancia que les había sido arrebatado con la Ilustración y comenzaron por tanto a proliferar, puede que en este sentido la vida de Rimbaud fuera absolutamente moderna. Como criatura de su tiempo que era y, no digo yo que no, quizá desbordado por una lucidez que no supo o no quiso encauzar, optó por la locura y por lo que en su caso implicaba la modernidad.
El que ahora Rimbaud sea en sí mismo más poético que cualquiera de sus poesías no debería indignarte en contra de su producción literaria, porque creo que tiene que ver más con la manera humana de hacer uso de los símbolos que con la calidad de lo que el pobre obseso escribió. Los hombres tomamos hechos del pasado y, al considerarlos en retrospectiva y desde el más profundo desconocimiento, los elevamos a la categoría de epopeyas preciosas y ultragenuinas. La propia forma en que hablamos de nosotros mismos y de nuestras motivaciones añade uno o dos puntos de tragedia o de comedia, según el caso, a la tragicomedia que resulta ser siempre la realidad, también la nuestra. Por eso los retratos de vida de los artistas me levantan siempre una sonrisa. Aunque cualquiera sabe que la vida de cualquier persona, considerada en todas sus dimensiones, resultará siempre más interesante que una obra de arte en concreto, parecemos necesitar reforzar el interés de la vida, en tanto que vida humana, del artista, en un intento por que éste se eleve, elevándonos, por encima del resto de los hombres.

No alcanzo a imaginar de qué manera, siendo coherentes con nuestras naturalezas, podríamos dejar de amarnos. Repito, que ya sabes que me encanta: no hay nada más interesante que un ser humano en todas sus dimensiones. Si aprendemos a hacernos partícipes de esas dimensiones, como creo que ya estamos haciendo, no concibo modo alguno en que pudieras dejar de interesarme. Lo jodido es cuando por ese miedo del que te hablaba antes evitas que el otro participe de las facetas que te constituyen. Ahí sí que puedes alejarte y enamorarte de cualquiera, porque como en los inicios de las relaciones las personas se sienten lo suficientemente libres como para no ocultar por miedo aquellas cosas que en el fondo les apetece contar, cualquier compañía resultará más grata que la de esa persona de la que tanto se esconden. El enamoramiento del comienzo se pierde en parte debido a esa tendencia cada vez mayor a suavizarle al Otro la imagen que de nosotros guarda. Dejamos de sentirnos libres y, por tanto, interesantes. Todo lo que nos excita contar nos lo callamos por miedo a hacer daño, a que nos dejen, a que se sientan engañados por nosotros, ¡a que nos hagan lo mismo! Y entonces nos aferramos a cualquiera que nos de la opción de mostrarnos sinceros y en apoteosis de lo que somos, a cualquiera que nos reciba íntegros, en bruto y excitantes a rabiar. Todo eso, por supuesto, dura poco, y enseguida comenzamos de nuevo con el intercambio de simulacros y ocultación que es, en mi opinión, el principal motivo de ruptura de las relaciones que sí merecen la pena.
Mi mayor pecado contigo, venial gracias a tu profundo conocimiento de mí y a mi consecuente incapacidad para engañarte verdaderamente, es haber obstaculizado por miedo tu desentrañamiento progresivo de mi naturaleza. Superado eso, o en proceso de superación, sólo puedo pensar en que te amo y en que la vida a tu lado se me antoja cada vez más excitante. Cuando envejezcamos ya veremos lo que hacemos, si pegarnos un tiro o lanzarnos de cabeza a la piscina de Cocoon.
Pienso también en la vulgaridad de casi todo cuanto a mi rutina rodea: la frigidez diabólica de mi madre, a la que no sé si quiero o me fuerzo a corresponder; la ausencia de viajes y el aburrimiento que entraña el encadenamiento a un único paisaje cuando se es joven y se padece de una inflamación crónica de corazón, la comprensión incondicional de nuestros más asensuales amigos, la sucesión de clases y profesores desde la distancia respetuosa y cansina de mi rol de alumno, el fin de semana y la disipación lícita que por costumbre implica, la austeridad económica y las limitaciones que a nuestro pesar trae aparejadas.
¡Vulgaridad, aburrimiento, existencia vacua y sin libertad efectiva! A todo eso, añádase la falta de ganas, o de impulso, de buscarse uno la vida con esfuerzo y dedicación responsables.
Somos desde luego marginales, y ojalá el tenerlo tan claro fuera requisito necesario y suficiente en el camino a la progresiva independencia de todos los lastres variopintos que nos amargan los plomizos despertares, a nosotros que ni por asomo los merecemos, a nosotros que por ser quien somos debería todo otorgársenos sin a cambio nada pedir.
Me gustaría vivir en una buhardilla, pasarme el día borracha y escribiendo, explotar mi libertad hasta el más puro dolor, evadir el remordimiento ensayando una y otra vez el egoísmo característico de mi condición naturalmente insatisfecha. Y puede que todo esto no sean más que tópicos, y que lo que hacer debiera es esforzarme en la experimentación de una vivencia genuina no basada en quimeras de bohemia con precedentes. ¡Pero es tan difícil para un soñador renunciar a sus sueños de adolescencia! Por muy estúpidos, simples y trillados que estos resulten el soñador encuentra siempre un gusto superior en revolcarse en la evocación de los mismos echando mano de todos los recursos de que para ello dispone: literatura, drogas, bessos, cine, exigencias para con uno mismo, aromas que sugieren no se sabe qué concreciones de la felicidad.
Hoy pretendía aplicarme, como antaño, a la lectura de los malditos, y como antaño me he descubierto inhábil para permanecer embebida en nada que no sea yo misma el tiempo preciso para extraer siquiera una conclusión de mediano interés. A veces dudo de que me guste realmente leer, y dudo de mis motivaciones para con el arte de los demás. El mal arte, el no- arte, me aburre inmensamente y me irrita; el buen arte, en cambio, ni me irrita ni me hace disfrutar, sino que por contra me tortura y me hace andar como una loca sin rumbo determinado por entre esa gente que, por una vez, me mira con más curiosidad que desseo.
Si aparecieras por aquí no sabría siquiera qué decirte. Necesito sustancias que me liberen de esta angustia ansiógena que me impide gozar de lo que escribo y del acto mismo de escribir. Necesito sustancias que modulen la llama que consume mis determinaciones para con el nuevo día. Necesito sustancias que me vendan sinapsis de intensidad y serenidad entremezcladas. Necesito sustancias que me convenzan del imposible de que no necesito más de lo que tengo para ser feliz en esencia.
Me pican las piernas, siento mi piel engrasada; quiero huír de aquí pero llueve, hace frío y aún no es hora de volver a casa.
Tengo ganas de que me folles mientras me dices cosas. Despierta, maldito.

Al leer a Anaïs Nin me invade de nuevo, como a los diecisiete, ese escalofrío de más que parcial correspondencia que no sé si se debe en el fondo a una realidad de hecho, o a un afán por mi parte de asemejarme a algo a lo que considero deseable asemejarse.
A veces, sólo a veces, tengo miedo de no ser verdaderamente una artista, de no necesitar serlo lo suficiente como para ponerme a la tarea, de participar de otros recursos de vida en porcentaje excesivo, de que me pueda la impaciencia y acabe al fin conformándome con el logro aparente y con la adoración ingenua que profesan los que se dejan deslumbrar con poco.
Creo que si no fuera por ti, la literatura habría abandonado la genialidad potencial de mis dedos hace ya mucho tiempo. A ti sé que no puedo engañarte y que para mantenerte deslumbrado no me queda otra que ofrecerte productos auténticos, alados, de calidad, por completo inaprensibles para el resto, acordes contigo y con lo que por ti mismo, con independencia de lo que yo soy o escriba sobre ti, representas para el mundo.
Me pregunto si alguna vez lograremos ser felices, y también si acaso no lo somos ya y lo que nos ocurre, como a cualquier ser humano que lo es en demasía, es que no lo sabemos. Creo que se trata más de una incapacidad para saber si se participa, y en qué grado, de la felicidad, que de una auténtica incapacidad para participar de ella y de todo lo que implica.
Decimos que nos faltan amigos, diversión, frivolidad grata; pero lo que nos faltan en realidad son personas en derredor que nos exciten los sentidos. No seres humanos agradables y enamorados de lo que somos, como Sara, sino personas excitantes que nos inflamen las ganas de follar y nos obliguen a apretar las piernas una contra la otra. Es así cuando más hermosos, poderosos e ingeniosos nos mostramos, cuando menos desseamos que acabe la noche y, con ella, la recolección de ebriedades artísticas susceptibles de sublimación literaria; cuando más artistas somos y más orgullosos deberíamos sentirnos el uno del otro.
Aguardo con impaciencia mi cita contigo y con la nocturnidad bravucona y sentimentaloide del vino. Le drama est mort, vive le drama!
Je t' aime