domingo, 27 de septiembre de 2009

AuToSuFiCiEnCiA


No sé qué hacer hoy conmigo porque me siento alterada, acelerada y ansiosa y no logro, por mucho que lo intento, centrarme en nada ajeno a mis reacciones físicas. Antes de salir de casa, y como si quisiera potenciar este estado ansiógeno que me corroe, me he bebido de penalti una taza grande de café solo con hielo. El corazón ha empezado a palpitarme con tanta fuerza que, por un instante, ha parecido querer salírseme de la caja torácica para galopar, en clave de sístole, más allá de los márgenes de mi biología. Ahora estoy haciendo como que me siento sobre un taburete, poseída por la prisa de hacer no sé muy bien qué cosa y tratando de domar, cada vez que alguien me mira, los espasmos que azotan mis posaderas.
Tengo dinero, tiempo y libertad para hacer y deshacer como me plazca, pero por alguna inaprehensible y puñetera razón no me siento motivada para aprovecharme de ninguna de esas facilidades. Las palabras me salen a trompicones y la redacción se me resiste, así que lo de escribir vamos también, yo y mis yoes, a tener que dejarlo por hoy. Pero si no escribo, ¿qué hago? Sola y en la calle, sin ganas de leer y sin música que escuchar bajo la lluvia desvaída y lánguida, he por fuerza de intentar entretenerme con las palabras. Miro a las personas que me rodean y me siento enfermar por momentos. Decir que siento asco resultaría eufemístico, porque lo que me embarga el ánimo al contemplar las interacciones que en derredor tienen lugar se relaciona más con una sensación de putrefacción e insalubridad que con una variante desagradable del gusto. A mi derecha, vociferantes y colosales en tamaño y falta de dignidad, hay un grupo masculino de unos cuatro miembros que, a falta de habilidades lingüísticas complejas, se conforman con golpearse y gruñirse los unos a los otros en un dialecto emparentado de lejos con el castellano. He tenido que cambiar de lugar porque, cada vez que algún empujón amistoso acercaba a cualquiera de ellos al dominio ocupado por mi mesa, el desseo de aniquilarle de un vasazo la cara grotesca y gutural cobraba excesiva e inapropiada relevancia. Aunque pensándolo bien, prefiero rodearme de simios que de modernos. Me interesan más las etologías que los posados y, en el fondo de mi corazón, siempre admiré más a Goodall que al cretino de Warhol. Si bien la necedad absoluta me resulta tolerable, y aun hilarante, la mediocridad presuntuosa me saca por completo de mis casillas. La verdad es que no sé por qué escribo estas estupideces. Lo apropiado sería que registrara aquello que me conmueve, en lugar de centrarme en las cosas que no soporto o que me raptan de quicio. Y fijaos que he escrito raptan. El quicio es algo de lo que solo te pueden sacar por la fuerza, y en un momento de vulnerabilidad. ¡Qué ingenio el mío!, ¿verdad? Vulnerabilidad, verdad, verdad, vulnerabilidad. Rapto, rape, ripper, rapiña, raposa. Todo lo que comienza por rap y se me ocurre en este instante se relaciona en cierto modo con la violencia, lo cual me remite al tema prioritario aparente de este escrito: mi estado de ánimo conflictivo, prejuicioso y sociópata. ¡Qué poco interesante, de verdad! ¿Pero sobre qué escribo entonces? Escribe sobre las flores del campo, bromea mi voz interior. Sin embargo, lo más campestre que se me ocurre escribir es que me apetecería estar en un lago entre rocas, lanzándome de cabeza al agua y vestida con pieles de animal. Hasta qué punto resulta silvestre la imagen, ni lo sé ni me importa demasiado. De momento me he alejado medio grado de la intolerancia para aproximarme, a paso de tortuga, al pacífico remanso de la imaginación evocadora y libre. Continúa, se mofa la vocecita. Muy bien, vocecita, sugiéreme un nuevo tema. Habla sobre los niños pequeños, zorra. Zorra tu madre, vocecita, o sea yo, ¡qué cabeza la mía! Los niños, los niños, a ver qué coño ideo sobre los niños. ¡Ah, ya sé! Los niños me acomplejan, los niños me acobardan, los niños me dan envidia y los niños, en general, me gustan y me fascinan bastante. Aparte de eso, hoy he leído que han detenido a Roman Polansky en Suiza ( lugar al que había acudido con objeto de recoger un premio), a causa de la supuesta violación que cometió hace tiempo sobre una prepúber americana de trece años en canal. ¿Qué tengo que decir acerca del tema? Pues que las visten como putas y que dejen a Polansky en paz de una jodida vez, poco más. ¿Argumentos a favor? Lunas de hiel, El quimérico inquilino y La muerte y la doncella, para empezar. A un artista no se le encarcela, del mismo modo que a un niño pequeño no se le procesa por acoso por tocarle el culo a su prima. Si resulto políticamente incorrecta, lo lamento más bien poco. Además, el hecho de que su ex mujer haya sido desfetada, literalmente, por un emblemático asesino en serie americano, le otorga bajo mi punto de vista cierta inmunidad con respecto a los delitos cometidos en ese país de patriotas armados hasta los dientes. Por otra parte, si fue capaz de escribir Lunas de hiel y de enamorar a Emmanuelle Seigner, ha por fuerza de saber algo sobre cómo y con quién follar. Démosle, a falta de la libertad, un voto de confianza.
Y tras esta burrada provocativa y efectista, ¿sobre qué escribo, vocecita? Escribe sobre la escritura. ¡Oh, no, vocecita! ¡No me vengas con esas! ¡Metaliteratura! ¿Por qué y a cuento de qué? La metaliteratura es como una bolsa de té reutilizada, como el polvo de un tetrapléjico, como una puesta de sol convertida en fondo de escritorio en el ordenador de un agorafóbico. ¡Cualquier cosa menos esa, lo digo en serio! ¿Cualquier cosa, cualquier cosa? ¡Cualquier cosa, vocecita! Escribe sobre el desarraigo.
Allá voy: me considero una desarraigada por no pertenecer del todo a nada, ni a nadie. Me considero una desarraigada por saberme huérfana de padre y de generación. Me considero una desarraigada por el desprecio que siento ante mis semejantes por consanguinidad, y por la sensación, a caballo entre la repulsa y la incomprensión, que me embarga al mezclarme con la jauría. Me considero una desarraigada porque mi odio, que no me pertenece por completo, parece surgido de algún otrora diferente a éste en que vivo, o muero poco a poco. Me considero una desarraigada porque mis orígenes, si es que los tengo, se me antojan confusos, y porque mi lealtad, de existir, lo hace bajo directrices de moralidad dudosa. Me considero una desarraigada porque la plenitud se me escapa y el disfrute, en su acepción más hedonista y despreocupada, me enfrenta contra todos y contra mí misma. Me considero una desarraigada porque no encuentro nada, ni en la realidad ni a tres planos por encima o por debajo, que me comprometa lo suficiente como para tomar partido. Me considero una desarraigada porque el futuro es una entidad en la cual no creo, y el pasado, con toda su cohorte de nostalgias y bellos caracteres, intoxica de quimeras el presente en el que vivo, o intento vivir. Me considero una desarraigada porque renuncio, en nombre de una superexistencia mentada en vano y a traición de lo que soy, al divertimento anodino y superficial que me aportaría el pasar por integrada en un contexto hecho a la medida de mi inconformismo patológico. Me considero una desarraigada porque en cierto modo, y a pesar de las múltiples cadenas que me atan a la tierra y me rebajan, me siento libre y en posesión del secreto de la libertad que a todos se os escapa, esclavizandoos.
¡Hale, vocecita, hasta la próxima!

jueves, 24 de septiembre de 2009

From Lula Lestrange to Romeo Cosardiela Jr.


Echo de menos las tardes de invierno en que salíamos, abrigados hasta las orejas y sin cogernos de la mano, a recorrer enfervorecidos las calles de Madrid. Tú vestías vaqueros y una chupa negra; yo, faldas de colores que revoloteaban en torno a mi figura mientras fingía, sin afán alguno por que te creyeras ni una sola de mis extravagancias, ser una exótica y extrañísima criatura desconectada del mundo de los Hombres. Mientras tú emitías soliloquios provocadores con ánimo de enamorarme, yo hacía que buscaba objetos por el suelo y te observaba de reojo. Cuando de repente encontraba algo que pudiera ser de tu agrado, corría extasiada y haciéndome un poco la loca hacia donde estabas tú para, con una sonrisa radiante y las piernas apretadas de pura excitación, ofrecértela en el nido sudado y tembloroso de mi mano abierta. Me mirabas con unos ojos que parecían conocer todas y cada una de mis triquiñuelas y que, al mismo tiempo, se revelaban más que dispuestos a dejar engañarse por placer. Tu boca, que de palabra dudaba de todo y de todos, jamás dudó de lo que yo era o hacía, de lo que yo impostaba o fingía, de cómo yo, en resumen, me ofrecía a ti para que me quisieras. Recuerdo que las calles parecían más oscuras de lo habitual y, cada rincón, un escondite acogedor y misterioso. Olía un poco como a quemado, al igual que en los pueblos, y el barullo circundante de vehículos y personas en tránsito se me antojaba, concentrada como estaba en la gestación de un milagro privado, más la atmósfera de una película que la de la ciudad testigo de nuestras hazañas. El mundo podía estallar en llamas mientras nosotros, partidos de risa por nada, conquistábamos la noche y todo lo que por delante se nos cruzaba sin preguntarnos un solo instante por la suerte del universo. Me bessabas con fuerza, con ardor, sin miedo; apretabas mi cuerpo contra las paredes mientras mis piernas trataban de trepar por el tuyo y tus manos, extraviadas entre los pliegues de mi abrigo, buscaban rutas arcanas hacia mi piel desnuda y palpitante.

Echo de menos esas tardes y es por eso que quiero que te vayas, que te marches, que desaparezcas. Quiero que te largues y que me olvides rápido para que después, con apenas un ligero recuerdo de lo que supusimos el uno para el otro, vuelvas y sepas reconocerme entre la multitud. No quiero tu amor eterno, perenne e incaduco, pues correría el riesgo de que en el proceso se convirtiera en fraternal. Desseo tu tiempo, tu pensamiento, tu circunstancia; la posibilidad de erigirme en prioridad absoluta de tus más nocturnos y fantásticos desvelos. Prefiero suponerte un acertijo irresoluble a convertirme en tu compañera de fatigas y aburrimiento perpetuo. ¡Márchate! ¡Vete! ¡Desaparece! Sobre todo ¡olvídame, olvídame, olvídame!. Haz como que no existo ante tus familiares, ante tus amigos y ante ti mismo; haz como que no existo convenciéndote de que he muerto y lo nuestro es por tanto imposible; haz como que no existo, y fíjate en lo que te digo, aunque no te quede otro remedio que hacer el primer trecho a gatas y con los ojos dilatados por el terror. Prefiero no tocar fondo contigo porque después del fondo, lo sé bien, lo único que se puede es estar enterrado. Juntos y separados hasta el final, gatito, hasta el final.

Te amo.

4ETNIS

PD. Para compensar un poco la madurez emocional que destila la carta antecedente y de la cual, siendo honesta, carezco casi por completo, una última línea para el gatito: recuerda que cualquier cosa que hagas, la haré yo mil veces mejor. Y no hablo, precisamente, de tocar la guitarra. Ahora sí que siento que te quiero. ¡Al ruedo!

PPD (es que no me canso de hablar contigo). Cuando dos cuerpos o dos almas quieren encontrarse, ten por seguro que se encuentran. Como, fuera de lo que uno quiere y sin la excepción del ecologismo o de la paz mundial, no importa nada en demasía, pocas cosas se pueden añadir a lo ya dicho excepto que te quiero menos de lo que quisiera y que creo que a ti te pasa lo mismo. En cualquier caso te amo y eso es lo que en verdad importa. ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Qué es verdad? Verdad es belleza y delirio, gatito, belleza y delirio. No nos convirtamos en feos en contacto con la realidad circundante y circuncisora.

PPPD (ahora sí que sí, una última cosa antes de que te vayas): ¿Quedamos mañana?

PPPPD. Mejor olvida eso último, ¿sí? Lo más probable es que te encuentres exhausto.

domingo, 20 de septiembre de 2009

La mala sangre


Estoy en el mismo café de ayer, aunque sentada en una ubicación diferente, tratando de sacarle algún acorde hermoso a mi portátil. Al llegar me he podido pasar diez minutos largos intentando desentrañar la maraña inexplicable del cable, que en el breve intervalo que había pasado en la profundidad de mi bolso se había convertido, no sé cómo ni por qué motivo, en un manojo de negras víboras sin principio ni fin distinguible a la vista. Es muy típico de los cables hacer eso al meterse en un bolso, y me pregunto qué extraña clase de relación puede haber entre tan dispares objetos para que al ponerlos juntos se acoplen en tan impracticable y gordiano anudamiento. Como soy competitiva y no me gusta parecer torpe, a mano desnuda y sin ayuda de espadas me he concentrado en la ardua tarea de desenmarañarlo, y en la aún más ardua tarea de no poner cara de esfuerzo en el intento. Como si lo de desenredar nudos fuera lo mío, por tener quizá un antepasado marinero, o pirata, he logrado al fin dejar el cable más lacio que mi pelo y quedarme de paso con la sensación de prepotencia que buscaba. Mis párrafos introductorios son, al igual que yo, más raros cada vez. Me parece bien. Aunque por otra parte quizá éste no sea sino un texto de desvarío y, por tanto, lo antecedente no sea más introductorio que lo que a partir de aquí me de por escribir. Si buscabais profundidad iros a nadar a otra playa, porque la mía tiene hoy la marea baja. Esto no significa, ni muchísimo menos, que esté de mal humor o con el ánimo decaído, al contrario. Diría que, por el estómago, me revolotean patitos efervescentes. A qué se debe esa efervescencia natatoria y como espumeante de cítricos ni lo sé, ni me importa gran cosa. Lo relevante es que se quede, y que lo haga además por mucho tiempo. Si para eso tengo que transformarme en una frívola, tened por seguro que lo haré. O no, depende.
Antes de entrar aquí he caminado un rato escuchando una canción de Great White que no conocía, y que se llama Bitches and another women. Como todo lo compuesto por esa banda, resulta bastante sexual. No sé si tengo más ganas de quedarme aquí escribiendo, o de salir a la calle a esquivar personas con la música atronando en mis oídos y el corazón asilvestrado cabalgándome el pecho libre, y muy deprisa. Habrá tiempo para todo, así que de momento permaneceré sentada en este granate y mullido sofá de terciopelo, con la esperanza de que mi cerebro se acabe de decantar por un tema determinado. La verdad es que hoy llevo unas pintas bastante raras. Pantalones rojos muy ajustados y remetidos por dentro de unas botas negras que, así vistas, parecen más de montar que de salir a la calle, y chaqueta con capucha verde militar por encima. El maquillaje, el de siempre, pálido cadavérico con labios rojos y ojos muy negros. Mi aspecto no es muy discreto que digamos, pero como tampoco yo soy una persona discreta y considero oportuno tratar de aparentar lo que en realidad se es, finiquitaré este párrafo confesando que me siento bastante guapa y que todo lo demás, debido a mi flamantísimo y recién adquirido cinismo, me la trae por completo al pairo.
Estoy en ese estado en que me apetece correr, sudar, pelearme y seducir, en que me siento de nuevo enfebrecida por la literatura y capacitada además para someterla al yugo antojadizo de mis palabras; en que me sé potente, asilvestrada y salvaje y existen pocas cosas con la facultad de hacerme sentir culpable. A este estado de desinhibición y furores uterinos en que me encuentro lo llamo yo la mala sangre. Supongo que, de ser un hombre o un marimacho, en lugar de por seducir me daría por meterme en broncas. Sustantivos, verbos, adverbios y adjetivos titilan ante los ojos de mi intelecto con todos los colores de un espectro extraterrestre y excesivo, como tratando de convencerme, y consiguiéndolo, de que la literatura procedente del espíritu no necesita de contenidos semánticos para erigirse en excelsa. Es en la contraposición de sus tonos, en la brillantez o apagado de las palabras que la esculpen, configurándola, donde se fragua la magia y reside el secreto de su ocurrencia milagrosa. En fin, y yo que pretendía pasar por frívola... Al leerme me entra la sospecha de que el concepto de frivolidad me es tan ajeno como a mi genoma el de un perro de aguas andaluz, y que es precisamente por no pertenecerme en demasía por lo que me resulta tan atrayente y cool. ¡Cool! Aunque odio esa palabra, lo cierto es que la utilizo bastante. Supongo que es divertida de pronunciar y que yo, como niña que soy, procuro pasarlo bien a costa de lo que sea. ¡Faltaría más!

(luego sigo, ahora voy a unirme a la jauría)

Estoy en una pelea de gallos, es decir, en una competición de cariz hip- hopero consistente en humillar al contrincante emitiendo el mayor número posible de rimas hostiles. Aunque se supone que hay que improvisarlas, al verlos tan ingeniosos y metidos en su papel uno tiene la impresión de que se lo traen de casa más que preparadito. Si yo me presentara a un concurso de semejantes características, me cuidaría mucho de elaborar por anticipado y con todo el cálculo de que fuera capaz determinadas elocuencias de probable utilidad, a saber: insultos adecuados a cualquier tipo de defecto físico que mi contrincante pudiera padecer (gordura, cabezonería, narigudez, enanismo, calvicie, acné juvenil o fealdad a secas), respuestas apropiadas al hecho más que posible de que se metieran con mis puntos flacos, con la madre que me parió o con el tamaño de mi polla y, por supuesto, rimas de chulería centradas en la grandilocuencia de dicho tamaño y en el puterío de la progenitora del otro. Con esos ámbitos cubiertos tendría tantas probabilidades de ganar como cualquiera de estos sibilinos.
Supongo que el espectador del Coliseo debía de sentir cosas parecidas a las que siento yo al presenciar estas elocuentes humillaciones mutuas, y que en realidad es normal tener cada vez más ganas de que dejen a un lado las florituras lingüísticas para por fin lanzarse, pasándose el código de honor y las reglas del concurso por el forro, a arrancarse las entrañas a bocados. En esta vida nuestra, salvo que se sea un budista o Humphrey Bogart, hay que ser de todo menos indiferente.

viernes, 18 de septiembre de 2009

LoVe WiLL tEaR uS aPaRt


Estoy en un café llamado In dreams cuyo aspecto recuerda al de las heladerías americanas de los años 50 y que, para mayor regocijo de mi amor por el detalle y por lo retro, bloquea el acceso a la conexión wi- fi con la palabra “elvis”, en minúscula. La sonrisa del camarero al confiarme la clave me ha sugerido algún tipo de celebración relacionada con el espionaje. En clandestina complicidad, las cosas saben más y mejor. En honor al nombre del bar quizá la contraseña debiera haber sido Orbison, pero supongo que resulta más apropiado un bloqueo cuya ortografía no de apenas lugar a dudas. Y digo apenas, porque entre la b y la v de Elvis bien pudiera algún cafre mostrarse dubitativo. Y tras el párrafo situacional e introductorio de rigor, me dispongo sin más preámbulo y con cara de solemnidad a arrancar algo meritorio de mis psicotrópicos y casi, casi insondables abismos.
Como cada septiembre, me invade una cierta sensación navideña. A pesar de que siempre he afirmado que para mí Año Nuevo comienza en el noveno mes del año, nunca he estado demasiado segura de a qué me refería diciendo eso. Se trataba más de una impresión ligera y no del todo transferible a palabras que de un concepto o de una opinión forjada en base a algo y, por tanto, cada vez que aludía a ella lo hacía desde el desconocimiento profundo de la causa. Es posible que se debiera a que, cuando entre mis doce y mis dieciocho años el estío tocaba a su fin, la sensación de pérdida que experimentaba era tan fuerte y en extremo desesperante que, en cierto modo, consideraba la situación más como el fin de un ciclo que como la mera conclusión de una estación meteorológica. Cuando el verano acababa y era preciso regresar a Madrid, el único consuelo que encontraba era el de pensar que en breve sería Navidad y podría passear, henchida de exaltación nostálgica, entre las luces y las aglomeraciones de ese Broadway en miniatura que es la calle Gran Vía. Si no me aferraba a esa idea, hermosa y brillante cual estrella titilante en el pozo de unos ojos negros infantiles, la partida se me hacía tan dura que ni siquiera podía disfrutar a pleno de la última semana del verano por estar pensando ya en el instante catastrófico de la despedida. De todas formas, y por mucho que tratara de adelantar las navidades para hacerme una idea más atrayente y misteriosa de mi ciudad, el instante de agosto en nos percatábamos de que el Sol se dejaba ver cada vez menos, y de que el viento, en ráfagas húmedas y congeladas, nos obligaba antes de la hora de rigor a recoger nuestros bártulos y abandonar la playa, constituía un punto de inflexión en nuestro estado de ánimo que no siempre desembocaba en un mayor disfrute de la intensidad.
Ahora me doy cuenta de que los días que con mayor fuerza tengo grabados en el corazón son precisamente aquellos previos a la despedida. Conscientes, aunque sólo a medias, de la importancia capital de nuestros desenlaces, fuimos poco a poco haciendo de ellos rituales trágicos. Año tras año, el día fatal, corríamos al edificio Géminis a enterrar entre los matorrales, o donde se nos ocurriera, alguna clase de tesoro simbólico. Pelotas de goma, figuritas de plastilina moldeadas por mí en el garaje de Fernando, tapones de botellas e incluso anillos o videojuegos que hubiéramos utilizado ambos, eran los posibles candidatos a permanecer bajo tierra durante un año a la espera de que volviéramos a reunirnos para sacarlos a la luz. Aunque Fernando tenía terminantemente prohibido desenterrarlos sin mí, cuando a lo largo del invierno me echaba de menos solía viajar hasta Valdoviño para merodear por las inmediaciones de aquellas lápidas y llegar incluso, en cierta ocasión, a faltar a su promesa removiendo algunos puñados de tierra. Recuerdo que parecíamos actores, intérpretes arrebatados de nosotros mismos cuando, después del ritual funerario, cogíamos el coche hasta la estación de tren para llegar una hora antes que mis familiares y compartir unos últimos minutos de intimidad. Nos dirigíamos primero al bar de la estación, conmocionados hasta el punto de no poder hablar, y pedíamos un café con leche que bebíamos en silencio y sin dejar de apretarnos la mano por debajo de la mesa. Después íbamos a una zona del andén donde había trenes desguazados y cubiertos de orín y, con las piernas colgando del borde, compartíamos un cigarro. Era, al igual que el café, el único que yo consumía al año, y desde entonces tengo ambas cosas asociadas al olor a gasolina y a humedad de la estación, a una excitación sexual sin afán de consumación y al graznido de los vencejos que al volar a ras de tejado anunciaban lluvia. Todos mis últimos días, sin ninguna excepción que yo recuerde, llovió de la mañana a la noche. El humor atmosférico contribuía, con su empeño en mantenerse invariable verano tras verano, a la consolidación romántica de nuestro ritual de adiós.

Todo esto me hace pensar que, en el fondo, los momentos más intensos son aquellos acotados por la inminencia de una cuenta atrás, y que la separación, a pesar de la pérdida del Otro que supone y del vacío y de la soledad que trae aparejados, es en último término lo que más profundamente ata entre sí a las personas. A pesar del sufrimiento y de la angustia que se siente ante la amenaza de la distancia, los seres humanos se aman más y mejor en una atmósfera de tragedia que en una de estabilidad absoluta. Para disfrutar cada minuto como si fuera el último, hay pocas cosas que ayuden más que la recreación de un contexto apocalíptico en el cual, efectivamente, cada minuto es el último y los implicados se ven forzados a vivir al límite de sus emociones. Transgredir, siempre que se pueda, el remanso de la certeza, y arriesgarse al sufrimiento del corazón que no ve y del cerebro que supone siempre lo peor.
Así que no sé si odio o adoro las despedidas, porque cada vez que me toca pasar por el trance de alguna experimento emociones ambiguas, y aun contradictorias. Por debajo del melodrama y de la lágrima ligera de cascos fluye, cual si fuera un río embravecido por una estampida de impalas, la esperanza fulgurante y espesa de disponerme quizá a emprender grandes aventuras. Porque si en algo hace pensar una despedida es precisamente en su reverso, el reencuentro, y ¿qué persona peliculera que se preciara se privaría de una vivencia tan propensa a la teatralidad como ésa por miedo a lo que pudiera pasar? En el reencuentro se concierta, de nuevo, una primera cita, y desde luego es la única manera que se me ocurre de volver a conocer a una persona por primera vez. Pocas experiencias resultan, a mi entender, más emocionantes que la de reencontrarse con el compañero de batalla pasado un tiempo, y con nuevas cosas que ofrecer como aval de la propia humanidad liberada y reconquistada. Por pocas cosas, pienso, merece tanto la pena correr el riesgo de perderlo todo. Al fin y al cabo, estar siempre junto al desgastado sujeto de desseo no impide, ni muchísimo menos, el extravío de su espíritu. Siendo el espíritu, en última instancia, lo que mantiene a las personas enamoradas, cabe preguntarse hasta qué punto es indicador de nada ni merecedor de esfuerzo alguno el pretender que alguien permanezca siempre, y a costa incluso de su propia dignidad, en un radio al alcance de esa vista nuestra cegata de tanto espiar.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Querubina


Suenan los Dire Straits mientras ante mis ojos, en goteo progresivo y variado, se van acomodando los espectadores del partido que se supone van a televisar en este pub irlandés de nombre The quiet man en que estoy sentada con la esperanza de hallar siquiera un ápice de intimidad. No me percibo ni mucho menos inspirada; pero hoy, por alguna extraña razón, no necesito de inspiración alguna para manifestarme del modo en que creo que quiero. Aunque no sé qué es lo que desseo decir exactamente, soy consciente de que necesito decir algo y de que, en cierta manera no del todo alejada de la catarsis, sentarme a divagar por escrito es lo más apropiado al estado de represión creativa en que me encuentro sumida. Hay cosas, hay millones de cosas, que revolotean por mi cabeza exigiendo ser relatadas y que, por indefinidas y en exceso dispersas, no acaban de decidirse por las palabras concretas que habrán de perpetuarlas haciéndolas tangibles a la vista.
Lo que siendo honesta, me apetece en realidad, es abandonarme a la música y revolcarme por el suelo de este bar. Aunque no estoy más cachonda de lo que es habitual en mí, una cierta urgencia sexual me persigue últimamente, convirtiéndome a mi pesar en alguien del todo incapacitado para el arte estático. Si pudiera hacer de mis impulsos más íntimos cuadros o textos en movimiento, es posible que a día de hoy pudiera considerárseme excelsa en lo que hago, o más bien pienso. El que la mayor parte de las sentencias que de mi boca o de mi cerebro surgen acaben rimando por casualidad, no me ayuda demasiado a creerme una buena narradora, pero hoy estoy dispuesta a como sea escribir lo que sea y supongo que en el fondo eso es lo que cuenta, y nada más. Como ya hay demasiadas cosas que, en sentido metafórico y no tanto, me castran, no voy a permitir que la autocensura perpetre sobre mí más ablaciones de las necesarias. A partir de ahora, y a pesar de las serias dudas que al respecto albergo, todo será dicho, escrito y registrado para esa posteridad imaginaria de la cual pretendo erigirme en deudora.
Últimamente me cuesta mear. Y no me refiero a que, en situaciones estresantes como puede ser el intentar hacerlo entre dos coches mientras un amigo compasivo trata a duras penas de cubrirme de la vista de los viandantes, me resulte dificultoso estimular la micción, sino a que no siento en general ganas de hacer pis. Teniendo en cuenta la cantidad ingente de líquido, alcohólico y no alcohólico, que mi estómago es capaz de ingerir en un día, y que la ausencia de dolor o escozor al hacerlo imposibilita el que padezca cistitis, no me queda otro remedio que atribuir la dificultad a alguna clase de conflicto psicológico relacionado con el aparato genitourinario. Sin pretender resultar demasiado freudiana, opino que mi incapacidad para hacer pipí con normalidad está relacionada con una cierta culpabilidad sexual de cuyos orígenes no viene al caso, ni a la apetencia, hablar. Como contraviniendo esta explicación, o quizá liberadas por la reciente ponencia de la misma, las ganas de mear han retornado a las andadas con inusitada furia. Vamos, que o voy al baño ahora mismo o por contra os obsequio, de corrido y sin respirar, con una lluvia dorada de las antológicas. Sabía que escribir iba a tener su utilidad en el día de hoy. Ahorita regreso, que diría cualquier fémina de nombre Lucrecia que tendiese, por el hecho de ser humana, a emitir por doquier y a despecho del buen gusto muletillas de cortesía prefijadas.

(Una micción más tarde)

Pues sí que tenía ganas, sí. Y lo mejor de todo es que el pis ha sido abundante, indoloro, transparente, y que por primera vez en dos semanas he sentido el vientre relajado y libre de peso. Y esto lo digo además en una época en que, debido a mis ayunos constantes, luzco más delgada que nunca. Resulta curioso percibirse pesado cuando más esbelto se está, y compensar la distorsión emocional que supone el sentirse extralimitado en algo reduciendo la ocurrencia de un acto biológico relacionado. En este caso, comer [y quizá el último punto debiera haber sido punto y coma]. Me limito a hacer una comida al día, como los perros, quizá porque yo misma me siento una perra. Y como me siento una perra sexualmente hablando me topo de repente con dificultades para orinar. Si se piensa bien, resulta todo bastante lógico. El inconsciente, como me comentaba Chechu el otro día, es una inteligencia que merecería ser considerada aparte. Lo que no sé es hasta qué punto dicha inteligencia es meritoria, o indicadora de diferencia alguna entre un ser humano y otro. A un nivel inconsciente, parecemos todos bastante inteligentes. Sobre todo los más reprimidos y artistas, sobre todo los más culpables. Quizá, el hecho de sacar estas cosas a la consciencia me entontezca en relación a esa inteligencia inconsciente de la que hablo, pero como lo más probable es que a su vez me enlistezca ante vuestros ojos y yo soy una sumisa de las excelencias aparentes, por si acaso queda dicho.
Y como en general, y aunque no soy una fanática de la obra cumbre de Henry James, disfruto con las dobles vueltas de tuerca (y las curvas torcas de rueca, que es lo que en principio había escrito por error), voy a jugar a contradecirme buscándole los tres pies al gato de la lógica. He dicho que me siento culpable en un sentido sexual y que por eso no como más que una vez al día, pero al decirlo he omitido un detalle importante: creo, sinceramente, que estoy cada vez más buena. El creer eso me hace dessear ser follada y propiciar un estado de receptividad sexual que contradice, o no, el sentimiento de culpabilidad del que hablaba. En resumen: sentirse culpable por algo desemboca en una predisposición salvaje al objeto de conflicto. Y aún hay más: el dejar de comer no es un acto inconsciente, sino todo lo contrario. Deriva, de hecho, de una voluntad lúcida por resultar cada vez más apetecible, y no tiene por meta más que reincidir en aquello que supuestamente me hace infeliz. Si esto fuera verdad, implicaría aceptar que el inconsciente no es heraldo de la inteligencia, sino de la estupidez. Si nos hace inclinarnos hacia aquello que nos aboca a la infelicidad, muy bien podría decirse que el abstracto hijo de puta no cumple sus funciones como es debido. O eso, o aceptar de una vez por todas y sin misticismo vegano de por medio que valga, que el fin último del universo y de la humanidad es la entropía y la autodestrucción Absurda (y la mayúscula no es azarosa).

Aunque le buscaba los tres pies al gato de la lógica con ánimo de contradecirme y de hacer metaliteratura, he de confesar que lo único que he conseguido ha sido ampliar y aun reafirmar lo dicho con anterioridad al último párrafo. En cualquier caso, ha sido instructivo. ¿Para qué quejarse? Los caminos de El Señor son inescrutables y el mío, por el hecho de ser señora y masculina a un tiempo, lo es mucho más y a mucha más honra. O a mucha menos, que para el caso...

¡Ciao, malditos!