jueves, 17 de septiembre de 2009

Querubina


Suenan los Dire Straits mientras ante mis ojos, en goteo progresivo y variado, se van acomodando los espectadores del partido que se supone van a televisar en este pub irlandés de nombre The quiet man en que estoy sentada con la esperanza de hallar siquiera un ápice de intimidad. No me percibo ni mucho menos inspirada; pero hoy, por alguna extraña razón, no necesito de inspiración alguna para manifestarme del modo en que creo que quiero. Aunque no sé qué es lo que desseo decir exactamente, soy consciente de que necesito decir algo y de que, en cierta manera no del todo alejada de la catarsis, sentarme a divagar por escrito es lo más apropiado al estado de represión creativa en que me encuentro sumida. Hay cosas, hay millones de cosas, que revolotean por mi cabeza exigiendo ser relatadas y que, por indefinidas y en exceso dispersas, no acaban de decidirse por las palabras concretas que habrán de perpetuarlas haciéndolas tangibles a la vista.
Lo que siendo honesta, me apetece en realidad, es abandonarme a la música y revolcarme por el suelo de este bar. Aunque no estoy más cachonda de lo que es habitual en mí, una cierta urgencia sexual me persigue últimamente, convirtiéndome a mi pesar en alguien del todo incapacitado para el arte estático. Si pudiera hacer de mis impulsos más íntimos cuadros o textos en movimiento, es posible que a día de hoy pudiera considerárseme excelsa en lo que hago, o más bien pienso. El que la mayor parte de las sentencias que de mi boca o de mi cerebro surgen acaben rimando por casualidad, no me ayuda demasiado a creerme una buena narradora, pero hoy estoy dispuesta a como sea escribir lo que sea y supongo que en el fondo eso es lo que cuenta, y nada más. Como ya hay demasiadas cosas que, en sentido metafórico y no tanto, me castran, no voy a permitir que la autocensura perpetre sobre mí más ablaciones de las necesarias. A partir de ahora, y a pesar de las serias dudas que al respecto albergo, todo será dicho, escrito y registrado para esa posteridad imaginaria de la cual pretendo erigirme en deudora.
Últimamente me cuesta mear. Y no me refiero a que, en situaciones estresantes como puede ser el intentar hacerlo entre dos coches mientras un amigo compasivo trata a duras penas de cubrirme de la vista de los viandantes, me resulte dificultoso estimular la micción, sino a que no siento en general ganas de hacer pis. Teniendo en cuenta la cantidad ingente de líquido, alcohólico y no alcohólico, que mi estómago es capaz de ingerir en un día, y que la ausencia de dolor o escozor al hacerlo imposibilita el que padezca cistitis, no me queda otro remedio que atribuir la dificultad a alguna clase de conflicto psicológico relacionado con el aparato genitourinario. Sin pretender resultar demasiado freudiana, opino que mi incapacidad para hacer pipí con normalidad está relacionada con una cierta culpabilidad sexual de cuyos orígenes no viene al caso, ni a la apetencia, hablar. Como contraviniendo esta explicación, o quizá liberadas por la reciente ponencia de la misma, las ganas de mear han retornado a las andadas con inusitada furia. Vamos, que o voy al baño ahora mismo o por contra os obsequio, de corrido y sin respirar, con una lluvia dorada de las antológicas. Sabía que escribir iba a tener su utilidad en el día de hoy. Ahorita regreso, que diría cualquier fémina de nombre Lucrecia que tendiese, por el hecho de ser humana, a emitir por doquier y a despecho del buen gusto muletillas de cortesía prefijadas.

(Una micción más tarde)

Pues sí que tenía ganas, sí. Y lo mejor de todo es que el pis ha sido abundante, indoloro, transparente, y que por primera vez en dos semanas he sentido el vientre relajado y libre de peso. Y esto lo digo además en una época en que, debido a mis ayunos constantes, luzco más delgada que nunca. Resulta curioso percibirse pesado cuando más esbelto se está, y compensar la distorsión emocional que supone el sentirse extralimitado en algo reduciendo la ocurrencia de un acto biológico relacionado. En este caso, comer [y quizá el último punto debiera haber sido punto y coma]. Me limito a hacer una comida al día, como los perros, quizá porque yo misma me siento una perra. Y como me siento una perra sexualmente hablando me topo de repente con dificultades para orinar. Si se piensa bien, resulta todo bastante lógico. El inconsciente, como me comentaba Chechu el otro día, es una inteligencia que merecería ser considerada aparte. Lo que no sé es hasta qué punto dicha inteligencia es meritoria, o indicadora de diferencia alguna entre un ser humano y otro. A un nivel inconsciente, parecemos todos bastante inteligentes. Sobre todo los más reprimidos y artistas, sobre todo los más culpables. Quizá, el hecho de sacar estas cosas a la consciencia me entontezca en relación a esa inteligencia inconsciente de la que hablo, pero como lo más probable es que a su vez me enlistezca ante vuestros ojos y yo soy una sumisa de las excelencias aparentes, por si acaso queda dicho.
Y como en general, y aunque no soy una fanática de la obra cumbre de Henry James, disfruto con las dobles vueltas de tuerca (y las curvas torcas de rueca, que es lo que en principio había escrito por error), voy a jugar a contradecirme buscándole los tres pies al gato de la lógica. He dicho que me siento culpable en un sentido sexual y que por eso no como más que una vez al día, pero al decirlo he omitido un detalle importante: creo, sinceramente, que estoy cada vez más buena. El creer eso me hace dessear ser follada y propiciar un estado de receptividad sexual que contradice, o no, el sentimiento de culpabilidad del que hablaba. En resumen: sentirse culpable por algo desemboca en una predisposición salvaje al objeto de conflicto. Y aún hay más: el dejar de comer no es un acto inconsciente, sino todo lo contrario. Deriva, de hecho, de una voluntad lúcida por resultar cada vez más apetecible, y no tiene por meta más que reincidir en aquello que supuestamente me hace infeliz. Si esto fuera verdad, implicaría aceptar que el inconsciente no es heraldo de la inteligencia, sino de la estupidez. Si nos hace inclinarnos hacia aquello que nos aboca a la infelicidad, muy bien podría decirse que el abstracto hijo de puta no cumple sus funciones como es debido. O eso, o aceptar de una vez por todas y sin misticismo vegano de por medio que valga, que el fin último del universo y de la humanidad es la entropía y la autodestrucción Absurda (y la mayúscula no es azarosa).

Aunque le buscaba los tres pies al gato de la lógica con ánimo de contradecirme y de hacer metaliteratura, he de confesar que lo único que he conseguido ha sido ampliar y aun reafirmar lo dicho con anterioridad al último párrafo. En cualquier caso, ha sido instructivo. ¿Para qué quejarse? Los caminos de El Señor son inescrutables y el mío, por el hecho de ser señora y masculina a un tiempo, lo es mucho más y a mucha más honra. O a mucha menos, que para el caso...

¡Ciao, malditos!

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