viernes, 3 de septiembre de 2010

El Oráculo del Sur


Espero, ansiosa, la llegada templada y húmeda del mes de Septiembre. Esta mañana, al despertarme enfurecida por el estrépito irrespetuoso de una obra colindante a mi alcoba, he percibido, ligero como el aleteo de un ave contra una hoja tierna, ese olor a lluvia y a Norte que trae de la mano el verano agonizante junto a la playa y que acaricia, como en una especie de artera prestidigitación, a la par el alma y los sentidos. Por primera vez en una existencia marcada por el sino candente del estío, dicho olor, que penetraba mi ventana como si del hálito pulverizado de un rompeolas se tratara, se me ha antojado por completo desnudo de nostalgias y como aureolado, en una degradación cromática que oscilaba entre el blanco y un encapotado azul, por la irradiación de la espuma al rociar acantilados próximos. A pesar de hallarme en el núcleo urbano y asfixiante de una gran ciudad que, tras tres largos meses de calor y aislamiento, ha llegado a aburrirme hasta el hartazgo, el espejismo de un océano cercano alcanzó a concretarse, a través de mi sentido del olfato, en algo tanto o más nítido que la voz solícita de mi madre ofreciéndome, desde detrás de la cortina que en mi cuarto hace las veces de puerta, la posibilidad de una bandeja con lácteos, frutas y tostadas recientes. El olor, ignoro si real o alucinado, a salado y a mar, y el de esa otra concreción amorosa que supone el desayuno preparado por una madre, me ha hecho levantarme de la cama con un ánimo, si no alegre, sí al menos predispuesto a la exaltación estética. Ni siquiera las lágrimas de mi madre ante una abuela que agoniza en su delirio han mermado la sensación, de un color esmeralda bastante próximo al de la esperanza, de disponerme a experimentar intensidades de las que hacen escribir. Y aunque siento que mi literatura, después de un largo año de inactividad, trata a duras penas de arrancar con los ruidos propios de un vehículo oxidado, el corazón se me encabrita en el pecho ante la certeza inminente de una convalecencia artística que ya venía necesitando.
Y aquí estoy, en mi agujero de siempre, haciendo oídos sordos a los chirridos y crujientes explosiones que entre frase y frase se materializan, tratando de hacerme ver la mediocridad dolorosa de mis palabras; ignorando, pues en eso consiste en ocasiones la valentía, la incapacidad de que a veces adolezco para expresarme en los términos que necesito y escribiendo, escribiendo, escribiendo, de la manera más fidedigna posible, aquello que creo querer decir y que ya no sé, releyendo compulsiva el precedente párrafo, si he conseguido plasmar siquiera de forma aproximada.
Pero nada de eso importa en esta vespertina decadencia de textura marítima y salobre. No importa la censura, el perfeccionismo ni la autoexigencia; sólo la sensibilidad a la belleza y el afán, a prueba de sarcasmos y de prepotencias de escritor, por dejar constancia de cada latido bombeante y libre.

Gracias, Carmen, por tu “Nada” maravillosa y plena. Si un solo átomo de tu humanidad permanece, siquiera transmutado en energía, en algún oscuro y frío recoveco del Universo, que mi agradecimiento por tu obra le llegue en forma de supernova y alcance, por cualquier suerte de galáctica coincidencia, a subir unos grados tu soledad gélida. Son tantos y tantos los poros que te debo hoy que, aunque no sé si creo en el más allá ni si necesito, ahora que la muerte me la trae al pairo, creer en nada semejante, me gustaría que por un momento, y aunque no fuera más que por añadir a la existencia un toque de color, te resucitaras en partícula para recibir mi lengüetazo de fuego. Gracias, también, por llamarte como mi abuela.
Nada más, por hoy.

viernes, 27 de agosto de 2010

Dies Irae


¿Quién necesita una dama de hierro poseyendo, como yo poseo, tan infalible repertorio de torturas? Tras descender a los abismos de la nostalgia y entregarme durante unas horas al viático venenoso de la furia asesina, he retornado, impertérrita en mi pose de predador omnisciente, al bálsamo engañoso y escualo de la sonrisa oblicua de pómulo alzado. La furia es algo en verdad ponzoñoso cuando, en lugar de a un estallido múltiple y letal, se cede a una contención de lenta y pesadísima digestión. El corazón se agarrota en una presa eléctrica como un calambre y la respiración, que a duras penas se abre paso a través de la masa pulmonar, adopta el siseo sibilante de una serpiente estrangulada. La imaginación, atravesada por imágenes de asesinato que son como hordas estériles y mercenarias, se retuerce como un bicho que no sabe si gemir de dolor o de placer perverso ante los latigazos que en su frenesí gusta de autoinfligirse. La cordura de la razón es rechazada, las veces que sea preciso, en un intento monstruoso por alcanzar alguna suerte de homeostasis tóxica, y el agotamiento, que incita a la calma y a la indiferencia reparadora, es ignorado por un cuerpo cuya musculatura se reduce a una contorsión grotesca. Cuando la furia toma posesión de un Hombre no puede sino esperarse a que el aburrimiento haga mella. Toda concentración monográfica implica una entrega que en ocasiones, en base a la dificultad inherente a cualquier clase de concentración, conlleva una pérdida progresiva del sentido de la obsessión primaria. Como cuando uno se pone a llorar por algo muy concreto para al poco tiempo descubrirse llorando por todo en general y, al rato, percatarse de que se están apretando los párpados en un intento por forzar la emanación y continuar en un estado en el que, por alguna razón absurda, hemos llegado a sentirnos a nuestras anchas. Así como la tristeza otorga, a medio plazo, una especie de orgullosa comodidad, con el sentirse furioso ocurre algo parecido. Pero dicha comodidad sólo es posible a medio plazo, pues en cuanto la emocionalidad ha perecido por efecto del tiempo o del agotamiento se recupera la consciencia y, con ella, la consciencia de Absurdo.
¿Acaso no sucede con nuestro sentido más primitivo algo muy similar? El olfato, al igual que nuestras más atávicas emociones, se desgasta por sobreexposición. Sensualismo perecedero e inmediatez utilitaria. Permanecer en contacto con una fuente que ya no es capaz de, por sí misma, incitarnos a estados o percepciones novedosas, no es más que una cronificación desprovista de significado de algo que en sus inicios (quizá) lo tuvo o, si se prefiere, una variante masoquista y enferma de la masturbación que en lugar de con un orgasmo culmina con una marea de insensibilización. Inútil, asquerosa y retorcida complejidad humana.
La furia se evapora, como por un agujero barrenado a la altura del corazón y con un siseo que recuerda al de un balón de playa perdiendo aire, sin otra pena ni más gloria que la de haberte mantenido embebido en un espejismo de pesadilla el tiempo que a tu cuerpo se le haya antojado resistirse. De repente te despiertas, miras a tu alrededor y, tras darte cuenta de que los colores de las cosas parecen algo desvaídos y de que las ganas de aplastar cráneos han cedido paso al impulso de pedir perdón hasta por la propia existencia, te zambulles en una convalecencia resacosa de la que sólo te saca un polvo o una buena siesta. Cosas que te evadan, de nuevo y en definitiva, de tu mísera y vergonzosa humanidad. Quien nos entienda, que nos robe.

viernes, 11 de junio de 2010

Contrición


No merezco el aire que respiro. No merezco la comida que como. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.
No merezco la comida que como. No merezco el aire que respiro. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.
No merezco el aire que respiro. No merezco la comida que como. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.

Soy un veneno. Soy un veneno. Soy un veneno.

Que los temblores que me huracanan se enreden a mis aurículas y me infarten. Que este frío que me cala cuaje en hielo y me desgarre. Que las promesas que he roto se me pudran dentro y me maten. Se me pudran dentro y me maten. Se me pudran dentro y me maten.

Ahora tengo la satisfacción de aniquilarme el cuerpo a intervalos de hambre. Veneno. Veneno. Veneno. El placer de negarme el sustento y el de sentir, creciendo cual bebé tumorado y rígido, este vacío que me llena de la nada amorfa que merezco. Veneno. Veneno. Veneno.

sábado, 1 de mayo de 2010

Rayos y truenos


¡Qué vida tan apropiada ésta, que me permite escribir sobre cualquier otra más o menos apropiada en el plano finito y excitante de la hoja en blanco y la musa en ciernes. ¿Para cuándo las vivencias? ¿Para cuándo una aventura de soltero acuciado por la prisa repentina de vivir? Ahora que ya están todos rendidos, amilanados, enamorados de mí en espirales de temblor, a horcajadas sobre su miedo irresoluto, alejados del centro y la neutralidad plomiza, ¿de qué o de quién me cuelgo yo? ¿Con qué minucias distraigo mi poesía traicionera para que permanezca junto a mí lo que tarda siquiera en sucumbir un verso? En esta empresa azarosa de palabras sueltas que justifican párrafos que justifican libros que justifican hombres, ¿de qué o de quién coño me cuelgo yo? ¿A quién doblego y me doblego? ¿De cuánto tiempo dispongo hasta el advenimiento de la última catarsis, después de la cual no habrán ya más letras ni justificaciones ardientes? Temo la sequía más que a la muerte, el mediodía apaciguante más que a la noche hostigadora de entrañas. Y ni los amantes me hacen escribir, ni la obscenidad manifiesta de un desastre elegido a propósito me enerva como antaño lo hacían las mentiras, las verdades esgrimidas de soslayo y a ciegas, las confesiones edulcoradas de nocturnidad, las anécdotas oblicuas y calculadas, las conjuras del desseo.
¡Ah, la incertidumbre! Me quiero tanto que también ésta ha acabado por dejarme indiferente. Si no me aman, viento fresco; si no me admiran, que les jodan a todos; si mis letras pasan desapercibidas, más desapercibidos pasan ante mis ojos sus tiranías de niños mediocres (¡niños mediocres, qué infamia!) encaprichados de la aprobación de sus mayores. Eres un buen hijo, sí; buen ciudadano, seco y templado triunfador, pieza prefecta en el puzzle de lo que debe ser y así será por los siglos de los siglos amén. ¡Ja! ¡Que os jodan a todos, criajos malnutridos y equilibrados! Heme aquí, con mi locura y mi envidia y mi impotencia a chorros de no sé qué, con mi sublimación a falta de otra cosa, con mi dolor quedo quebrándome el pecho, con mi rabia y mi encabronamiento y la madre que me parió igual de guapa y de insoportable que siempre.
Y sí; soy una envidiosa, una traicionera, una sin principios, una mujer de pocas y malas palabras. Rompo promesas a la par que poesías, con la misma vergüenza y el mismo cargo de conciencia de un niño que acabara de descubrir lo placentero que es pasarse las leyes de Dios y de los hombres por el mismísimo forro de los cojones. Me cago en Dios, sí; me cago en Dios y le venero. Sólo me han educado para amar en la antítesis, en la lucha, en el cuerpo a cuerpo del maestro y del discípulo puteado, que parece que vence pero que es vencido, y que si triunfa lo hace sólo por casualidad, con el desapego y la inocencia propios de quien no sabe que lo que está haciendo trascenderá y será reconocido. Aunque, ¿qué coño es el arte sino una casualidad, una cadenita de yo quise hacer y en cambio y al tratar de, y mira tú por dónde pero te juro que yo no sabía lo que quería decir hasta que al final, y como por arte de birlibirloque, se reorganizó todo de repente y chico, ¿sabías que yo soy mi primer lector? A la mierda esos lugares comunes, a la mierda la leyenda del poeta- instrumento poseído por un Dios taumaturgo con vocación literaria. El azar es lo que concede el arte a la deriva del pensamiento, lo que premia y justifica la incertidumbre asumida por aquél que ha elegido la poesía para enamorarse de sí mismo. ¿Por qué escribo? Hace un añito habría dicho que porque si no escribiera me volvería loca, que la poesía es mi único anclaje con el mundo y qué se yo qué más tonterías blasfemas con las que quedar como Cristo. Pero ahora que soy una mujer más libre preguntádmelo de nuevo, preguntádmelo. Decidme: ¿por qué escribes, muñeca? Y yo, con la más serena y peligrosa de mis sonrisas –esa que es casi una mueca- os diré que ESCRIBO PARA DISPUTARME CON DIOS EL AMOR DE LOS HOMBRES, QUE ESCRIBO PARA VOLVEROS A TODOS LOCOS DE AMOR Y JODEROS, AHÍ SÍ, CON MI AVALANCHA DE MAESTRÍA Y SUPERIORIDAD SIN LÍMITE.