jueves, 18 de diciembre de 2008

Transmetropolitan


Hoy, la genia encantacanes del parque ha alzado por encima de su cabeza a un perrillo de tamaño mediano, y ha comenzado a bessarlo y a zarandearlo deshecha en carcajadas mientras el perro, cual si fuera un bebé, la correspondía con un sonido en extremo parecido al de la risa humana. El motivo de que la escena me haya hecho tanta gracia, no habiendo podido evitar partirme el culo sin demasiada discreción, es que en torno a la extravagante mujercilla permanecían en corro los dueños de los perros del parque, dudando entre mirarla atónitos y entre seguir, haciendo como que nada pasaba, con sus conversaciones banales de treintañeros. La verdad es que gracias a que ciertos individuos, entre los que se cuenta la mujercilla del parque, no sepan ni por asomo lo que es la vergüenza, puedo disfrutar gratis y sin necesidad de ir al cine de auténticas secuencias de comedia.
Esta tarde he estado a punto de golpear a mi jefa. ¡Qué agobio de mujer, por Dios! Y no porque sea muy pesada, o porque se dedique en exclusividad a putearme, sino porque no soporto lo en serio que se toma su trabajo. ¿Cómo alguien puede tomarse en serio nada que tenga que ver con el funcionamiento de un chat sobre Gran Hermano? ¡Gran Hermano, por Dios! Yo, como moderadora del chat, estoy desseando que llegue un terremoto y se lleve por delante a todos los habitantes de la casa; pero mi jefa no, qué va. Sus 80 kilos de peso se estremecen de fastidio y terror cada vez que la jodida franja desaparece. ¡Apúntame la hora a la que se ha ido! ¡Apúntame la hora a la que ha vuelto! ¡Coño, pero si las putas franjas son como el Guadiana, y más con la pandilla de técnicos incompetentes o desmotivados de las que dependen! Pero en la oficina andan todos como locos... ¡y que si venga a llamar a los técnicos! ¡Y que si venga a mover el chat! ¡Y que si cuidado con lo que publicamos! Porque esa es otra, claro: el nivel de censura que debemos aplicar a los sms que recibimos es el de un franquismo moderado. La moderación, en este caso, se refiere a una serie de correctismos políticos que muy poco tienen que ver con la libertad de expresión, a saber: la homosexualidad es guay además de gay, maltrato es una palabra muy seria y España no es racista. Todo esto lo impone una cadena que decide introducir en la casa, como concursantes y en honor a Tod Browning, a una enana, a una negra, y a un chaval que dice que no es gay pero que tiene más pluma que mi edredón nórdico. ¡Hay que joderse! A la enana, que no es más mala y más puta porque no es más alta, hay que llamarla "Peke" o "Chiky", pero en ningún caso "enana", "Chuky", "Gollum", "hobbit" [ ojo con llamar hobbit a Almudena aunque a los guionistas del programa se les ocurra vestirla de Santiaguera, con una capa que arrastra un metro tras su espalda y un cayado que la dobla en altura], "mediometro", "mini- yo" o "Willow". ¡Cuidado con las descalificaciones, chicos! En caso de recibir un mensaje ambiguo, como puede ser "el veneno viene en frasco pequeño", el moderador debe tirar de sentido común y decidir si el contenido del mismo es o no publicable bajo las premisas de Telecinco. En el caso de ese mensaje, mi sentido común me susurró al oído lo siguiente: el perfume más caro cumple esa misma condición, así que ¡publica! En el de otros, mi sentido común me aconsejó no publicar y yo confié en su criterio: "Para follarse a la puta enana habría que agarrarla como si fuera un botijo". Un caso especial es aquel en que mi sentido común me aconseja no publicar y yo ignoro sus palabras: "Almudena [la enana] parece una Venus paleolítica" y "Vaya peazo jambas [pies] tiene Almudena. Le pegas un tiro y hay que empujarla pa’ que caiga". Y es que, qué le vamos a hacer, hasta en los ambientes más casposos y chonis se encuentran personas creativas y de talento ante las cuales al moderador no le queda otra que hacer la vista gorda.
En cualquier caso, lo único para lo que me ha servido alistarme en las filas de esta empresa es para contagiarme de un odio malsano hacia Telecinco. Cada vez que pienso en esta cadena acude a mi mente el nombre de Spider Jerusalem (para los que no hayan leído Transmetropolitan, sólo decir que se trata de un periodista inteligente y cabrón que se propone hundir a un senador y -esto es spoiler- lo consigue). Creo que hundir Telecinco podría proporcionarme una dosis en absoluto despreciable de felicidad pasajera y narcisista, esa es la verdad. Puedo entender la hijoputez, e incluso tolerarla, al nivel individual de un buscavidas, de un cazarrecompensas y aun de un kamikaze, pero jamás al nivel corporativo de una empresa de mierda. Y no por una cuestión de moralidad, sino de buen gusto. Hasta para vivir, casi en exclusiva, de humillar y extorsionar al ser humano, hay que seguir ciertas directrices estéticas. Y lo cierto, y sin exagerar un solo cabello, es que Telecinco se las salta todas. Para empezar, no permite crítica alguna por parte de los usuarios hacia sus programas o la organización de los mismos. Las palabras aburrido, tongo y montaje son tabú en el chat de GH; informar sobre el precio de los sms está rigurosamente vetado, los mensajes eliminados se cobran igualmente. Y no es que piense que los usuarios de este tipo de chats, o de chats en general, no se merecen que les hagan esto y mucho más, qué va, al contrario: el que todo este colectivo fuera borrado de la faz de la Tierra no haría más que bajar unas micras la media flagrante de la estupidez humana. Mi indignación, como ya he dicho, nada tiene que ver con aspectos morales o filantrópicos, y por mí podían irse todos a la mierda junto con la cadena que tantas emociones les proporciona a diario y a través de múltiples plataformas. Lo que veo como un problema es la mera existencia de Telecinco en el mismo planeta en el que vivo, y no otra cosa, y como además me ha tocado trabajar para ellos como empleada de una subcontrata de cretinismo similar, además de la indignación de base se ha gestado en mí una inquina categórica hacia todo lo que representa la cadena. Con esta explicación pretendo aclarar, por si quedaba alguna duda, mi completo descompromiso para con la causa del ser humano de a pie (que ni pertenece a mi misma especie, ni suscita en mí la más ligera de las empatías).
Esto es lo primero que puedo escribir desde hace más o menos dos semanas. Trabajar me reseca el cerebro y me convierte en un despojo disléxico sin talento alguno para la artesanía literaria. Aquel que dijo que el ser humano es un animal trabajador, debía de estar borracho en el momento de la aseveración. Trabajar, y sobre todo trabajar con buen talante, es una habilidad exclusiva de la plebe. El arte surge de la ociosidad y de la profilaxis con respecto a lo mundano- pragmático. Lo mundano- pragmático obstaculiza el disfrute de lo mundano- estético, que además de inútil por completo es por completo sublime y meritorio. Hacer de lo mundano- estético una razón de ser, o un leit- motiv, debería considerarse ritual iniciático obligatorio para todo ser humano que aspire al arte como forma emblemática de enamorarse de sí mismo, y aun de sus semejantes. La capacidad de compaginar alegremente y sin conflicto alguno arte y trabajo debería ser penada con la guillotina. El individuo emprendedor debería ser guillotinado sin derecho a juicio justo ni demás mariconadas por el estilo. Nadie puede ser emprendedor sin renunciar, por lo bajines, a la indomabilidad inherente a cualquier naturaleza genuina que se precie. Nadie puede denominarse indomable si no decepciona, en uno u otro instante, las esperanzas puestas en él de sus semejantes por consanguinidad. La familia es la principal fuente de conflictos emocionales de cualquiera. Lo que a la familia le parece bien al artista le parece catastrófico (lo cual, mal que nos pese a todos, es un universal). Quien ama a Dios o a sus padres por sobre todas las cosas no se merece, ni de lejos, la denominación de "artista". Quien desprecia a sus padres sin culpabilidad alguna no es un artista, sino un psicópata. El psicópata se diferencia del artista en el nivel de culpabilidad con respecto a la causa que le atañe.

Y tras esta serie de aforismos made in Nietzsche me despido, contenta, hasta la próxima. Que os jodan y que me jodan, hijos de la gran puta: sé que me entendéis.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Got milk?

La trilogía femenina del Géminis la componíamos Olalla, Ruth y yo. Olalla era la gordita, Ruth la cuatro ojos y yo la que ligaba. A Olalla, que era enamoradiza cual polilla encaprichada de la luz, los niños le hacían la vida imposible. Además de llamarla gorda, vaca, ballena y mole, habían inventado un juego consistente en retorcerle las tetillas por encima de la camiseta hasta que ésta, muerta de dolor y de humillación, accedía a enumerar cinco marcas de leche conocidas: Asturiana, Celta, Clesa, Pascual y Puleva. Si se le olvidaba alguna, o las recitaba en un orden diferente al alfabético, se ensañaban con sus incipientes retoños hasta hacerla llorar. Ruth y yo rara vez intercedíamos a su favor y, cuando lo hacíamos, era más por vergüenza que por auténtica indignación. Como niños que éramos cualquier manifestación de la sexualidad constituía en sí misma, por cruel que fuera, un motivo de chanza, y el hecho de que Olalla se revelase como la más indefensa y menos chivata de las tres fue una suerte para nuestras pupilas sedientas de morbosidad y erotismo manifiesto.
Olalla estaba loca por mi primo David, que con sus catorce años recién cumplidos, su tabla de surf y sus camisetas Quicksilver era el prototipo de guaperas al que todas aspiraban para sus adentros. Mi primo no sólo participaba de las crueldades que todos, excepto Fernando, practicaban sobre Olalla con asiduidad, sino que además hacía gala de un ensañamiento y una insistencia inhabituales en un muchacho de su edad. Si los demás ponían como condición para soltarla el que ésta recitara en perfecto orden alfabético la lista de marras, mi primo exigía que además lo hiciera con una determinada entonación. No le bastaba con que pronunciara las marcas quejicosa y entre sollozos: pretendía que las gritara. Y si no lo hacía no se conformaba con retorcerle la carne tierna hasta el chillido, sino que mantenía la presión sobre sus pechos inexistentes hasta que ésta, deshecha en lágrimas, le suplicaba por la virgen que parase de hacer lo que estaba haciendo. Los hematomas que Olalla lucía siempre en sendas tetitas, y que en bañador resaltaban más de lo que la prudencia aconsejaba, fueron un día descubiertos por su padre. Ante el feroz interrogatorio al que éste la sometió, Olalla acabó confesando la procedencia de los moratones y el nombre del responsable. De nada sirvieron las advertencias que la buena de Olalla le hizo a mi primo, disculpándose mil veces por haberle delatado. Al día siguiente, su padre permaneció al acecho en el portal hasta que volvimos de la playa y, sin mediar palabra, estampó a mi primo contra la pared agarrándole del cuello y dejándole suspendido con una sola mano un metro por encima del suelo.
- Como vuelvas a tocar a mi hija te mato, niñato de mierda.
Nunca se me olvidará la cara de Olalla, pidiendo con la mirada el perdón que su boca no osaba pronunciar por temor a las posibles represalias, y subiendo tras su padre las escaleras sin dejar ni por un instante de mirar a David. En la garganta de mi primo, a modo de tatuaje redentivo, quedó marcada durante unos días la silueta cárdena de cinco dedos en jarras que se unían por la parte de la nuca en una especie de broche vengativo y letal. Años después, y añadiendo a esta historia una nueva e interesante dimensión, me enteré por boca de la propia Olalla de que mi primo y ella, todas y cada una de las noches en que permanecimos embebidos en ese juego trepidante y pervertido que era el escondite, se entregaban entre arbustos y amparados por la oscuridad a ese otro juego misterioso y no del todo diferente que había de constituir la materia prima vivencial de nuestros veranos en Valdoviño. Teniendo en cuenta que Olalla tenía nueve años y mi primo catorce el primer estío en que coincidimos todos en conjunción astral e irrepetible, no puedo sino preguntarme qué tendrían esos parajes, además de penumbra, para hacer que el comportamiento romántico que mostramos los que resultamos ser los niños más interesantes de la promoción se manifestara del modo en que lo hizo. Reproduzco a continuación la declaración con que me obsequió una Olalla borracha y mil veces más bella que en la época a la que hace referencia, cierta noche de confesiones y osadías a la luz de la luna que en su debido momento relataré:
- ¿Te acuerdas de lo de las marcas de leche?
- ¡Jajajajaja! ¡Cómo no recordarlo! No te dejaban vivir...
- Eras una cabrona, tía. Nunca hacías nada para impedirlo, pero luego, cuando estábamos a solas, me decías que no me dejara humillar así.
- Bueno, es lo que pensaba... Y además, también yo era una niña.
- Sí. Una niña tres a os mayor que yo.
- Y tres años más pervertida, pues.
- ¡Jajajajaja! Pues... ¿sabes qué?
- ¿Qué, amor?
- Que me estuve enrollando con David desde los nueve a los trece años todas y cada una de las noches.
- ¿¡¡¡¡Quéééééé!!!!?
- Lo que oyes, ¡jajajajajaja!
- Explícame eso.
- Pues que aunque tu primo, delante de los demás, se avergonzaba de mí y se entretenía jodiéndome, cuando jugábamos al escondite me buscaba y se comportaba de manera muuuuy diferente.
- ¡Jajajajaja! ¡Pero qué me dices, vida!
- Lo que oyes. Incluso cuando tenía novia, ya a los diecisiete.
- Vaya tela... Si en el fondo ya sabía yo que no debía interceder entre los dos, ¡jajajajaja!
- Ja. Ja. Qué graciosa.
- Pues, ¿sabes qué? Que me alegro. Me gustaría decir que me lo había imaginado, pero no sería cierto. ¡Jamás pasó por mi cabeza perversión semejante! Pensaba que Fernando y yo nos llevábamos la palma...
- ¡Jajajajaja! Bueno, lo vuestro también se las trae.
- Sí, nena, pero tú tenías nueve años. ¡Nueve! Bueno... algo hay que reconocerle a David: supo ver en la niña repollo que eras a la zorra oculta en tu interior.
- Sí, eso hay que reconocérselo. Otra cosa no.
- Pues no. ¡Avergonzarse de ti! ¿Quieres que le mate?
- ¡Jajajajaja! No, no hace falta. Supongo que es comprensible...
- Comprensible e imperdonable, nena.

La culminación de todo esto aconteció cierto día en que Fernando, Olalla y yo nos encontrábamos en el garaje haciendo de las nuestras (jugando a la consola, peleándonos por qué música poner y puteándonos hasta decir basta). Olalla y yo teníamos por costumbre torturar a Fernando, una por cada lado, comiéndole las orejas hasta volverle loco. Y Fernando, harto de nuestros abusos y de nuestra manía incansable por ponerle a prueba, trató de vengarse invocando la estela de un fantasma pasado al que él, en concreto, jamás había sucumbido. Me lanzó contra el suelo y, retorciéndome las tetas, me dijo:
- Di cinco marcas de leche.
Y yo, que hasta el momento sólo me había acostado con cinco hombres diferentes, respondí:
- Carlos, Keko, Pablo, Andrés y ¡Fernando! ¡Por estricto orden de aparición!
Y él, soltando la presa sobre mi pecho y cayendo sobre mí disuelto en carcajadas, me piropeó:
- ¡Pero qué hija de puta!
Y yo:
- Ya ves, nene... alumna aventajada, como quien dice.

Siempre me ha llamado la atención una cosa: la facilidad que tengo para recrear diálogos. No es que me los invente por completo, pero como cualquier ser humano con dos dedos de frente y cierta tendencia a la fabulación literaria que se precie, es imposible que recuerde con tan precisa exactitud el contenido de conversaciones mantenidas tantos y tantos años atrás. En Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, la infantil protagonista recrimina a su hermana la carencia de interés de la que pecan las novelas que ésta le obliga a leer: "¿cómo puede resultar interesante un libro sin dibujos ni diálogos?". Más que no interesantes, a decir verdad, lo que resultan ser las creaciones literarias carentes de conversaciones es poco ágiles y, por tanto, escasamente adictivas. ¿Cómo engancharse a un libro cuyo único atractivo reside en la visión particular del mundo que su autor pretende vender, en completa ausencia interactiva con otros seres humanos? Véase Pessoa o Nietzsche, dos grandes que aun siéndolo en grado sumo e indiscutible, son a mi entender incapaces de granjearse adeptos sin pretensiones. Cuando se lee a Nietzsche o a Pessoa es complicado evadirse de la carga cultural que cohabita asociada a sus Nombres. Nietzsche es el anticristo, la chulería, el intelecto, el autor que todos presumen de leer pero que muy pocos han leído en realidad ; Pessoa, el filósofo fracasado que a falta de carisma se conforma con una lucidez privilegiada que provoca, en todo aquel que osa aventurarse en su pensamiento, el impulso de abandonarle a cada línea que avanza. Ambos son interesantes, superiores, excelsos... ¿pero qué más? ¿Dónde está la chispa que impulsa a cavar, a profundizar en lo que se dice? ¿Dónde reside la intríngulis inexplicable que hace de una sucesión casi arbitraria de palabras el motor e impulso de una vida que respira paralelamente y en parte ajena a lo manifestado? Para ser requerido hay que explotar la vulgaridad de la intriga, hacer del morbo una filosofía, abrazar la propia humanidad con una falta de ambages del todo rayana en el desinterés. No se puede ser puramente un filósofo, ni pretender despertar pasiones por el simple hecho de ser lúcido y consciente de lo que ocurre. Se debe empatizar con la vulgaridad de lo humano, hacer de la experiencia un prototipo desseable, comprender la propia evolución desde un punto de vista subjetivo y suficientemente sencillo. Ni imparcial, ni extremo, ni en esencia adaptable. Para muestra un botón, que diría mi amigo Alfredo: Dostoievsky. Carece de literatura, carece de voluptuosidad, pero su pensamiento se asemeja a una flor que crece hacia arriba y sin que importe la luminosidad circundante que la respalda. Nabokov: tus formas son envidiables, trascienden lo excelso, pero tu contenido... tu contenido es frívolo y lo sabes. Nada ocurre de la manera en que tú dices que ocurre, los seres humanos que describes jamás podrían sufrir evoluciones semejantes a las que planteas y las situaciones que acuarelas son tan volátiles, tan ficticias, que ni toda la psicología del mundo podría explicar las acciones que en último término parecen ser las que mueven a tus personajes. Quizá te tenga envidia a un nivel formal, y esté además influenciada por el criterio implacable y en ocasiones errado con que juzga mi amor a cada escritor que pasa por sus crispadas manos. Pero una cosa tienes que reconocerme: Ada y Van no pertenecen a este mundo y, por tanto, sus personalidades respectivas carecen de interés desde un punto de vista psicológico. Lolita ya es otra historia, claro, pero como la escribiste por encargo y a partir de un manuscrito que te entregaron, o que encontraste (esto no sé si es verdad o me lo he imaginado, pero entre fantasmas no vamos andar pisándonos la sábana, ¿no?), me veo en la obligación de recriminarte no sé muy bien qué. ¡Arggggggl! Creo que era Hemingway el que escribía de pie con la idea de cansarse pronto y no decir demasiadas tonterías, y quizá debiera yo, tras haber releído el último párrafo del texto presente, plantearme hacer algo semejante. ¡Vaya sarta de gilipolleces! Hale, hasta otra. Que os jodan a todos, escritores vivos y muertos. Si existe un más allá, lo menos que podríais hacer es dignaros a apareceros a personas que, como yo, toleran mal el aburrimiento cotidiano y la estupidez generalizada entre sus semejantes. ¿Qué coño hacéis en el paraíso, o en el infierno? ¿A qué cojones dedicáis vuestra no- existencia? ¿Continuáis escribiendo, o la palabra no tiene ya ningún valor en el lugar en que os encontráis, quiero pensar que a regañadientes, disfrutando de la vida eterna? ¿De qué manera puede un mortal desesperado contactar con cualquiera de vosotros? ¿Ayudaría una ouija, una médium, un voto de silencio? ¿Qué ha sido de ti, Miller? ¿Todavía sueltas sapos por la boca, o las plegarias y el ohm te mantienen demasiado entretenido como para preocuparte de embellecer exabruptos y vomitonas existenciales? ¿Y tú, Anaïs? ¿Continúas siendo tan puta en el cielo como en la tierra, o el tránsito acongojado al más allá ha hecho de ti una señorita apta para el casamiento? ¿Qué tal están Justine y María Magdalena? ¿Os celáis las unas de las otras, o en el Paraíso sólo es posible la solidaridad femenina? ¿Qué tal folla Cristo? ¿Te hace ver las estrellas? ¿Echas de menos la posibilidad de la seducción? ¿La felicidad plena te ha transformado en una escritora de folletines? ¿Es por eso por lo que no te me apareces, porque te da vergüenza lo que de ti pudiera pensar?

¡Durrell, sosainas, bello anciano! ¡Y pensar que de una persona como tú muy bien podría yo haberme enamorado! ¿Se parece el cielo a Alejandría, o a Grecia? ¿Huele a incienso, o a aceite de oliva? ¿Sostienes trifulcas con Henry a favor de una u otra posibilidad? ¿Por qué no me haces una señal? Házmela, por favor, me apetece conocerte de verdad. Perdona por lo de bello anciano, pero es que de puro contemplativo llegas a dar asco a veces. ¿En serio llegaste a perder la virginidad? No, ¿verdad? Si ya lo sabía yo... ¡pues mejor, mejor! Resérvame el honor, si consigues resistir hasta que la palme la tentación que sin duda supondrán Anaïs y esa protagonista tuya tan pendón e irresistible que te sigue a mala sombra a todas partes. Nunca he desvirgado a un indio y, entre tú y Kipling, la elección está más que clara (no me gustan ni los calvos, ni los bigotes de colono). Y es que eso de que el escritor pudiera encontrarse en el cielo con sus propios personajes sería un puntazo de órdago, una revelación de escándalo, un premio divino. ¿Qué tal llevaría Raskolnikov la convivencia con matusalenes de la talla de Walt Whitman? Y el acomplejado de Lovecraft, ¿sacaría algo en limpio de cohabitar cara a cara con los Profundos? ¿Un mayor asco a la humanidad, quizá? ¿Una terapia antifóbica basada en la exposición al estímulo problemático?

Stephen King: sé que no estás muerto, pero tarde o temprano lo estarás y no quiero ni imaginarme lo que resultará de un tête à tête con Carrie. Se las hiciste pasar putas, a la chavala... Yo, en su lugar, te arrancaría los huevos.

¿Y qué tipo de relación, me pregunto, podría establecerse entre Whitman y Lorca, teniendo en cuenta que el segundo dedicó al primero un poema titulado "bello anciano" (perdóname, Durrell, por la pulla de antes)? Posible diálogo:
Whitman: tú, maricón, ¿a quién le llamas viejo?
Lorca: ¿me estás hablando a mí?
Whitman: sí, a ti, atontado.
Lorca: pero Walt, yo... te admiro.
Whitman: ¿y si te dijera que tú a mí me provocas diarreas espontáneas, que tu presencia es suficiente para indisponerme hasta el cólico, que tu pelo rizado me recuerda al que me crece alrededor de la polla y que además de todo esto, y por si fuera poco, odio a los jodidos gitanos?
Lorca: me destrozarías el corazón, Walt.
Whitman: ¡bah! ¡Jodido marica! ¡Es imposible mantener una relación de igualdad contigo.

Rimbaud: como ya renunciaste a la literatura, no sé qué desmejora con respecto a tu mortalidad habrán supuesto la muerte y los paraísos a que ésta da lugar. Ya no tendrás que traficar con esclavos ni herniarte transportando el dinero ganado a su costa, pero por otra parte, el reencuentro con ese Verlaine cadavérico y vapuleado por la vida que ya en su día escogió la fe en sustitución de tu maravilloso cuerpo de infante sodomizado sin dolor, podría ponerte de un humor de perros. Así que, ¿qué coño haces ahí, tan tranquilo, sin aparecerte? ¿Dónde han quedado tu ensueño y tu algarabía, tu celebración orgiástica y casi permanente de la existencia humana adolescente? No sé si me apetece conocerte, pues temo no estar a tu altura o que tú no lo estés a la mía. ¿Cómo confiar en ti, golfo, cómo confiar en ti? Tan pronto clavas tenedores como te rasgas las vestiduras en pos del más entregado de los enamoramientos. No hay quien te pronostique y eso, mucho me temo, hace de una cita contigo un plan estresante y retador en demasía. No es que tema, ni mucho menos, un extremismo excesivo por tu parte, pues a radicalismos y ya puestos a alardear no me gana ni mi santa y putísima madre, sino que me da a mí que tú y yo en persona y sin literatura de por medio íbamos a llevarnos como el perro y el gato. ¡Y encima homosexual! Aunque no serías el primero que cambia de orientación sexual al encontrarse conmigo creo que tu caso, y parafraseando al jodido Aquilino Polaino, es de los graves. Y si no, ya me explicarás cómo un efebo revoltoso y perfecto como tú pudo liarse con un calvorota barrigudo de la talla de Verlaine. Si al menos éste te superase literariamente, podría atribuir tu desliz a una profunda admiración intelectual, pero en ese sentido ni el mismísimo Jesucristo con toda su retórica de sermón transcrita por el negro apostólico de turno llegaría siquiera a situarse a la altura de tu ombligo. Pero bueno, olvidaba que eres un niño y que, como niño enamorado, quizá no hiciste más que corresponder a la atención prestada por el pobre infeliz (y entre tú y yo: eso de que Paul escribiera odas a la belleza femenina te sacaba de tus casillas).

¿Y tú, Pizarnik, feúcha incomprendida? ¿Haces migas con Dickinson y Austen, o ni siquiera este par de feministas reprimidas ha conseguido sacarte del estupor y del confort masoquista de la tristeza crónica y recidivante que ya en vida te afligía? ¿Cuántas veces te has revuelto en tu tumba al oírnos a Chechu y a mí despotricar contra tu persona? ¿Te sientes decepcionada ante el hecho de no haber sido enterrada en una encrucijada, como los demás flojos de tu calaña que a falta de habilidades poéticas optaron por el suicidio prematuro como forma de promocionarse hasta el infinito y más allá? Tú mejor no te me aparezcas, porque de puro rabiosa y frustrada lo harías bajo la forma de un espíritu maligno que habría que exorcizar por la fuerza. Bastantes vueltas me da ya la cabeza, como para que una posesión por tu parte venga a otorgarme el don de hacerlo hasta los trescientos sesenta grados. Que te jodan a ti y a tu argentinismo trasnochado, zorra amargada. Si en alguna ocasión se te ocurriera hacernos algo a mí o a mi niño, ten por seguro que soy capaz de cortarme las venas, ya que los barbitúricos me parecen cobardes como método de autoeliminación, para encontrarme contigo en el limbo y sacarte las tripas a mordiscos de desprecio. Sólo una cosa más (que espero, en base a la labilidad de tu carácter, te mantenga llorando dos semanas seguidas como mínimo): Alejandra, en España, es nombre de pija.

Tolstoi: al pensar en ti siempre me pregunto cómo es posible que en un cuerpo tan pequeño quepan, a la vez, taaaaaaanta estupidez y taaaaaaanto talento. ¿Cómo fuiste capaz de escribir Ana Karenina desde el punto de vista de los grises? ¡Jajajajaja! Puto aldeano reaccionario y costumbrista: no te mereces la comprensión del ser humano que a despecho de tu ideología barata demuestras, y con creces, poseer, ni te mereces llamarte León ni haber nacido en la Russia de mis amores. Te merecerías, en cambio, un cadalso justiciero o un obispado en cualquier capital de provincia. Ahora te diré algo que quizá perturbe la paz de esa vida eterna que, a fuerza de erigirte en sublime meapilas, sin duda habrás conquistado para ti y para los de tu rango: la regenta de Leopoldo le da mil vueltas a esa frígida protagonista tuya de nombre anodino y capicúa cuyas andanzas, para ser justos y sinceros, he de reconocer me conmovieron hasta la extenuación hace un par de años hábiles escasos.

Y voy a dejar ya este tema, porque con la broma me estoy poniendo de mala hostia y todo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Lluvia de (¿)ideas(?)

La primera vez que coincidí con Olalla fue en el portal del edificio Géminis. Era Semana Santa, y yo había ido a Valdoviño con mi madre para dar el visto bueno al apartamento que habría de convertirse en mi guarida estival a lo largo de los dos años siguientes, y hasta que las hostilidades manifiestas entre mi madre y su cuñada se hicieran insostenibles hasta el punto de obligarnos a renunciar a la convivencia para alquilar cada verano una casa diferente. Mi madre y yo estábamos a punto de cruzar la puerta hacia el aparcamiento, cuando de repente aparecieron en el umbral una niña rellenita y un hombre adulto y algo barrigudo que arrastraba de una correa un enorme gato siamés. Yo, que de haber sido más amante de los animales habría llegado a trascender el umbral de la zoofilia, volví sobre mis pasos como una fiera para avalanzarme sobre aquel bellísimo felino que me miraba con desconfianza desde el pie de las escaleras.
- ¡Mami! ¡Mira qué gato más precioso! ¡Es moníííísimo!
Olalla, que por aquel entonces contaba nueve años e iba vestida como una auténtica niña repollo, se adelantó hacia mí y me advirtió con encantador acento gallego:
- Es una gata. Y ten cuidado, porque a veces es un poco arisca con los desconocidos.
Yo, que ni siquiera me había molestado en saludar a los dos seres humanos que acompañaban a tan majestuoso espécimen de mascota, alcé la mirada y me encontré de sopetón con el rostro risueño de Olalla (¡Mi tierna, mi salvaje, mi incomparable Olalla!). Dientes delanteros separados, labio superior curvado hacia arriba por el centro en lo que me sugirió de inmediato la mueca irresistible y conmovedora de un patito recién nacido y necesitado de atenciones; cabello oscuro, rizado y larguísimo; pechos de niña en despunte troquelando el lino blanco de una camisa bordada a mano por su madre, ojos chispeantes de ninfa pizpireta y colmada de secretos que parecían dar la bienvenida a golpe de parpadeos coquetos e intermitentes.
- Hola -acerté a decir.
- ¡Hola!, ¿eres nueva en el edificio?
- Bueno... ahora sólo he venido para verlo. Pero en julio volveré para quedarme todo el verano.
- ¡Ah! Pues entonces ya irás conociendo al resto. Somos un montón de niños por aquí.
- ¿Cómo se llama?
- Olalla.
- No, me refería a la gata. Es preciosa.
- ¡Ah! Se llama Lusy.
- ¿Lusy?
- Sí
- Y si la toco, ¿me morderá?
- Eso el perro de Fernando, que mira lo que me hizo.
Y agachándose junto a mí y señalando con su meñique el espacio acanalado que conecta el labio superior con el entrecejo aterciopelado y como de lobato de los orificios nasales, me mostró una pequeña cicatriz curvada hacia la derecha que parecía contar ya con algunos años de antigüedad.
- ¿¡Y eso!?
- Pues un día, que me acerqué a Risky cuando estaba comiendo para acariciarle, y el muy bruto me mordió la boca hasta hacerme sangre. Me dieron tres puntos, ¿sabes?
- ¡Jo! ¿Y tu gata es igual?
- Bueno, mi gata araña. Pero no siempre.
- Entonces me arriesgaré, creo. Es súper bonita. Yo siempre he querido tener un gato siamés, como los de la Dama y el Vagabundo.
- Sí. A mí me gustaba la canción que cantaban, aunque la verdad es que eran bastante cabrones, ¿sabes?
- ¡¡¡Olalla!!! ¡¡Esa boca!!
- Lo siento, papá.
E irguiéndose de golpe y con vitalidad extrema, se avalanzó sobre su padre como una pantera para cubrirle la cara, el cuello y el pecho de ruidosos bessos de niña pequeña.
- Perdona, papá, ya sabes que soy una mal hablada. ¿Quieres pegarme unos cachetes?
- ¡Anda, anda, Olalliña! ¡Baja, baja! ¡¡Baja, mujer!!
Su padre la posó suavemente sobre el suelo y, con el reverso de la mano derecha, se limpió de la mejilla las babas que Olalla había dejado en ofrenda por su deslenguamiento incorregible. Una vez en el suelo, y esbozando una sonrisa efervescente, volvió en tres saltos junto a mí:
- Eres muy guapa, ¿sabes?
- ¡Ah, gracias!
- Todavía no conoces a Ruth, ¿no?
- Pues no... es que he llegado esta misma mañana.
- ¡Ah! Pues ella tiene otra gata siamesa que se llama Diana, ¿sabes? El año pasado se tiró desde el cuarto piso y cayó sobre el paraguas abierto de una señora. ¡Jajajajaja!
- ¿Y Diana también araña?
- ¡Qué va! A Diana como si la arañas tú...ella como si nada. Es la gata más tranquila que he conocido nunca. Yo creo que es medio tonta.
- ¡Jajajajaja!
A todo esto, su padre y mi madre acababan de poner término a la conversación que se traían entre manos y nos llamaban desde extremos diferentes del portal instándonos a finiquitar nuestra atípica toma de contacto.
- ¡Olalla, vamos! ¡Y coge a Lusy, por Dios, que no tengo ganas de ir a buscarla de nuevo al patio de luces!
- Bueno -se despidió Olalla-, ya nos veremos luego por el campito. Ahora me voy a comer.
- ¡Vale!
Y ya desde lejos, ella subiendo las escaleras y yo a punto de atravesar la puerta acristalada que daba a la calle, una última pregunta:
- ¡Oye, chica! ¿Cómo te llamas?
- Iria.
- ¡Yo soy Olalla! ¡Encantada!
- ¡Encantada!

El perro de Fernando se llamaba Risky y no moriría hasta tres veranos después. Todos los perros que había tenido y que había de tener Fernando a lo largo de los años habían sido rescatados de la calle y estaban, por tanto, traumatizados por a saber qué misteriosas y displacenteras experiencias con seres humanos de su pasado que les hacían comportarse como bestias pardas con cualquier criatura de mi especie que no fuera Fernando, o alguno de los que vivían con él y le alimentaban. Cuando digo como bestias pardas, no estoy tratando de hiperbolizar en modo alguno el comportamiento de los animales. Es que así, y de ninguna otra manera, era como se comportaban. La primera vez que pisé el campito del Géminis, unas dos horas después de mi encuentro con Olalla en el portal, no tuve en cuenta que por las tardes Risky permanecía amarrado a la señal de propiedad privada del jardín, disfrutando sobre el césped del sol vespertino y ladrando a los gorriones incautos que osaban pasear palmito en un diámetro al alcance de su cadena intencionadamente corta. La fila tupida de hortensias que corría a lo largo del jardín impedía, a una niña de mi altura, distinguir desde los garajes lo que ocurría al otro lado. Sin molestarme en caminar hasta la abertura practicada en la vegetación que hacía las veces de entrada, de un salto y protegiéndome el rostro con los antebrazos atravesé la maleza y aterricé sobre el césped. Lo primero que vi al abrir los ojos fue el rostro desencajado de un perro del color y el tamaño de un zorro que, a menos de un metro de donde yo estaba y ladrando como un energúmeno, había conseguido romper a tirones la cadena de hierro que lo sujetaba a la señal y se dirigía hacía mí a no poca velocidad. Así que inauguré el campito, como no podía ser de otra manera, corriendo como una posesa para salvar mis carnes juveniles de la furia incontenible de Risky, que colmado de energía e indignación para con el mundo se dedicó a perseguirme alrededor del edificio hasta que, bendito el instante en que a mi cabeza acudió la idea, me dio por trepar a una terraza baja cual vaquera adolescente saltando el cercado de madera que la separa de los pura sangre (agarrada a la barandilla temblorosa con una sola mano e impulsando por encima y de lado el resto del cuerpo). Ése era el mismo Risky que la había tomado algunos años antes con el labio de Olalla y que, a lo largo de los tres veranos siguientes y gracias a una concesión de Fernando consistente en permitirme obsequiarlo de vez en cuando con una lata de Friskies Gourmet, apenas alcanzaría conmigo la confianza suficiente como para dejar que le acariciara la cabeza con precaución extrema y siempre en presencia de su pelirrojo dueño. A Traso, sucesor de Risky bautizado así en homenaje al criado chismoso de La Celestina, lo que le sacaba de sus casillas era contemplar cómo Fernando y yo nos magreábamos. Se volvía loco de remate y corría en círculos ladrando como si alguien le hubiera pisado una pata con una bota de montaña o con un tacón de aguja. Sé que a los niños puede perturbarles la visión grotesca y malinterpretable de una escena original protagonizada por sus padres en la intimidad del dormitorio, pero lo de ese perro era de un freudianismo excesivo. Una mañana Fernando y yo entramos en el garaje muertos de desseo, después de habernos contenido en el ascensor para no escandalizar a una vecina que tuvo la ocurrencia de coincidir con nosotros en el descenso desde el cuarto piso. Parando apenas para cerrar el garaje hasta la mitad, me puso contra la pared, me bajó los vaqueros y las bragas y se arrodilló entre mis piernas para hundir el rostro y la lengua entre mis nalgas quemadas por el sol. No sé si fue lo extraño de la posición, o el sobresalto arrítmico y sospechoso de los gemidos que yo ahogaba mordiéndome la muñeca, pero Traso enloqueció como nunca antes lo había hecho y sin reflexionar sobre la posible inconveniencia de perpetrar semejante osadía se lanzó a la carga contra Fernando, que sin dejar ni por un instante de hacer lo que estaba haciendo y demostrando una compasión del todo acorde con sus instintos lo estrelló de un manotazo contra el suelo.

Transcribo un fragmento del libro de Leonard Cohen El juego favorito: El parque alimentaba a todos los que dormían en las casas vecinas. Era el corazón verde. Proporcionaba paseos sinuosos a las niñeras y criadas para que pudieran imaginarse la belleza. Proporcionaba bancos medio ocultos para besuquearse, y vistas de fábricas, a los magnates de la industria, para que pudieran imaginarse el poder. Proporcionaba cuadros de sendas escocesas, por donde paseaban parejas de enamorados, a los agentes comerciales jubilados, para que pudieran imaginarse la poesía. Allí transcurrían los mejores momentos de la vida de todo el mundo. Nadie va a un parque con propósitos sórdidos, excepto algún maníaco sexual quizás, y ¿quién puede afirmar que no está pensando en las rosas eternas cuando se abre la gabardina delante de la Beatriz que salta a la comba?

A mi teclado le falla la letra "b". No se marca si no la pulso con fuerza, así que ahora me veo en la obligación de releer mis textos para añadir esa letra además de la eñe, que a mi programa de Word no sé muy bien por qué le ha dado por pasar por alto. Esto me remite a la novela de Misery, en la que al pobre escritor secuestrado por la jonina Annie Wilkes se le iban saltando teclas de la máquina de escribir y debía rellenar a mano los huecos dejados en las páginas para que ésta no siguiera amputándole miembros. Empezaba con una letra y acababa con medio alfabeto. Hostia puta, eso es fanatismo y lo demás tonterías. ¡Annie Wilkes, sí señor! ¡O me escribes la novela que quiero, o te mando al infierno manco y a la pata coja! Jajajajaja. Lo mismo podía haberse hecho con sir Arthur Conan Doyle cuando le dio por cargarse a Sherlock Holmes. ¡A quién se le ocurre!

Un pasatiempo al que tengo por costumbre entregarme a lo largo de mis paseos por la ciudad, es al de esquivar personas a ritmo de música diversa. Resulta que me encanta pasear, y que además me gusta hacerlo a velocidades de vértigo. Casi corriendo, pero sin llegar a alcanzar jamás el trote humillado del footing. Teniendo en cuenta que en Madrid, durante el día, las calles burbujean de gente en actividad cargada con bolsas y a la carrera, y que caminar sin chocarse supone todo un reto para los reflejos y la agilidad de cada uno, mis paseos resultan poco menos que danzas frenéticas en pos de la armonía perfecta con el entorno. No es lo mismo esquivar personas mientras se escucha The Great Pretender, de los Platters, con ese deje de superioridad que supone confesarse un fingidor ante el resto de la humanidad mientras se sostienen las miradas de los que se cruzan con una insistencia ligeramente más férrea de lo habitual, que hacerlo acompañado por la voz desgarrada de ese Tom Waits que gime más que canta al Jabberwoocky de Lewis Carroll, y que lo tiñe todo de un no sé qué misterioso, negro y como de terciopelo. Por cada choque frontal que tengo con un peatón, me resto un punto entero. Por cada roce leve que surge de un cálculo equivocado de mi distancia con respecto a la de otra persona, medio punto. Por cada contacto inesperado ajeno a mi voluntad y a mis predicciones (como cuando de repente se abre la puerta de un coche aparcado y el motorista que justo pasaba se la lleva por delante), un cuarto de punto. He esquivado personas bajo la estela ambiental de múltiples canciones, dejándome llevar por la distancia entre las notas, por lo violento de la resonancia, por el contraste entre el relieve característico de la voz y la atmósfera de fondo sobre la cual resalta, por los ritmos y sobresaltos de la percusión, por el contenido chulesco y embebido de la letra, por la ensoñación particular sugerida por la melodía, por la evocación fantástica de situaciones en las que una cierta canción habría ido que ni pintada... y lo extraño es que la gente parece responder, en clave de danza, apartándose de mi camino y facilitándome la marcha. Eso cuando voy de buen talante, claro, y cuando el humor atmosférico acompaña, porque esquivar personas abrigadas y con paraguas puede convertirse, según la gravedad del frío y de la lluvia, en un auténtico coñazo que nada tiene que ver con el pasatiempo juvenil que supone hacer eso mismo un día de sol. ¿Cómo decía ese papel que tengo pegado con blue tac en el lateral de una estantería de mi cuarto? ¡Ah, sí! Los paraguas sólo sirven para perderse. Para eso, y para enganchar a personas por el cuello. ¡Jajajajaja! Me encantaba hacerle eso a mi amiga Sara en los pasos de cebra. Cada vez que iba a cruzar, me situaba a su espalda con el paraguas cerrado y aferrado por la punta, y con el cuello de cisne del mango la enganchaba por la tráquea y la atraía hacia mí. Ella se tambaleaba hacia atrás, cual si hubiera resbalado en una piel de plátano, y comenzaba a proferir maldiciones que yo entrecortaba a placer torsionando el mango sobre su garganta. Pero bueno, mi amiga Sara se olvidó de mí al madurar y convertirse en una mujer trabajadora, y lo que en estos momentos me apetecería es escupirle o echarle un Avada Kedavra (muerte súbita, para aquellos que no hayan tenido la suerte de graduarse cum laude en Hogwarts e ignoren el efecto fulminante de tan hermética fórmula - fórmula que por cierto suena de lujo pronunciada con acento de mafioso polaco).

Y la verdad es que a estas alturas ya no sé ni sobre qué estoy escribiendo. Sé que quería hablar de Olalla, y de lo intenso de nuestra relación: de la mía con ella, de la de ella con Fernando, y de la que se estableció entre los tres. Pero me he perdido en desvaríos varios y creo que mi deber como escritora es dejar esa historia para otro día en que me sienta menos propensa a la dispersión. Algo en común, en cambio, si que tienen Sara y Olalla: ambas han madurado y me aburren. Por cierto, Sara, aunque no creo que pases mucho por mi blog espero que leas esto y llores: te estás convirtiendo en algo incompatible con lo que yo soy y nuestra amistad peligra. No debido al enfado ni al resentimiento por que no me llames, sino porque comienzo a dudar de que realmente tengamos algo que ofrecernos. ¿Cómo puedes tener como lema en el messenger "Chica Yoigo. Je, je, je"? El que hayas hipotecado tu ocio por trabajar para una empresa de mierda y no te quede tiempo para salir y disfrutar de la vida, no significa que tengas que sentirte orgullosa de ello. No ironices sobre un tema tan serio, querida: te estás vendiendo y, por tanto, eres un ser humano menos interesante. Ni siquiera yo ironizaría con eso (¿o quizá ya lo estoy haciendo?). En fin, nena... que a mi la gente sobria, cuerda y responsable me empalaga. Puedo tolerar, e incluso considerar desseable, que seas una fracasada (¡qué palabra más capitalista, por Dios!), pero una sosa, aburrida, acomplejada y puntual criatura, ni por todo el oro del mundo. Te prefería cuando llegabas dos horas tarde a las citas, y me suplicabas borracha perdida que por favor te acompañara a la calle Gran Vía. De hecho, el mejor momento de una monjil y recatada chica llamada Patricia que conocimos Chechu y yo hace tiempo fue cuando por primera vez se emborrachó en Ribadesella y me vomitó encima. Así es como más guapas estáis las mujeres: descontroladas y en apogeo de intensidad. Luego dices que engordas, muchacha. Con ese novio tuyo, obsesionado con la pesca hasta el hartazgo, con esa relación tan rarita y chantajista que se trae tu padre contigo, con esa madre ajada e insoportable que se pasea por la casa con cara de misa y las manos cruzadas sobre el regazo... ¡casi me entran ganas de ir a rescatarte! Y encima, si te llamo y te pregunto me dirás que todo va perfecto, que con Luís mejor que nunca y que a tus padres les mantienes a raya con lo del trabajo. Pues eso, monada, no es perfecto sino catastrófico. Perfecto sería que Luís te hubiera dejado, ya que no tienes tú el valor de abandonarle a él y a su aburrimiento milenario (ni una puta película aguanta sin dormirse, que ya hay que joderse). Perfecto sería que tus padres, o al menos tu madre, hubieran fallecido repentinamente en un accidente de tráfico. Pero que Luís se muestre comprensivo contigo, que tus padres no te hagan la vida imposible y que hayas encontrado trabajo no es perfecto, sino una auténtica cagada. Al menos, cuando las cosas te iban mal mostrabas un alma de poeta que ahora no te encuentro por ninguna parte. Es como si hubieras renunciado a la belleza para dedicarte de lleno al trámite y a la burocracia, no en un sentido exclusivamente laboral, y lo que yo soy contaminara de dudas esa voluntad de prosperar que parece haberte poseído de un año para aquí. ¿Por qué te mueves en pos de la mediocridad? Si ya has renunciado, al menos deja que sea la mediocridad la que se mueva hacia a ti. Quédate parada, como hasta ahora, pasando las tardes encerrada a oscuras en un coche aparcado, y deja lo de buscar trabajo para aquellos que todavía tenemos vicios que mantener. Si vas a encerrarte en casa, o a recluirte en ese pueblucho perdido de Guadalajara que, como siempre te digo, te está embruteciendo la sensibilidad, en lugar de ahorrar podrías pasarme tu sueldo para que me lo fundiera en copas y libros a la salud de las dos.

Me despido, hasta que se me ocurra algo más que añadir.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Todos los perros van al cielo

Y por fin, después de una semana de carestía económica, vuelvo a tener en mi poder el presupuesto suficiente como para dedicarme al registro de pensamientos desde bares sin que el temor a que no me llegue el dinero por desconocer el precio de la copa característico del lugar me impulse a escapar calle arriba colmada de furia y con la frustración de un infante, dispuesta a pagar mi desidia con la primera persona que se me cruce en el camino de vuelta a casa. Me estoy tomando un vodka tónica y una ración de pistachos más que considerable. ¿Almendras o pistachos?, me ha preguntado el viejo a cargo del antro en que me encuentro (que además de pertenecerme por derecho a fuerza de frecuentarlo un día sí, y otro también, es un recinto de cuatro paredes al que no sé muy bien por qué asocio la inspiración con que me codeo últimamente). Me da igual, le he respondido. Igual no te puede dar, porque el sabor es bien distinto. Vale, de acuerdo, pues pistachos. ¡Ah! Si ya sabía yo que lo mismo no te daba. Pues no, la verdad. Pero ya se sabe, la cortesía estúpida que impulsa a los seres humanos a comportarse como si le debieran algo a alguien, y que en casos extremos llega a patologizarse en síndromes de Estocolmo y enfermedades varias relacionadas con la dependencia y con la sorpresa ante la amabilidad inesperada del que ha de secuestrarte, o de cobrarte, según el caso.

El otro día, antes de quedar con nadie, me escapé al parque que hay al lado de mi casa. El parque en cuestión es un espacio relativamente pequeño de arena y cemento en el que niños y perros alternan su entretenimiento con una armonía que, ahora lo sé, sólo es posible entre seres inconscientes de su propia consciencia. Entre seres desvergonzados, quiero decir; entre seres que hacen lo que les place y a los que una reprimenda no les supone más que adoptar una apariencia compungida de cabeza gacha y ojos de cordero. Aunque lo que habitualmente recibo cuando, impulsada por mi devoción animista hacia los animales, acudo a ese parque a intentar trabar conocimiento táctil con los ejemplares caninos que más atractivos me resultan, es una indiferencia soberana y aun insultante hacia mi persona, lo de la otra tarde constituyó la excepción que hace interesante a toda regla que se precie de no serlo en absoluto. Nada más poner un pie en el camino central de baldosa que araña el parque de norte a sur, una algarabía de perros de lo más variado se dignó recibirme con un estruendo eufórico de ladridos, lametazos, amagos de salto y aproximaciones a mi cara que, he de reconocerlo, me imbuyó de un orgullo difícil de transcribir en palabras. Un bull- dog blanco y precioso me encharcó de babas los bajos bordados de mi falda negra semi- larga, un cachorro torpón y desmadejado de pastor alemán (de esos que avanzan a zancadas desproporcionadas y parecen tener bajo las patas muelles en lugar de almohadillas) me ofrendó el tesoro de un palo nudoso apretado entre sus fauces que, al tratar de apresar entre mis manos, retiró juguetón en un tira y afloja de lo más infantil y asilvestrado; un perrillo miniatura rebelde que ignoraba soberano y a sabiendas los reclamos histéricos y humillados del ser humano de su propiedad que lo perseguía indignado y escandalizado ante su desobediencia, se empeñó en escoltarme a lo largo del paseo y en treparme al regazo cada vez que me daba por aposentarme sobre la madera mugrosa de alguno de los bancos desperdigados a izquierda y derecha del camino central. Yo sólo podía contemplarlos y sonreír para mis adentros, pues en media hora había quedado con Chechu y sentía que el recibimiento del que me había hecho objeto tan pintoresca conjunción de felices criaturas constituía toda una ofrenda en materia anecdótica para mi amor. Cuando permanecemos en ese parque sentados el uno junto al otro y yo intento, sin que ninguna de sus advertencias en contra consiga hacerme desistir, llamar la atención de alguno de los animales que me agradan con silbidos, chistadas y un sonido característico inspirado en la película ¡Un, dos, tres, splash! que aprendí a ejecutar hace años a fuerza de masacrarme la garganta con inspiraciones de aire hacia dentro, él me reprende severo e impulsado por una timidez encantadora con respecto a los dueños de los animales:

- ¡Iria, sabes que me encantan los perros, pero no sus dueños!

Y la verdad es que tiene razón. Los amos de los canes son encarnaciones de la más soberana estupidez. ¡Ven aquí, Laika! ¡Tyson, no toques eso! ¡Lúa! ¡Gato! (todos nombres reales, lo juro). Si tuvieran hijos, que no los tienen, se comportarían con ellos de la misma manera en que lo hacen con sus mascotas. ¡Con el gusto que causa contemplarlos correr alocados y sin preocupación alguna por entre los arbustos y las piernas de las personas! ¿Por qué llamarlos tanto, por qué educarlos hasta la extenuación? Que se muerdan, que forniquen, que echen carreras, que den coba a los extraños... ¿a quién deberían importarle semejentes manifestaciones de la libertad? En ocasiones pienso que las personas que se comportan así con sus perros lo único que están haciendo es ejercer con criaturas inferiores la autoridad que no pueden imponer a sus semejantes. Eso me hace plantearme hasta qué punto estamos capacitados para educar a un recién nacido, ya sea humano o animal, y en qué grado esa incapacidad nuestra podría o no podría ser beneficiosa para él.

En el parque, en cambio, hay una mujer que nos tiene enamorados. Es la dueña de un chuchillo feúcho y sin pedigrí cuyo nombre, pronunciado cantarinamente por su ama, no llegamos a descifrar pero sabemos que incluye al menos una a y una o (en ese orden). La mujer es una vecina del barrio de toda la vida, medio retrasada y gallega de nacimiento, que siempre me pregunta por mi abuela a gritos de acera a acera de la calle:

- ¿¡¡¡¡¡Y qué tal mi paiiiisaaaana!!!!!?

Es una mujer bigotuda de unos cuarenta años con el pelo corto y canoso, vestida con mandil de campesina y zapatos de esparto, que se comunica a voces por el vecindario sin pudor ni consciencia alguna de las burlas que suscita. Su madre, una obesa de más de ciento cincuenta kilos, la explota desde que era adolescente con la excusa de una inmovilidad que sólo es tal porque así lo ha querido ella desde que supo a su hija cualificada para la tarea de esclava. Todas las tardes, a la misma hora, acude al parque con su perrillo para sentarse en un banco y dedicarse, con esa entrega de la que sólo los niños y los locos de remate son capaces, a llamar la atención de todos y cada uno de los canes que interceptan su visión. Y lo curioso es que lo consigue, la muy genia. Todo perro, ya sea pequeño o grande, hostil o amigable, pasota o entregado, se presta al juego interminable de pasar una y otra vez por el túnel de sus piernas abiertas y sin depilar, mientras ella ríe a carcajadas y los va rebautizando con una falta de criterio que quizá sea azarosa sólo en apariencia. ¡Pepa! ¡Lola! ¡Manolito! El caso es que es a ella, y no a sus amos, a quien los perros hacen caso. Aunque ni siquiera conozco su nombre, si algún día muriera me gustaría ir a su entierro (y con eso creo que lo digo todo).

Cambiando de tema, la semana pasada se me ocurrió que si llegara el Apocalipsis y Dios bajara de las alturas para confesarme, ante toda una multitud expectante, que debido a todas mis malas acciones y desconsideraciones para con la humanidad mi destino es el infierno, yo le contestaría lo siguiente:

- Si he de bajar al infierno, quiero hacerlo en tobogán. A poder ser con loopings y con Dazed and Confused atronando los subterráneos. Y si no no hay trato, colega. Así que aquí dejo un enlace, para los posibles ignorantes que no sepan de qué canción hablo, que espero les ayude a imaginar el modo en que este tema debe de sonar entre llamas y ya sin esperanza alguna de redención.

Chechu: te quiero.

lunes, 20 de octubre de 2008

Cuestión de estilo

Estoy sola en Madrid y me siento eufórica, esa es la verdad. Cuando pienso en el número de veces que por hastío, cobardía o falta de ideas a secas, he renunciado a esta soledad fructífera y plena que tanto bien le hace a mi cabecita lastrada de rutinas, me entra una mala hostia conmigo misma que si el ángulo me fuera más propicio y no hubiera tanta gente mirando me abofetearía hasta dejarme marca en la mejilla.

Pero me siento bien, y lo de abofetearme hasta la extenuación no pasa de ser un recurso literario más con que dotar de efectismo al contenido misterioso y en ciernes de este ejercicio de calentamiento previo a cualquier cosa.

Releyéndome a saltos y trompicones por contextos bloguísticos, foráneos y novelescos me he dado cuenta de que ya soy poseedora de un estilo literario determinado. Después de tanto mitificar la utopía del estilo, y de romperme la cabeza intentando averiguar si lo que mis textos tenían en común consistía en algo más profundo que un deje similar de trazado y redacción formales, he llegado a la conclusión de que eso es precisamente el estilo y de que, para bien o para mal, he adquirido las suficientes adicciones lingüísticas como para que alguien mínimamente sagaz pudiera atribuirme la autoría de un fragmento cualquiera rubricado desde el anonimato.

Entre esos malos vicios, se incluyen algunos bastante graciosos:

- La producción de frases ultralargas que ponen a prueba la paciencia de lectores profanos y/ o acostumbrados al estilo entrecortado de la literatura underground que promocionan con tanto empeño la FNAC y otros antros similares de consumismo cool (pronunciado cuuUUUuuL, como si te estuvieras corriendo de gusto e-pod en mano y escuchando a los Strokes tras la protección estética ultragenuina de unas gafas de pasta negra compradas en Miss Sixty - ¡puajjjjjjj!). A mi estilo, en este sentido, lo han calificado de rococó, renacentista (¿¡renacentista!?), churrigueresco, enrevesado, complicado, excesivo, anticuado y rebuscado. Me parece bien.

- La utilización de la doble s en determinado tipo de palabras (especialmente las que derivan de los verbos bessar y dessear), que ha llevado a algunos individuos imaginativos en exceso a descubrir mensajes subliminales nazis en textos que cojeaban, si acaso, de todo lo contrario. En fin, el postmodernismo llevado al extremo del absurdo. ¿Por qué la doble ese? Pues porque mi besso y mi desseo no son en modo alguno el beso y el deseo que pululan por ahí en bocas y manos incapaces, a mi entender, de experimentar semejantes osadías del pecado. La esse marca la diferencia entre el extracto y el sucedáneo, eso es todo. Por lo demás, y dependiendo del día, sí que descubro en mis fueros internos ciertas tendencias nazis, y aun judaicas. ¡Esa avaricia, esa avaricia irrefrenable que me come!

- El empleo vicioso y compulsivo de ciertas palabras y construcciones lingüísticas que, he de reconocer, me avergüenza sorprender en la gran mayoría de textos pertenecientes a una misma época. A mí mente acuden algunos ejemplos que, como si sirviera de algo, evidenciaré con la única intención de hacer notar mi consciencia sobre el tema: "calibre semejante", " junto a otros muchos", "a pesar del/ de la ya de por sí", "yo, que a los X años", "que tan sólo unas semanas/meses/años más tarde y debido a", " por aquel entonces", "a prueba de", "ese (adjetivo) (sustantivo) del que muchas cosas se ve (verbo en participio pasivo) a (verbo en infinitivo)" [esa fingida despreocupación del que muchas cosas se ve obligado a ocultar, sin ir más lejos]... En ocasiones me pregunto si no tendré una plantilla modélica en mi cabeza con un determinado número de palabras, y si mi talento no consistirá acaso en cambiar el orden de dichas palabras tantas veces como me sea posible hasta el advenimiento de la sequía periódica e inevitable. La literatura como macroanagrama, y la esterilidad artística como período de regeneración entre macroanagramas determinados. Por eso es posible hablar de un primer y de un segundo Wittgenstein, supongo. La madurez intelectual no es más que un cambio de plantilla que hace posible la creación de anagramas novedosos.

Vaya con las ralladitas que me marco, ¿no?

¡Bah, no tengo ganas de escribir más! Me marcho a patear las calles.

sábado, 18 de octubre de 2008

ARDIS HALL (capítulo 2: ¡Hi Hoo, Silver!)


Fernando guardaba en su garaje, junto a otros muchos cachivaches, una bicicleta plateada de trial de la marca Torrot cubierta de óxido y una Mountain Bike color verdeagua de chico. Yo, que a los doce años todavía no sabía montar en bici, me moría de envidia cada vez que les veía partir sobre dos ruedas rumbo a cualquier parte y tocando la bocina. Fernando, que no era ajeno a este sentimiento y que por aquel entonces ya bebía los vientos por mí, me dijo una mañana al verme aparecer bajo la persiana del garaje:
- ¿Sabes lo que voy a hacer hoy, guapita de cara?
- ¿El qué?
- Enseñarte a montar en bici, que ya va siendo hora.
- ¡Vale!
Así que nos fuimos a la pista de cemento en que estaba situada la canasta de baloncesto y, aprovechando la soledad que nos reportaba el ser los más madrugadores del edificio, comenzamos con nuestras clases.
- Es mejor que empieces con la Torrot, que es más bajita, porque en la otra te va a costar llegar a los pedales.
- Bueno, me da igual, porque de todas formas me gusta más el plateado que el verde.
- Genial.
Me subí a horcajadas sobre esa Torrot menuda y argentina que, tan sólo unas semanas más tarde y debido a la lectura apasionada de It que realicé a lo largo de muchos días de playa, me gustaría por motivos más profundos que los que me llevaron a aceptarla en un principio, y me quedé suspendida sobre el sillín esperando instrucciones.
- A ver, antes que nada: tienes que mantener los pedales en movimiento para que la bici no vuelque. Sobre todo al girar, pero primero vamos a ver que tal vas en línea recta.
- ¿Me vas a sujetar?
- Sí.
Agarrándome por las hebillas de mis eternos shorts de estampado floral y dando un pequeño empujón al metálico caballito, me ordenó pedalear. Me dio tiempo a avanzar unos cuantos metros antes de naufragar por la derecha y caer en sus brazos indefensa y partiéndome de risa.
- Venga, otra vez.
Al cabo de una hora, sabía mantenerme en equilibrio y tomar las curvas con una sola mano. Como hacen los padres con sus hijos pequeños, soltó la bici sin que me diera cuenta en el momento en que más confiada me percibió, llamándome desde la distancia para hacerme consciente de mis logros:
- Hale, guapita de cara, ya sabes montar en bici.
Del susto que me llevé me fui de cabeza al suelo, pero estaba tan contenta por haber aprendido a manejar lo que en aquel momento era para mí un verdadero artefacto de poder e independencia que, aunque rasguñada en codos y rodillas, me levanté al instante para lanzarme a sus brazos y comérmelo a bessos de agradecimiento.
- De todas formas mejor que practiques por aquí antes de salir a la aventura, porque con lo kamikaze que eres acabarás partiéndote la crisma contra un coche.
- Bueno...
La historia de cómo aprendí a montar en bici tiene importancia en relación a la llegada de Charlie, ese otro amor de verano que sin alcanzar, ni de lejos, la trascendencia que alcanzó Fernando a lo largo de los años, fue sin duda un punto de inflexión en mis ritos iniciáticos de adolescencia. Íntimo amigo de Verito, que por aquel entonces contaba un año menos que yo y lucía en su rostro ojeras perpetuas de vampiro, Charlie era un muchacho larguirucho y desgarbado que se veía obligado, a causa de una miopía extrema, a usar esas gafas de topo que empequeñecen los ojos hasta transformarlos en meras rendijas de sospecha. Poseedor de una sensibilidad nada habitual es un niño, y con ese aspecto de ratón de biblioteca que tanto me perturbaba por aquel entonces, Charlie atrajo mi atención enseguida. Y como la atención amorosa es una cuestión de absolutos, cada minuto de más prestado a Charlie era un minuto menos compartido con Fernando, que no tardando en advertirlo comenzó a sufrir los que -según él mismo reconoció años más tarde- serían los primeros ataques de celos de su vida.
A Charlie, al igual que a mi, le apasionaba la bicicleta. Encandilado con mi presencia tanto o más de lo que yo lo estaba con la suya, se convirtió en el tercer madrugador del edificio durante la quincena que permaneció como invitado de honor en casa de Verito. Cada mañana nos encontrábamos los tres bajo el árbol del que pendía el columpio y, hasta que no salió a colación el tema de las bicis, todo fue más o menos bien. A los dos días, Charlie y yo habíamos pasado de mirarnos de reojo y a espaldas de Fernando a hacerlo de frente y sin ocultación alguna. Era increíble el tiempo que podía pasarme enganchada a sus ojos, e increíble era también su falta de pudor a la hora de manifestarse a mi favor. Yo tenía, entre otras malas costumbres estivales, la de alimentarme a base de flores y hojas silvestres, y él, que demostraba una apertura de mente por completo acorde con sus inclinaciones sexuales, me secundó también en esta estrambótica afición. Si yo me perdía entre las hortensias, examinando con atención cuidadosa cada capullo o racimo de pétalos multicolores y volteando entre el índice y el pulgar los ejemplares de cada especie que más apetitosos se le antojaban a mi extravagancia, él me perseguía en silencio respetuoso por las frondosidades del jardín imitando, con una glotonería que sólo era fingida en sus tres cuartas partes, mis maniobras gastronómicas sobre las plantas. Y así, de triunvirato evolucionamos a dueto trocando la permanencia estática en el prado común por paseos interminables en bicicleta que nos llevaban, en trémula y armónica soledad, a echar carreras enloquecidas carretera arriba y a perdernos, como por casualidad, entre acantilados escarpados que nos forzaban a caminar cadera contra cadera y a arrastrar entre las ortigas el peso muerto de nuestras bicicletas.
A lo largo de uno de esos paseos nos hicimos la promesa, incumplida hasta la fecha, de emprender algún día un viaje en Mountain Bike por el continente australiano. Fantaseábamos con los obstáculos que podrían presentársenos a lo largo del camino y especulábamos con los víveres y avituallamientos que habrían de sernos necesarios en una aventura de calibre semejante. Mientras tanto, Fernando, permanecía en el edificio maldiciendo el instante en que se le había ocurrido enseñarme a montar en bici y haciendo recaer sobre la persona de Charlie todos los rencores y malos desseos que torturaban su mente de adolescente ultrajado. De todas mis traiciones esa fue la segunda en importancia, pues la primera no habría de perpetrarse hasta cuatro años después y a raíz de una ocurrencia irreflexiva que me impulsó a llevarme a mi novio de por aquel entonces al contexto inviolable que constituían Valdoviño y la totalidad de sus habitantes. Pero, como diría Michael Ende, esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Hasta la llegada de Charlie, Fernando era el dueño de mis mañanas, mis noches y mis tardes de playa. Aunque fingíamos pelear y estar a la gresca el uno con el otro, lo único que buscábamos era una excusa para tocarnos sin levantar sospechas. En ocasiones se nos iba la mano, y lo que empezaba como pretexto se iba poco a poco transformando en un fin en sí mismo. Yo me pasaba, Fernando me la devolvía por triplicado, y de repente nos descubríamos odiándonos y desseosos de partirnos la cara. La mayoría de las veces, sin embargo, lo único que hacíamos era jugar al juego de la seducción con la libertad que aportaba el hacerlo pasar por otro juego diferente.
Una de esas tardes de playa, y ya con Charlie integrado en el grupo, se nos ocurrió ir a pasear al lago. El lago era un brazo de mar que se adentraba en la parte izquierda de la costa, ensanchándose hacia el final en un remanso de agua tibia y en calma al que iban a revolcarse los perros y las madres con sus bebés. A medida que se avanzaba hacia el mar, las aguas se hacían menos profundas y una capa de fango comenzaba a formarse sobre el suelo. Fernando, Charlie y yo, junto a otros cuatro niños borrachos de sol y arena, nos adentramos por allí con la esperanza de que la novedad de aquel plan incrementara un poco más si cabe nuestro ya de por sí eufórico ánimo. Yo, en lugar de intentar derribar a Fernando, o de entretenerme lanzándole pegotes de lodo a la cara, elegí pasar el rato arrastrando por el agua el cuerpo de Charlie, que se hacía el muerto alegando estar muy cansado y estirando un brazo hacia atrás para aferrar mi mano escurridiza y mojada. Fernando caminaba unos pasos por delante, echando breves miradas por encima del hombro y acelerando el ritmo cada vez más. Esa noche, fue la del incendio.
Después de volver a nuestras casas para ducharnos y cenar, y no sin antes habernos limpiado con esmero de todo rastro de arena delator de nuestras visitas a la playa - la cual, por dar a mar abierto y constituir un peligro para los más pequeños, nos estaba rigurosamente vetada-, salimos al prado común como venía siendo la costumbre desde hacía una quincena. Antes de encontrarnos todos reunidos, se desató un incendio en la parte más alejada del campo de trigo que rodeaba el edificio y, por una vez, interrumpimos nuestro eterno juego del escondite para quedarnos absortos y como hechizados ante las llamas que se elevaban en el horizonte como dragones furiosos de color naranja. Permanecimos embebidos en la contemplación del fuego durante todo el tiempo que éste tardó en extinguirse, compitiendo por ver quién era el primero en visualizar un helicóptero y haciendo apuestas millonarias sobre las posibilidades de apagarlo antes de que llegara al edificio (cosa que, con tal de no irnos a la cama, desseábamos que ocurriera a toda costa). Charlie y yo parecíamos dos niños siameses aferrados por la cintura frente al resplandor, masticando hojas y bayas del arsenal que llevaba en mi bolsillo y disfrutando, a pesar de la presencia del resto o precisamente gracias a ella, de una intimidad silenciosa, profunda y cargada de secretos.
A la mañana siguiente, Charlie tardó un poco más de la cuenta en amanecer y Fernando y yo pudimos disfrutar de nuestro primer momento a solas desde hacía varios días. La pregunta no tardó en materializarse:
- A ti te gusta Charlie, ¿verdad?
- ¿¡¡Quéééé!!??
- Que si te gusta Charlie.
- Me cae bien, nada más.
- O sea que te gusta.
- ¡¡¡¡Nooo!!!! (pronunciándolo con ese tono cantarín que baja hacia la aseveración rotunda en la penúltima vocal para, casi por sorpresa, remontar hacia arriba en un derroche de agudos pillados in fraganti).
- Pues está claro que a él sí le gustas tú.
- Bueno, ¿y?
La última tarde que pasó Charlie entre nosotros decidimos ir al cine a ver Godzilla. Como en la zona de playa no había salas de proyección, tuvimos que coger un autobús de línea hasta Ferrol en la parada del centro comercial de Valdoviño después de negociar con nuestros padres durante horas, y con la excusa de que Fernando nos acompañaba, las condiciones de tan arriesgada expedición al centro de la ciudad. El grupo lo integrábamos Jorge, el hermano pequeño de Verito; Ruth, que años más tarde estrenaría sus labios de virgen en la persona de mi primo; Olalla, que además de gordita y pizpireta era otra nínfula en potencia con sus propios ardores y escándalos secretos; Iván, un amigo de Fernando que en Semana Santa me había pedido salir y que en verano se encontró, a pesar de mi inicial correspondencia, con una indiferencia soberana y aun despreciativa hacia su persona; María Estrella, una recién llegada a la urbanización que bebía los vientos por Iván y que había sido camelada por éste en un intento patético e inútil por despertar mis celos; Manuel, alias Manoliño Mera y Pico de Plátano, que además de poseer una nariz hiperbólica y un carácter cateto en demasía había recibido calabazas de mi cosecha el mismo día en que Iván había logrado seducirme, fraguando tras la humillación sufrida y a lo largo de todos los agostos que veraneé allí un odio intenso por todo lo que con Madrid estaba relacionado; Verito, Charlie, Fernando y yo.
El reparto de asientos en el cine fue realizado con esa azarosidad aparente que culmina en catástrofe para casi todos y en regalo del cielo para unos pocos afortunados (entre los cuales y gracias a ciertas maniobras tácticas de posicionamiento Charlie y yo estuvimos incluidos aquel día). El orden fue el siguiente: Jorge, Fernando, yo, Charlie, Iván, María Estrella, Olalla, Ruth y Manuel. Mientras Fernando le tapaba los ojos a Jorgito para que no viera las efusiones que Iván y María se prodigaban a tan solo cuatro butacas de distancia, Charlie y yo sometíamos nuestros dedos y antebrazos a una fricción sutil y espaciada en el tiempo que hizo que, de la película, nos enterásemos de más bien poco. Recuerdo el contacto ocasional del brazo derecho de Fernando, y el intercambio breve y más bien seco de miradas que de reojo nos dedicábamos cuando esto ocurría. A la salida del cine, y tras la confirmación digital de romanticismos y demás sublimaciones del desseo, yo había perdido parte de mi interés por Charlie y volvía a estar centrada de lleno en ese pelirrojo zurdo de preciosas piernas con el que tantas cosas me quedaban todavía por vivir.
Reproduciré ahora una conversación que años más tarde, y ya sin nada pendiente entre nosotros, Fernando y yo mantuvimos:
- A ti te gustaba Charlie, ¿verdad?
- Pues sí. La verdad es que estaba loca por él.
- Sí, era tu tipo.
- ¿Qué quieres decir con mi tipo?
- Alto, moreno, delgaducho, con gafas, rarito...
- ¡Jajajajaja! ¿Todavía estás celoso?
- Sí. Es algo que me jodió inmensamente. Si al menos hubiera sido mayor que tú, lo habría comprendido... ¡pero me diste de lado por un niño de apenas doce años!
- ¿Cuándo me ha importado a mí la edad? Además, fue sólo un capricho... Ya sabes, sentirme correspondida y esas cosas.
- Y una mierda, Él te gustó de verdad. No sé durante cuánto tiempo, pero sé que te gustó. Un capricho fue Iván.
- Sí, pues bien que me dijiste celoso perdido cuando se suponía que yo estaba con Iván que si me gustaba, no le besara. ¡Vaya consejo más interesado!
- ¿Y me hiciste caso?
- No le besé nunca.
- Sabes que no soy una persona celosa. Pero contigo es diferente... es tan fácil perderte.
- ¡No es fácil perderme, al contrario!
- Sí es fácil perderte. Un día estás, y de repente te alejas. Tu cuerpo permanece, pero tu mente vuela lejos. Eres agotadora, guapita de cara.
- Sí, pero te quiero.
- Vete a la mierda, puta.

domingo, 12 de octubre de 2008

ARDIS HALL (capítulo 1)


Hoy me encuentro, para variar de musa, en un lugar que no es testigo del nacimiento de mi novela buena, sino que lo es del de aquella otra que de vergüenza de sí mutó en cuento corto. Lo bueno de este sitio es que a pesar de hacer meses de mi última visita, los camareros se acuerdan a la perfección de aquella estudiante de cabello oscuro y mirada trémula que pasó aquí más tiempo del que en realidad podía permitirse, ataviada como para la aventura y tras la luminosidad blanquiazul de un portátil desplegado cual mariposa sobre la mesa de madera. Y como se acuerdan a la perfección, además de atenderme enseguida me facilitan la clave del módem y me dan de comer sin que tenga que pedírselo. Así que aquí estoy, conectada y a rebosar de atenciones, invocando el contenido del texto presente sin que nada venga a perturbar la concentración que requiero para manifestarme.
Recuerdo, casi como si hubiera ocurrido ayer mismo, la sensación que me embargaba al jugar al escondite cuando tenía doce años. Era más un entretenimiento bélico que una ociosidad infantil, y así lo atestiguaban los hematomas y las heridas que decoraban mi epidermis desde los codos hasta más abajo de las rodillas. Cuando permanecía oculta entre las zarzas, o a lo largo y ancho de ese campo de trigo cuyo acceso y disfrute nos estaba rigurosamente vetado por nuestros padres, la emoción que me invadía pertenecía más al rango de la supervivencia que al de la diversión. Los recovecos de oscuridad y las escapadas al trote entre la maleza no eran más que excusas que nuestra consciencia vapuleada por la culpabilidad inventaba, con el fin de permitir la comisión de esas fechorías mayores y casi siempre relacionadas con la sexualidad que impregnan la práctica totalidad de la preadolescencia de cualquier niño interesante.
Modestia aparte, jugando al escondite no tenía rival. Prefería desgarrarme la piel a entregarme, optar por la oscuridad atemorizante y desamparadora a decantarme por la tenue luminosidad de escondrijos mediocres y expuestos a la vista, enfrentarme al temor que los espacios abiertos y a merced del viento me inspiraban que asumir el riesgo de ser descubierta arrinconándome en las proximidades del hogar. Mis primeros bessos, acontecieron entre arbustos; la primera excitación que sentí, fue la del fugitivo perseguido por ese carcelero de sexo opuesto y excesivo que se las mata más por un roce que por una captura definitiva.
Fernando era un adolescente hecho y derecho que aun superándome en cuatro años de edad no se planteó, ni por un instante, la posibilidad de renunciar a la posesión de la niña que era por aquel entonces. Y yo, con esa crueldad tan propia de los doce años consistente en responder a la atención prestada sin apenas reparar en las consecuencias de los propios actos, me dedicaba a torturarle sexual y físicamente un día sí, y otro también. Le bessaba, excepto en la boca, por todas partes, me pasaba los días de playa tendida encima de su cuerpo, le escribía mi nombre en la espalda con conchas afiladas en forma de abanico, le introducía la lengua por el pabellón auditivo hasta provocarle erecciones que le impedían abandonar la horizontalidad protectora de la toalla hasta bien pasadas las ocho de la tarde. Al término de uno de esos días, y reunidos en una casa por fortuna abandonada, Fernando se cansó de mis abusos y, cogiéndome del pelo, me arrastró por el suelo y sin contemplaciones hasta la intimidad de un cuarto que podía cerrarse con llave. Una vez allí, me lanzó sobre la cama y me arrancó el vestido playero sin detenerse siquiera a desatar el nudo que lo ceñía sobre mi nuca. Me agarró por las caderas y me acopló a las suyas por encima de la ropa, él tumbado boca arriba y yo a horcajadas sobre su cuerpo inmenso. Y yo, que ni conocía varón ni lo conocería hasta dos años después y en condiciones bien distintas, comencé a gemir y a moverme hacia atrás y hacia adelante con su bulto irresistible entre las piernas hasta que el pudor, o el temor a dar un paso más allá, me impulsaron a propinarle un rodillazo en los mismísimos y a escapar, medio desvestida y por completo asustada, hacia el amparo de la muchedumbre de amigos que se concentraba en el salón preguntándose qué diablos estaríamos haciendo allí encerrados.
Durante un tiempo corrió el rumor de que nos habíamos enrollado, pero como él tenía casi diecisiete años y yo acababa apenas de cumplir los doce, terminaron por convencerse de que no habíamos hecho más que darnos otra tunda de las nuestras. Por lo demás, todo siguió más o menos igual: yo encima de Fernando todo el día, atraída y repelida a un tiempo por los lazos invisibles que nos condenaban a buscarnos con la mirada una y otra vez, golpeándole o acariciándole según se me antojara y disfrutando de las ventajas que tener a Fernando enamorado de mí hasta el tuétano me reportaba jugando al escondite: cuando le tocaba buscar a él y por casualidad me encontraba, me dejaba marchar; cuando buscaba otro, venía a esconderse conmigo. En una ocasión corrimos a ocultarnos a los desvanes, que estaban situados en el laberinto de pasillos y encrucijadas del último piso y que permanecían en la más absoluta tiniebla si eras capaz de contener el primer impulso de encender la luz que te asaltaba al esconderte allí en soledad. Tomados de la mano recorrimos los corredores despacio, en silencio y con la respiración acelerada. Al llegar a la puerta del desván que marcaba el fin del laberinto, y acosados por la presencia atemorizada del buscador (que temía llevarse un buen susto tanto o más que nosotros), nos apretamos contra la pared tratando de hacer el menor ruido posible. Recuerdo el frío contacto del muro contra mi mejilla derecha, y la presencia sólida de Fernando agarrándome por la cintura y respirándome en el cuello desde atrás. De no haber tenido que salir corriendo para evitar que el inoportuno explorador llegara al interruptor de la luz antes que nosotros, estoy segura de que aquella noche habría culminado en llamas.
Muchos fueron los días que pasamos a solas, y muchos los instantes de tensión sexual insoportable. Aún así, en los siete años de preliminares en que consistieron todos y cada uno de nuestros veranos (única época del año en que podíamos disfrutarnos por vivir en diferentes comunidades autónomas), sólo en una ocasión llegamos a culminar un besso.
El grupo estaba formado por niños de entre nueve y catorce años y por Fernando, que veraneaba en el mismo edificio y acabó asumiendo, a fuerza de estar siempre por allí y de jugar al fútbol con los más mayores, el papel de responsable de la manada. Por la noche nos permitían estar fuera hasta más tarde si Fernando nos acompañaba, porque además de ser el de más edad, tenía ese carácter tranquilo, servicial y responsable que hace las delicias de los padres temerosos de sus hijos. Así, si uno de nosotros se caía y se hacía sangre, era Fernando el que le consolaba y le desinfectaba la herida; si de repente se iniciaba una pelea, era Fernando el que nos separaba y calmaba los ánimos. Yo, que por aquel entonces contaba catorce primaveras y me consideraba su mejor amiga, me convertía en su sombra desde que llegaba el uno de agosto hasta que acaecía el primer día laborable de septiembre (que si había suerte, caía en 2; y si había mucha suerte, en 3). Cada año le buscaba temblorosa e histérica, colocándome la ropa en cada esquina para que el primer contacto visual fuera de impacto, y cuando le encontraba, casi siempre acompañado por algún inoportuno, nos saludábamos con esa fingida despreocupación del que muchas cosas se ve obligado a ocultar en un intento por evitar males mayores.
La noche en que aconteció el que sería nuestro único besso en siete años, habíamos decidido quedarnos hablando en el césped en lugar de jugar al escondite con los demás. Estuvimos tumbados sobre la yerba, él boca arriba y yo de lado y con una pierna por encima de su cuerpo, haciéndonos confidencias cuyo contenido no recuerdo en absoluto. Él estaba serio, casi melancólico, y yo me entretenía hundiendo la nariz en su cuello mientras él, con un dedo, recorría mi espina dorsal por debajo de la camiseta desde la vértebra cervical hasta la misma abertura de las nalgas. Cuando los demás se cansaron de perseguirse en la oscuridad, se sentaron en los bancos de piedra que había repartidos por el jardín y se pusieron a hablar a gritos y a lanzarse objetos. Fernando y yo nos levantamos y nos fuimos a pasear entre las filas de hortensias que corrían a lo largo del terreno, enmarcando la zona de los garajes en una salpicadura selvática de violeta, rosa y azul pálido. Cuando llegamos a la parte más oscura y alejada, me detuve frente a él y le pregunté:
- ¿Qué te pasa?
Él, estrechándome contra su vientre y con los ojos brillantes y francamente tristes, me respondió:
- Nada.
- ¿Cómo que nada?
- Que tengo ganas de hacer una cosa, pero creo que no debo.
- ¿Qué cosa?
Apretándome aún más, y sin dejar de clavar sus pupilas en las mías, continuó:
- Una cosa.
- Pues hazla.
- No juegues, princesa.
- ¡Hazla!
- No.
- Cállate y hazla, Fernando.
- A mí no me mandes callar.
Lo siguiente que recuerdo es la presión de dos manos sobre mi cóccix, el incremento repentino del olor a Magno y a sal de su piel quemada por el sol y el tacto húmedo y blando de su lengua en el interior de mi boca abierta. Correspondí a su besso durante cinco segundos con una furia por completo demencial que hizo que su rostro pasara, en apenas un instante, de la más absoluta desolación a la mayor depravación que imaginarse pueda. Después, asustadiza y cruel como la niña que era, le separé de un empellón y comencé a reírme a carcajadas. Muchos pudieron ser los motivos que me impulsaron a comportarme de una manera tan psicópata: el silencio repentino de los demás, que permanecían callados y a la escucha, y el consiguiente pánico a ser descubierta y convertida en objeto de cuchicheos malignos; la debilidad que intuí en él, y el rechazo que el sentirme por encima y por completo dueña de la situación provocó en mi egocentrismo infantil; el amor por el juego del gato y el ratón, y mi negativa inconsciente a hacer de algo tan especial una mera formalidad romántica. Sin embargo, creo que lo que de verdad me llevó a propinarle ese bofetón metafórico no fue sino lo que observé, por debajo de la urgencia sexual, en su rostro descompuesto y como fuera de sí: amor, adoración y desseo en la más peligrosa mezcla que jamás hubiera imaginado. En ese momento, comprendí que el juego no era tal y me asusté.
No me daría cuenta de mi pasión por él hasta unos meses más tarde, de camino a Galicia en tren y con el cadáver de mi madrina precediéndonos por carretera hacia el cementerio de su aldea natal. A pesar de la culpa que me embargaba por no haberla ido a visitar al hospital más que una vez desde que la ingresaron, y del trauma que supuso para mí el perderla antes de haber solventado los conflictos generacionales que nos enfrentaban, una idea caprichosa y desconsiderada me rondaba la cabecita mientras contaba las horas boca arriba en la litera del vagón a oscuras: iba a verle. Por más que trataba de forzar las lágrimas para escapar a la culpabilidad que me producía el sentirme insensible y aun inhumana, no lograba más que contaminarme por momentos de una emoción en todo opuesta a la que se suponía debería estar experimentando. Me sentía eufórica, trémula y palpitante, esa es la verdad. Me pasé la noche en vela imaginando bessos y tensiones de calibre estival, y ni siquiera la muerte de una de las personas que más he querido en mi existencia logró evadirme de la promesa de felicidad que las alegrías del incendio traen aparejadas, cuando se tienen catorce años y se han vivido según qué clase de cosas.
Me cité con Fernando el último día de los dos que permanecí por allí. Nos miramos más que hablamos, disfrutando de esa complicidad profunda que no necesita de palabras para hacerse tangible y proliferar. Aunque no nos bessamos, sí que sucedió algo importante. Ya en la estación, con mi madre y mi abuela acomodadas en el vagón y el tren a punto de partir rumbo a Madrid, Fernando y yo no acertábamos a despedirnos. Sonó el silbato, nos abrazamos apresuradamente y subí la escalinata. El tren comenzó a caminar alejándome de mi amor lenta, pero inexorablemente. Cuando nos hallábamos a unos cinco metros de distancia, le llamé:
- ¡Fernando!
Él alcanzó en tres segundos la puerta y, sin pensárselo dos veces, se encaramó al vagón aferrándose a mi mano.
- ¿Qué quieres, princesa?
- Te quiero.
Permaneció asido a la barandilla mirándome a los ojos y a la boca hasta que la velocidad se hizo peligrosa y no tuvo más remedio que saltar al andén. Si no nos bessamos, fue porque mi madre podía estar observándonos. Fue mi primer te quiero a un hombre y, quizá, si hubiera sabido que no volveríamos a vernos hasta pasados dos años, me habría importado menos que nada el que mi madre fuera testigo de nuestro desseo enfermo y fuera de ley.

Muchos eran los rumores que corrían acerca de nuestra relación, y muchas las bromas de mal gusto que se hacían a costa de Fernando. Que si le gustaban las niñas, que si era un pervertido, que si le iba la peidofilia... Y digo yo: ¿y qué? ¿A quién no le gustan según qué niñas? ¿Quién, de entre nosotros los meritorios, no es un pervertido de los pies a la cabeza? ¿Qué artista o qué soñador es insensible a la sexualidad bulliciosa y perfecta del adolescente que las mata jugando y como sin darse cuenta de lo que hace? Cada cuál aprehende la belleza con los filtros estéticos que mejor le funcionan y, mal que le pese a todos los padres timoratos y psicólogos de pacotilla del mundo, el del amor de nínfula es más universal y poderoso que ninguno.

martes, 7 de octubre de 2008

Jerarquías

Soy una trabajadora irresponsable y descomprometida. Si tuviera los cojones o los recursos suficientes, me dedicaría sin pudor alguno al atraco de bancos y a la extorsión de millonarios. No me importa el dinero más que cuando no lo tengo, así que el ahorro y la consideración del porvenir tampoco son preocupaciones que me asalten con asiduidad. Mi jefa es una mujercilla regordeta que supera la treintena y se viste de manera cómoda y pragmática. Si tiene impulsos sexuales, lo disimula francamente bien. Es poseedora de esa afabilidad utilitaria y sospechosa tan frecuente entre los responsables de algo, que delata más una tendencia sonriente a la traición que una verdadera bonanza de carácter. Sus órdenes parecen peticiones, y si consiguiera controlar con un poco más de excelencia el tono de decepción que le brota al recibir una negativa por respuesta, hasta a mí habría logrado convencerme de que precisamente eso es lo que son. Sabe cuándo entra en la oficina, pero nunca cuándo va a salir. Se muestra encantadora y servicial con sus superiores, pero cuando éstos no están delante trata de ganarse la confianza de los subordinados criticando a los primeros con una complicidad del todo improcedente en alguien que, como ella, se gana el pan haciendo de balsa diplomática entre dos aguas de intereses contrapuestos. Más que falsa, la encuentro algo neurótica; pues si bien me parece que en efecto es una persona servicial y que no puede evitar, por educación o por naturaleza (tanto da), sacarle las castañas del fuego a quien se lo pide amenazadoramente, no creo que su tendencia a expresarse en tono quejicoso y a echar pestes de los peldaños superiores de la escala sea falsa en ningún modo. Cuando está con los superjefes, se siente pequeña; cuando está con los pringados ante los cuales ha de responder por ser éstos, mal que le pese, responsabilidad suya, pretende sentirse una igual. ¿Cuándo -me pregunto yo- encuentra el modo o la oportunidad de situarse un poco por encima de la media? Pero en fin....cada cual socializa como buenamente puede y no seré yo la que diga que es la peor jefa que he tenido o que se puede tener.
Mi anterior jefa no era regordeta, sino una mole compacta de poco menos de cien kilos que, aun siendo encargada de tienda y permitiéndose el lujo de criticar la vestimenta de los pobres comerciales a su cargo, aparecía por los pasillos bramando órdenes con el pelo recogido en dos coletas de colegiala y amparada tras la protección de unas gafas de sol de cristales morados y montura fucsia. Cuando bajaba las escaleras mecánicas, lo hacía en dirección contraria (según ella, porque le quedaban más cerca las ascendentes; según yo, porque obtenía algún tipo de beneficio relacionado con la autoestima demostrando una agilidad del todo inesperada en las proporciones de un cuerpo como el suyo). Teniendo en cuenta que se dedicaba a atender reclamaciones, no quiero ni pensar en el efecto que podían causar sobre los pobres reclamantes sus estrepitosas zancadas de Yeti precipitándose desde las alturas. Al contrario que Laura, mi jefa actual, Arantxa (con "x") sí que albergaba pretensiones sexuales. Y las demostraba, como no podía ser de otra manera, odiando a los ejemplares más agraciados de su sexo y ensalzando a los más atractivos del opuesto con una falta de pudor del todo rayana en el absurdo. A mí, en concreto, no me tragaba ni mucho ni poco, y tantas fueron las trifulcas que tuvimos que entre pitos propios y flautas ajenas a la pobre mujer no le quedó más remedio que solicitar una baja por depresión. Era, también, neurótica a su modo, y la contradicción insoportable de no ser soportada más que por aquellos de los cuales dependía su sueldo (un viejo encumbrado a la categoría de coordinador y una horda de responsables que no la tenían en cuenta más que en festivos y en fiestas de guardar), quebró su lucidez del mismo modo repentino e injusto en que quiebra un terremoto la confianza de los aldeanos en la tierra que pisan.
Mi carácter me impediría ejercer el mandato intermedio; esto es, situarme en la zona meridiana de la jerarquía, porque descomprometida como soy en todo cuanto a temas laborales se refiere, la empresa u organización tendría que ser mía para importarme hasta el punto de ponerme a dar órdenes a alguien. Mandar sólo puede gustarle realmente a un mandamás, o a una persona con la autoestima tan jodida (una gorda, un bajito, un cabezón) que el hecho de manipular durante las ocho horas que como media dura una jornada laboral las acciones realizadas por un grupúsculo humano a su servicio, constituyera en sí mismo un motivo de felicidad. Como ya he dicho, no es el caso.

domingo, 5 de octubre de 2008

Nocturnal

He retornado a las buenas costumbres: en concreto, aparte de pasear y escribir mis memorias para la posteridad, por primera vez en mucho tiempo he adquirido libros de segunda mano en un puesto callejero al mando de una simpática e informada mujer, que no ha dudado en explicarme todo lo que necesitaba saber acerca de cada ejemplar susceptible de llamar mi atención. Al final, y sin apenas reparar en gastos, me he llevado dos tesoros: una novela verde llamada "Casi blanca" que, además de pertenecer al año de la pera a juzgar por el aspecto de las tapas, aparece definida en el prólogo como "tragedia negra" (una ironía cromática más y me muero de risa), y un cuento titulado "Colibrí" perteneciente a la editorial ultracatólica de ese cateto planetario obsesionado con la moraleja y bautizado, en exclusivo beneficio de la rima, como Saturnino Calleja, que hizo las delicias del profesorado moralizante que le tocó en suerte a nuestros sacrosantos padres. Como además he estado hablando largo rato con la dueña, y ésta me ha percibido interesada y afable, he sido obsequiada con uno de esos cuentos recortados en cartón con que nos entretuvimos los niños de mi generación durante la más temprana infancia.
Mientras paseaba se me ha venido a la mente la pregunta de por qué abandoné en realidad la carrera de Teoría Literaria y Literatura Comparada, y se me ha ocurrido una respuesta de lo más novelesco: porque la literatura es uno de los pocos misterios que respeto y, por tanto, no tengo en verdad ninguna gana de desentrañarlo. Ahí queda eso.
Me descubro últimamente con muy pocas ganas de salir acompañada. Me gusta el tiempo que paso sola y, los fines de semana, son en ocasiones más dadores de rutinas que de imprevisiones. Me agota el intercambio de simulacros que casi siempre me veo obligada a representar al interactuar con individuos incapaces de removerme por dentro, y a los que me une un interés banal y transitorio por cosas que ni siquiera desseo en realidad, y para colmo de males no soporto la visión de las personas a las que aprecio rebajándose por nada a la compulsión de una cortesía hipócrita e insulsa que les denosta ante mis ojos. Aún así, resulta tan complejo desengancharse de la evasión, que probablemente hoy acabe participando en uno de esos simulacros que tanto detesto sin que toda la reflexión del mundo consiga mantenerme dentro de los márgenes de la lucidez. Pero bueno, es inevitable que los seres humanos pensemos que el hecho de darnos cuenta de las cosas es en sí mismo suficiente como demostración de la propia inteligencia y que no hace falta, después de todo, ponerle remedio. ¿De qué se escribiría entonces y, ante todo, por qué tendría uno que molestarse en escribirlo?
Algo de lo que he hablado en ocasiones con mi amor, es de lo complejo que resulta dejar constancia de la propia época (en un sentido próximo al de "modernidad") sin caer en esos vulgarismos cotidianos tan propios de la literatura contemporánea. ¿Cómo hablar de drogas sin ensalzarlas a la categoría de mágicos artefactos o sin exagerar hasta el absurdo la decadencia a la que dan lugar (como en esa inmundicia cinematográfica llamada Réquiem por un sueño que tan bien representa la incapacidad para compaginar modernidad y sensibilidad artística en los tiempos que corren)? ¿Cómo describir la sensación de absurdo, o de vacío, sin desmayarse sobre el tópico del artista maldito y nihilista que, al no encontrar su lugar en el mundo, opta por la poesía del mismo modo en que podría haber optado por el suicidio o por el alistamiento militar para correr al encuentro de su destino? No quiero convertirme en un Ray Loriga de las emociones ni recurrir al telegrama como sinestesia literaria de lo mal que me siento y de lo poco que en ocasiones tengo para contar, y de hecho preferiría renunciar a la palabra escrita que consolarme con la idea cobarde de que siempre será preferible manifestarse desde la mediocridad a no hacerlo en absoluto.
Me encuentro en el bar que se convirtió en mi segunda casa al conocer a Chechu hace ya casi cuatro años. El ambiente que me rodea, los seres humanos que interactúan, la cháchara ambigua de los camareros e incluso el perro que suplica con dos ojos como lagos por un trozo comestible de lo que sea, son en cierto modo caracterizaciones ideales de lo que viene siendo Malasaña desde hace ya mucho tiempo. Sumergidos en el descompromiso del indie, abanderados tras una estética que sólo en apariencia es heterogénea, rendidos al consumismo chic de los comercios y los bares de moda, se me antojan todos tan asquerosos y carentes de interés que por un momento siento el impulso de subirme a una silla y leerles este texto en voz alta. El hecho de que ni siquiera me perciba hoy especialmente odiosa, constituye una pequeña muestra del grado de hostilidad hacia mis semejantes (¡ja!) con que me he acostumbrado a desenvolverme en mis socializaciones de rutina.
No he podido evitarlo y he cambiado de bar. Como no podía ser de otro modo, éste también tiene su significado secreto. Además de llamarse Bremen y remitirme, por tanto, al recuerdo de ese cuarteto encantador de animales rítmicos que repartían su tiempo entre tocar instrumentos y hacer el bien, es el lugar donde hace algunos meses entré en el baño con mi amiga Sara mientras un Chechu pálido y sonriente en exceso rezaba por un negativo de barra única que finalmente no pudo ser. Ahora que todo eso ha pasado ya, el lugar se me antoja menos siniestro: revestimientos de madera vieja, fotografías antiguas por unas paredes pintadas en el mismo tono verde de mi venerable y olvidada Olivetti, relojes circulares de cobre que parecen salidos de una anacrónica y norteña estación de tren, enchufes por las paredes que piden a gritos un polvo con mi atractivo portátil blanco y una media de edad de más de cuarenta años que me libra por el momento, y hasta que coja confianza con el entorno, del engorro de trabar conversación. Lo único que falla es la bazofia que tienen como hilo musical, pero al menos el volumen es de un raquitismo considerado y del todo ignorable cuando lo que se está es concentrado en escribir.
En menos de una hora me encontraré en el cine, sentada junto a mi amor en la oscuridad, para disfrutar del visionado excitante y sobresaltado de una película de terror llamada Los extraños. Hay pocos planes que me apetezcan más en este momento, y por tanto podría decirse que me siento muy feliz. Por hoy lo dejo, porque no tengo nada más que contar...