lunes, 23 de marzo de 2009

MAMMA Abigail


Estoy en el Pepe Botella tomándome un café con leche. La camarera, una negra de cara apacible y formas redondeadas, suscita en mí fantasías relacionadas con plantaciones de algodón. Apenas habla, pero hay algo en su sonrisa tranquila y como de vaca que apacigua los ánimos y hace que uno se sienta como en casa. Aunque al caer la tarde este local se transforma en un hervidero de indies, por la mañanas no hay apenas nadie y se puede disfrutar, gracias a la distribución de las mesas y a la tenue iluminación rosada procedente de las lámparas minúsculas, de una cierta intimidad.
En tercero de carrera solía venir a estudiar aquí. Llegaba sobre las cuatro de la tarde y permanecía embebida en mis libros hasta que Chechu, que salía de trabajar a las ocho, pasaba a recogerme en moto. A esas horas poco quedaba ya de la atmósfera matutina, tranquila y como de salón de jazz, que tan apropiada resultaba para el estudio y la escritura. Las mesas se abarrotaban de individuos cuya vestimenta delataba una excesiva premeditación, la camarera descendiente de la madre Abigail era relevada por otra de aspecto más joven y eficiente; y el barullo de las conversaciones sobre música y teatro vanguardista sustituía la cadencia sutil y agradabilísima de la bossa nova que, hasta entonces, más como un matiz del propio silencio que como un verdadero hilo musical, había susurrado en mi oído promesas de bohemia en lugares tropicales y remotos, por una contaminación ambiental in crescendo más propia de un gallinero de diseño que de un antro carismático digno del nombre que ostentaba. Ante el panorama desolador de gente cool y extrovertida que invadía el otrora misterioso recinto, a Chechu le faltaba tiempo para tironearme de la manga en un intento por meterme prisa y escapar cuanto antes de allí. Y la verdad es que razón no le faltaba, pues a partir de cierta hora aquello parecía más un muestrario que un refugio de los que a mí me gusta utilizar como base de operaciones. Bajo el prisma de aquel nuevo público responsable del sostenimiento económico del local (pues como ya he dicho, en horas tempranas, sólo unos pocos gatitos acudíamos allí a por nuestra leche), el lugar degeneraba hacia la homogeneización característica de Malasaña y perdía, a ritmo de garaje, todo el encanto que pudiera haber tenido hacía tan solo unos instantes. Algo que siempre se me había antojado en completa y flagrante discordancia con el estilo del bar era la extraña elección de los pósters que decoraban las paredes, y que no debió de haber consistido, a juzgar por los resultados, sino en una selección más bien poco afortunada de carteleras de películas españolas que no guardaban más conexión entre sí que la de pertenecer, por alguna misteriosa razón fuera del alcance de mi indiscutible buen gusto, a la cultura subterránea indie- pop de los clientes que frecuentaban el garito. Esto era algo muy pragmático, pero también vulgar en extremo. Y como entre lo pragmático y lo notorio no debería haber duda posible (no al menos en una mente artística), no creo equivocarme al afirmar que el haber escogido las imágenes en base al mal gusto de su público potencial no decía gran cosa acerca de la sensibilidad estética de los dueños. Lo más curioso es que hoy, al llegar al bar y quedarme un instante parada en el centro, buscando con la mirada la mejor ubicación de entre todas las disponibles, noté que algo había cambiado pero no me percaté enseguida de lo que podía ser. Medio café después, y ya acostumbrada a la atmósfera e iluminación particulares, mi vista revoloteó de la pantalla del portátil a la pared izquierda del local, y entonces caí en la cuenta. En las blancas paredes no quedaba rastro alguno de aquellas carteleras cinematográficas atroces y, en su lugar, acuarelas con la imagen de Pepe Botella aparecían repartidas por todas partes. Sobra decir que el detalle me agradó y que además, estimulada por la novedad visual, no pude evitar pensar para mis adentros que el hecho de que un bar llamado Pepe Botella fuera, y con creces, el recinto con menos borrachos por metro cuadrado de Malasaña, no dejaba de ser una paradoja. Me pregunté si el bar había cambiado de dueños, o si por contra éstos habían decidido, a raíz de una revelación mesmérica y en un intento por trascender su umbral límite de abstracción, volverse postmodernos.
Me niego a plantearme siquiera la posibilidad de que esa camarera negra de maneras amables como las de las abuelas y de sonrisas y de silencios envenenados de soul, pueda ser una de las dueñas del local. El mal gusto de esta hipótesis es excesivo hasta el punto de hacer que la próxima vez que la vea le pida perdón por haber desconfiado de su pureza. Asociados a esa camarera me azotan el rostro ráfagas de maizal y aromas de tartas puestas a enfriar en la ventana; cada una de sus sonrisas serenas y sabiamente moduladas, hace que se me ocurran mil transiciones posibles entre la esclavitud y la libertad humanas. Y lo mejor de todo es que la camarera en cuestión ni siquiera es de edad avanzada, y que es su disposición, la configuración de gestos en su rostro, su proceder desenvuelto y pacífico, la suavidad con que abandona tetera y platillo sobre la mesa, sin hacer apenas ruido y sin nunca dejar de mirar a los ojos del cliente, lo que me hace suponerle la sabiduría y los poderes esotéricos de una reputada santera en Nueva Orleans. Hay algo en su actitud que oscila entre la desconfianza y la solicitud, y que en cierto modo me recuerda a la manera en que entre humanos se desenvuelve el ganado. Yo siempre les he tenido un poco de miedo a las vacas y a los caballos, y me pregunto si parte de ese miedo no es acaso el responsable de que la camarera en cuestión y yo nos llevemos tan bien. Como está claro que ella no es muy proclive a las confianzas, y que a mí me intimidan a la vez que me agradan sus maneras, cada vez que coincidimos (yo a la borda de la mesa y ella mirándome bandeja en mano y como a la espera de una recompensa), se conjura entre nosotras cierto entramado de sutiles cortesías que, como por arte de birlibirloque y en medio de un suave aroma (el del café o el del té de jazmín), hace que las cosas funcionen como cabía esperar y que todo fluya con la suavidad de un haiku desde el instante en que entro hasta el momento en que decido abandonar el bar.

jueves, 19 de marzo de 2009

Querida Laura (a entregar tras mi posible despido)


Ayer (mi día libre) me llamaste a las cinco de la tarde para decirme que si por favor podía venir hoy tres horas antes porque uno de los moderadores de la mañana, Luís, “ya no estaba con nosotros”. Después de sobresaltarme un instante al pensar que quizá el moderador había muerto, caí en la cuenta de que te referías a otra cosa. Y es que, chica, sólo a una doctorada en diplomacia como tú podía ocurrírsele utilizar semejante eufemismo para referirse a un despido. El hecho de que para ti sea más eufemística la muerte que el cese de un contrato también da que pensar lo suyo, pero seguro que a estas alturas –y aunque sea eso lo que pretenda en el fondo la presente epístola-, no te voy a enseñar nada sobre ti misma que no sepas ya. En fin… a lo que íbamos. El caso es que yo, dado que estaba en El Retiro con el amor de mi vida de muy buen humor y sin preocupación alguna, te dije que vale. Total, y teniendo en cuenta la miseria que nos pagáis, un sobresueldo nunca viene mal. Y además, como caía en festivo, no me vería en la obligación de aguantarte. Si algo bueno tiene trabajar los fines de semana, es el hecho de que en la oficina no haya absolutamente nadie. Al llegar aquí, me he encontrado con un panorama cuanto menos curioso. El moderador de por la noche, al que también habías convencido para que hiciera tres horas más de las que le correspondían, me dice que Luís (el presunto difunto), ha llegado a las siete de la mañana para cumplir con su jornada laboral y sin conocimiento alguno de su nueva situación de parado. Cuando te ha llamado para pedirte explicaciones, le has dicho que la comunicación del despido era responsabilidad de la ETT, y no tuya. Eso me ha hecho bastante gracia por dos motivos: primero, porque es mentira (yo misma he presenciado cómo comunicabas despidos a moderadores derivados de una empresa de trabajo temporal), y segundo, porque aunque fuera cierto deberías haber tenido el detalle, ya que no la obligación, de llamarle. Teniendo en cuenta que te ha hecho más de un favor (entre otros, adelantar el regreso de un viaje para poder entrar a trabajar un día antes de lo acordado), y suponiendo que por encima de lo que a uno le compete haya otra cosa más humana e importante llamada consideración, no creo equivocarme al afirmar que deberías haberle llamado para que al menos no hubiera madrugado en vano hoy.
Otra cosa que me ha hecho gracia ha sido la desaparición repentina del altavoz. O sea, que pretendéis que una persona se quede aquí nueve y hasta doce horas (incluso dieciocho se pasó Cristina, que en paz descanse, en una ocasión) sin que tenga la posibilidad de escuchar siquiera una triste canción. Quizá penséis que aumentaremos nuestro rendimiento si nos vemos sometidos a una privación sensorial absoluta, pero yo te aseguro que no. En primer lugar, a los seres humanos nos gusta que nos traten bien, y cuando las putadas que nos hacen sobrepasan un umbral, tendemos a volvernos testarudos e impredecibles. De este modo, al descubrir el desvanecimiento de tan socorrido periférico (que entre otras cosas, me hubiera permitido ponerme a la entretenida tarea de moderar/ animar los chats con el único añadido de un acompañamiento rítmico y sin perder un segundo más de tiempo), me he visto obligada a pasarme media hora pensando en cómo desconectar los altavoces de tu ordenador sin alterar ni un ápice la impecable organización de tu mesa. Cuando por fin lo he conseguido, a pesar de la sensación de triunfo inicial he caído en la cuenta de que continuaba cabreada contigo. Y entonces, en lugar de ponerme a moderar con la ayuda inestimable de tu altavoz personal, he decidido convertir mi cabreo en algo productivo escribiéndote esta carta que tarde o temprano te entregaré. Si te fijas, llevo aquí cuatro horas y menos moderar puede decirse que he hecho de todo. En términos de rendimiento, y como puedes comprobar, no habéis avanzado gran cosa que se diga.
Intuyo, por otro detallito captado en la oficina, que me vais a despedir en breve. Y qué detallito, te estarás preguntando. Pues el de una especie de media estadística que habéis elaborado con los mensajes (no sé si emitidos o recibidos) de cada moderador, y que me sitúa, misteriosamente, unas décimas por debajo de mi compañero de turno. Dado que raro es el día que no le supero, y con creces, en mensajes recibidos, no entiendo cómo su media global puede ser mejor que la mía. Aunque se me dieran mal las matemáticas, que no es el caso, el nivel de éstas es elemental. Sé que Jose es íntimo amigo tuyo y que a los amigos hay que cuidarlos, pero estoy bastante intrigada acerca del modo en que me vas a vender la justicia de mi despido. Y como además yo estoy contratada por empresa, y no por ETT, mucho me temo que esta vez el tema sí que te compete. Ya nos veremos las caras, supongo.
Ahora quería hacerte unos apuntes sobre tu personalidad. Trataré de ser lo más concisa y respetuosa posible. A ver, Laura, yo no creo que seas una mala persona. No tienes carisma para ello. Eres débil y sumisa, así que como mucho, y siempre con un gran esfuerzo, podrías llegar a la categoría de secuaz. Pero son esas características tuyas, debilidad y sumisión, las que te convierten en una mensajera extraordinaria. Como eres una coordinadora subordinada a un jefe, con decir que las órdenes vienen de arriba te libras de la responsabilidad de dar explicaciones. Me parece una táctica muy buena, pero también muy cobarde. Además, el que hayas accedido a dejar a un lado tus principios para convertirte en la mensajera de un completo impresentable no dice mucho en tu favor. Si al menos te pagara una pasta podría entenderlo, pues no hay nunca que olvidar que todo hombre tiene un precio. Pero tampoco hay que olvidar que hasta que ese precio es descubierto uno sigue siendo libre. Que tu libertad está más que comprometida con la empresa, no hace falta ni que lo digas. Basta como muestra de ello el hecho de que se te pueda llamar a cualquier hora del día y de la noche, los trescientos sesenta y cinco días del año. Pero, a lo que íbamos, cumplir órdenes y estar siempre hasta el cuello de trabajo no te convierte, ni por asomo, en una persona buena. Si hubieras nacido en el Tercer Reich y por casualidad hubieras encontrado colocación en la GESTAPO, ¿cumplirías todas las órdenes que se te dieran? Ya me imagino tus diplomacias:
VIEJA JUDÍA (voz en falsete): por favor, señora, ¡sólo soy una pobre anciana con artritis! ¡No me apetece ducharme!
LAURA (voz suavizada): tranquila, que el agua estará calentita…
VIEJA JUDÍA (voz en falsete): por favor, por caridad, que luego me duelen los huesos…
LAURA (voz suavizada): son órdenes de arriba, lo siento.
VIEJA JUDÍA (voz en falsete): ah, bueno, si son órdenes de arriba entonces dúcheme.
Cumplir órdenes no te convierte en una persona digna, Laura, y lo que tú hiciste aquel día, al entrar en el call center y decirnos, roja de vergüenza, que por favor cuidáramos el aseo personal porque el jefe se había quejado, fue una de las cosas más indignas y humillantes que he visto hacer en mi vida a nadie. Mucho mejor hubiera sido que cogierais aparte a la persona que pensabais era la culpable del supuesto mal olor y le evitarais la situación penosa de ser el centro de tan negativa atención, convirtiéndole además en el protagonista de todos los cuchicheos de la semana. En cualquier caso, la diferencia entre tú y yo es que yo jamás habría acatado esa orden. No te guardo ningún rencor, porque la verdad es que me diste más lástima que otra cosa, pero te recomiendo que reflexiones acerca de todo esto para ver si de aquí al 2010 te conviertes en una persona un poquitín más íntegra.

Sin otro particular, y atentamente, se despide

4ETNIS

martes, 17 de marzo de 2009

Con los zapatos de su madre


Estoy en el bar donde aluciné el diálogo de las máquinas tragaperras, y como no sabía qué pedir exactamente, pues me encuentro en uno de esos estados de capricho indeciso y cambiante tan frecuentes en mí, he acabado por decirle al barman que me pusiera una Fanta de naranja con granadina. He estado a punto de decantarme por un Bitter Kas, por el hecho de que es la bebida bajo cuyos efectos escribí los dos primeros capítulos de mi novela hace ya casi dos años, pero como no era precisamente algo amargo lo que mi paladar solicitaba, he optado por un equivalente cromático de sabor opuesto que además de apetecerme porque sí, era justo la bebida que tomaba cuando con quince años acudía hacia las ocho, puntual como un reloj kantiano, al chiringuito de la playa de La Freixeira a tomarme algo. Como todavía no bebíamos, mi amiga Carla y yo jugábamos a hacernos las mayores probando bebidas sin gradación de aspecto alcohólico. Recuerdo la brisa del mar agitando nuestras melenas decoloradas por el sol, y el charco de humedad bajo nuestras posaderas todavía empapadas tras el último baño. Bebíamos nuestros dulcísimos combinados con avidez de borrachas y lanzando miradas de soslayo a uno y otro lado para observar la reacción de los padres de familia que se sentaban rodeados de chiquillos vociferantes en las mesas próximas. La verdad es que más que hacia nuestros vasos, miraban hacia nuestros bikinis ajustados de tiras revoltosas que parecían no poder quedarse quietas un instante y que resbalaban, sin que nada pudiera oponerse en contra, por el salado de la piel hasta quedar inertes y como desplomadas sobre la holgura replegada y cálida de nuestras axilas.
Lo de jugar a hacerme la mayor ha sido una constante a lo largo de mi vida infantil y preadolescente. Cuando era pequeña mi madre solía prestarme, conmovida por mis ruegos constantes y no sin antes advertirme que por favor la tratara con cuidado, su Olivetti verde oliva para que jugara a las secretarias. Como eso de las secretarias me parecía algo muy de mayores, me decía a mí misma que para poner a prueba mi madurez tenía además que tomarme un vaso entero de leche. La cosa en sí misma no hubiera tenido mayor importancia de no haber sido la leche, desde que tengo uso de razón, uno de los pocos alimentos cuyo olor es capaz por sí solo de inducirme el vómito. Supongo que para mis adentros pensaba que ser mayor implicaba hacer cosas que a uno no le apetecían (¡y cuánta razón tenía además!). Recuerdo la escena como si hubiera sucedido ayer mismo: yo, una niña algo rellenita de larguísima melena castaña y con aspiraciones del tamaño de catedrales, sentada con recogimiento sobre una silla alta de madera y vestida para la ocasión con un pañuelo de señora y unas gafas sin cristales que mi madre había manipulado para mi uso personal, alternando miradas entre la anacrónica máquina de cinta bicolor erguida sobre la mesa y el reto en forma de vaso que lleno hasta el borde reposaba a su izquierda. Tras escribir con afectación un par de informes que lamento no haber conservado en mi poder, aunque sólo fuera por aumentar un par de microgramos las toneladas de papel que en materia de documentos personales acumulo bajo la cama, tomé aire un par de veces y de un trago y sin respirar hice desaparecer en mi estómago el níveo contenido del vaso. La respuesta no se hizo esperar, y ante las convulsiones espasmódicas de mi entramado digestivo me vi obligada a bajar de la silla con más bien poca elegancia y a correr hacia el baño con la esperanza vana de llegar a tiempo y no dejarlo todo pringado. A partir de ese día, decidí referirme a la leche con un nombre de asquerosidad equivalente a la de su sabor: flujo de vaca.
A los doce, en cambio, mi manera de hacerme la mayor era otra. Los días en que me daba por madrugar en Valdoviño, me compraba un periódico en el kiosco cercano a la playa y me dirigía hacia El Coyote (que además del nombre contaba entre sus extravagancias con unos tickets que rezaban lo siguiente: “Lindamos con el Reino Unido con el mar por medio”), y sin pestañear le pedía al camarero un café irlandés. A continuación me sentaba en uno de los bancos de madera pegados a las cristaleras tras las cuales se extendía la infinitud aparente de la arena, abría el periódico por la mitad y, poniendo cara de interesante, me entregaba a la lectura intensa y concentrada del horóscopo y las necrológicas del día. Siempre leía mi signo y el de Fernando un par de veces para después encontrarme con él y darle el parte matutino de compatibilidades y planetas regentes, y me entretenía buscando entre las esquelas algún apellido similar al mío. Tras tomarme el café evitando la exteriorización de mi disgusto ante determinados sabores, salía del Coyote y, no sin antes descalzarme saltando a la pata coja y sujetando el periódico entre los dientes, corría hacia la línea del mar enfebrecida por el ligero mareo del licor y la brisa fresca sobre el rostro libre de maquillaje.
Ahora, en lugar de hacerme la mayor me veo obligada a disimular cada día el infantilismo congénito que me embarga. Esto de ir contra corriente es algo muy propio del ser humano y yo, por encima de todas las cosas y a pesar de cierto ultraterreno amaneramiento, soy desde luego humana, muy humana.
Y como este texto no va a ninguna parte y además me apetece irme a casa a ver capítulos de Twin Peaks, corto y cierro y a otra cosa.

Drink Me, Eat Me


Que todos estamos insatisfechos, es algo más que evidente. No conozco a un solo individuo que esté plenamente convencido de sus circunstancias personales y que no dessee, más que ninguna otra cosa, alcanzar alguna clase de meta personal. Puede que la insatisfacción, entendida en un sentido de impulso inspirador y generativo, sea algo sin lo cual el ser humano no podría de ningún modo evolucionar ni desarrollarse, pero cuando esa insatisfacción va además unida a una incapacidad crónica para prolongar en el tiempo el interés por nada, se convierte más en una carga que en un catalizador natural de las emociones. ¿Qué hacer cuando el descontento te paraliza en lugar de catapultarte hacia el futuro, y los sueños con los que antes te evadías de la realidad para vislumbrar, durante un instante de esplendor, un tiempo venidero mejor y más intenso, se transforman de repente en pesadillas simbólicas de tu falta de voluntad y de tu miedo patológico a fracasar y a decepcionarte a ti mismo? Si eres adolescente, tienes la posibilidad de integrarte en una tribu urbana con carisma y diluir tu individualidad en el grueso de una minoría que si bien no es ni será nunca genuina, te entretendrá al menos con la ilusión de pertenecer a una élite orgullosa de sí misma. Si no eres adolescente, la cosa es más jodida e inaplazable y se requiere de una gran esfuerzo de voluntad cuando lo que se pretende es no seguir degenerando hacia el Absurdo.
Me acaba de llamar Chechu. Hemos discutido a causa de una frase que ha dicho: “Todo el mundo sabe que eres un pozo de inconsciencia”. Además de indignarme ante el contenido de la frase en cuestión, y que en una traducción paranoica podría interpretarse como que todo el mundo me atribuye una lerdez o una tontería congénita, me he cabreado ante una implicación concreta de lo afirmado: el hecho de que Chechu comente con alguien cualquiera de mis defectos. Sé de la existencia de mi inconsciencia, del mismo modo en que sé del carácter voluntario de la misma. Me niego a aceptar la realidad de las cosas y, en base a esa negación, me libero de la responsabilidad de responder ante lo que me pasa y me atañe en primer grado. Algunos dirían que lo mío es un permanente dejarse llevar y, al hacerlo, pasarían por alto la virtud subyacente al mismo acto de abandonarse a la deriva (que no es otra que esa inmensa capacidad adaptativa a lo que por azar o por divino convenio nos depare la vida, y que acaba convirtiéndonos, tanto por mérito como por mera circunstancia, en personas esencialmente impredecibles). Pero vamos a dejarnos de egocentrismos y puestas en escena de aquello que mejor sabemos nos ensalza por encima de la media, y centrémonos en lo que verdaderamente es relevante en la definición de la propia insignificancia. Me dan miedo los conflictos y, en base a ese temor desproporcionado, los evito a toda costa y a despecho de la falta de honestidad inherente a todo esquive. Resumiendo, y en palabras cristianas, me considero una persona desaconsejable en extremo para cualquier buen hijo que se precie. Arrastro un pasado plomizo de traumas y disgustos infantiles relacionados con el abandono, y no doy fe de estar siquiera en proceso inicial de superación de ninguno de los mismos. Cualquier distracción del amor de Chechu es indicio suficiente para hacerme dudar de todo lo que se supone siente por mí; cualquier besso escatimado, cualquier mirada sospechosa dirigida a una parte concreta de mi cuerpo, me sume en un mar de dudas y un cuestionamiento irresoluble y anárquico de mi valía como ser humano. Lo que me ha molestado del discurso de Chechu no es tanto el contenido general del mismo como el hecho concreto de que me deje pasar por necia ante unos amigos a los que ni siquiera sé si quiero.
¿Y por qué, Iria, te importa tanto la opinión de unos amigos a los que ni siquiera sabes si quieres? Pues por orgullo estéril y heredado, esa es la verdad. He tomado el relevo de una especie de obligación feminista y endogámica hacia el hecho de no poder quedar nunca por menos que por encima, y no puedo evitar reaccionar con afanes de posesión ante aquello que considero me pertenece por herencia: el derecho a dominar el alma de los hombres que me aman porque quieren, porque no pueden evitarlo o por ambas cosas. Y aunque soy consciente de este defecto de base que me empaña, y desprecio el carácter que subyace a la manifestación compulsiva y debilitante del mismo, cada vez que me lo recuerdan me doy cuenta de mi incapacidad para guardar secretos y me cabreo conmigo y con el entorno que desde la lucidez me ajusticia, acomplejándome.
¿Queréis más lucidez? Pues no sé si tengo, ni si me queda a secas, ni si tenerla o reservarla me evitaría, siquiera en parte, sucumbir ante la posibilidad de no ser más que una acojonada sin ideas propias indigna de vuestras atenciones. Tampoco estoy segura de mi interés como persona, ni de no resultar en el fondo y tras un vistazo profundo un individuo por completo carente de carisma y de iniciativa propia. Pero no puedo evitar infundirme ánimos ni proclamar, para mis adentros y en un susurro de complicidad eterna para conmigo, mi reinado de emociones sin control sobre el entramado más complejo y no menos enrevesado de vuestra realidad. Si me siento niña y falta de prejuicios no es por vuestra madurez superior y excelsa, sino por mi visión privilegiada de lo que en definitiva significa el Absurdo y de lo que, en consecuencia, me veo obligada a interponer entre vosotros y mi Yo relativo: nada, nada en absoluto. No hay nada de lo que defenderse, nada hay de lo que resguardarse. Estamos todos tan perdidos como el que más, y ni todo el raciocinio de la Tierra logrará imponer un ápice de relevancia a nuestras disputas por la posesión de la razón. En esto, al menos, sé que estoy en lo cierto.
Me fastidia que Chechu hable de mí a mis espaldas, aunque en verdad tenga el derecho de manifestar cualquier cosa que se le antoje sobre mi naturaleza y mis derroteros existenciales, porque en el fondo estoy acostumbrada a hacerme pasar por inmortal e indiferente al mundo de los hombres, y toda revelación honesta por parte de cualquiera verdaderamente cercano me resume en dimensiones terrenales de cotidianidad que no estoy dispuesta a asumir como propias. La razón de mi descontento es tan dandy, tan snob, que si me malinterpretáis en términos de necedad no os lo tendré en cuenta. Soy una frívola esencialmente profunda o una filósofa superficial en esencia, ¡qué más da! La amplitud de los términos implicados me otorga una libertad de movimientos escritos tan controvertida e indemostrable, que no me queda otra que confiar en vuestra fe en lo humano para proyectarme a despecho de vuestras consciencias. De algún modo sé que mis censores, por el hecho de conocerme y tenerme calada en lo más básico, conocen las claves de mi debilidad. De algún modo, y sin necesidad de una amenaza previa evidente, sé que corro el riesgo de ser desenmascarada. Entre que repele y apetece, entre que apetece y repele. Tan ajeno y familiar a un tiempo que lo que escribo, lo escribo porque me da la gana y no por otra cosa.
Arrojad piedras, si es que podéis permitíroslo.

martes, 10 de marzo de 2009

Eidética nostalgia


No tengo la menor idea de sobre qué escribir, pero me apetece hilar palabras y tras la ingestión del Orfidal que le he mangado a mi abuela esta mañana en previsión de posibles estados ansiógenos como el que, en efecto, me ha embargado hasta hace poco menos de quince minutos, he sintonizado con la actitud adecuada para ponerme manos a la obra. Ahora, la hipersensibilidad que a modo de efecto secundario traen aparejadas este tipo de sustancias, me permite contemplar la ciudad a través de la cristalera opaquizada en verde junto a la que estoy sentada, como envuelta en una bruma que matiza las concreciones verdaderamente importantes: los destellos de luz emborronada procedentes del divagar prohibitivo de los semáforos; las interacciones que tienen lugar entre los adolescentes vestidos para matar que, a la salida del instituto, se rezagan adrede y con la esperanza de intimar en miradas y bromas infantiles con la chica que les gusta, y que al saberse observada juega con su pelo teñido de violeta y ríe tres tonos por encima de lo que sería el estrépito generado por una carcajada media, mientras responde a puñetazo limpio y ruborizándose, a los cachetes que le propinan desde todos los flancos y a la carrera los ejemplares más atractivos del sexo opuesto que se saben a su vez observados por ella; la puerta tenebrosa de un supermercado llamado “Rotterdam” cuyo principal tendero podría ser, a juzgar por el nombre y por las ristras de salchichas que cuelgan de ganchos tras el escaparate frontal, el carnicero de Hannover, y al que entran ancianas de aspecto venerable y cargadas con bolsas de tela de las de antes para iniciarse, pienso yo, en las delicias y los misteriosos placeres de la antropofagia; el joven chino que contempla a su padre jugar a una máquina recreativa mientras comenta con él, en un idioma fuera de mi alcance, los pasos a seguir para dar con la clave de ciclación del chisme y llevarse el bote por la cara y sin contaminarse un ápice de la ludopatía que supura por los poros de la mujer con aspecto de ama de casa que interactúa con la máquina de al lado, y que les observa con la curiosidad frustrada del que sabe estar perdiéndose algo importante. Me entran tentaciones de levantarme del cómodo sillón en el que estoy poco menos que desplomada, acercarme a la miserable mujercilla y explicarle lo poco que sé sobre el tema a ver si con un poco de suerte me presta la atención suficiente como para entender el proceso básico. Diálogo posible:
- Buenas tardes, señora.
- Hola...bu- buenas tardes.
- Me he acercado a usted porque la he visto observar con curiosidad a esos dos caballeros asiáticos que están ahí
(En ese punto, señalo con discreción -pues no hay que olvidar que los chinos suelen reaccionar con alta susceptibilidad a toda muestra no disimulada de espontaneidad occidental- a los dos tipos de los que he hablado antes.)
- ¿Yo? ¡Yo no les estaba mirando! (Cara de niña pillada en falta negando ante el frasco de galletas roto en mil pedazos a sus pies y con una boca llena de migajas, su participación en la caída del mismo desde lo alto de la nevera)
-¡Oh! Dispénseme, en ese caso... mejor vuelvo a mi sillón.
(Hago un amago de darme la vuelta)
-¡No, no! ¿Qué iba usted a decirme?
- Por favor, tutéeme. (Ahora que sé que tengo el poder, las cosas se harán a mi manera).
- De- de acuerdo. ¿Qué ibas a decirme?
- Iba a explicarle cuál es el sistema que utilizan para dejar la máquina, y espero sepa dispensar mi jerga barriobajera, más seca que una pasa.
- ¡Oh! Así que eso es lo que hacen....
- ¿Cómo dice, señora? Es que me había distraído momentáneamente con una mosca que pasaba.
- ¿Perdón...? Bueno, decía que yo no les estaba mirando, pero que si quieres explicarme qué es lo que hacían pues que por mí encantada.
- El placer será mío, se lo aseguro. Pues verá, lo que hacen es bastante simple. Lo primero que se necesita, es una cierta cantidad de dinero. Lo segundo, tener bien claro que ese dinero no le va a reportar más que, si acaso, algún beneficio circunstancial.
-No sé si te sigo.
- Resumiendo, que si gana algo será por casualidad y no por lo elevado de la inversión. Es decir, que ganará más o menos lo mismo que haya ganado a lo largo de las tres últimas semanas de juego.
- Pero si yo no... ¡yo no juego, que quede claro! Sólo he echado una monedita que me sobraba a ver que pasaba. Por quitarme peso del monedero, ya sabes...
- ¡Uy, pues si es por el peso no se preocupe! ¡Me ofrezco voluntaria para librarla de tan plomiza carga, yo que tengo unos brazos musculados y no me resentiré de la espalda!
(Me joden las personas que se avergüenzan de sus adicciones, no lo puedo evitar. Yo soy una alcohólica y lo reconozco, ¡coño!)
- No, no, mejor explícame lo de los chinos.
- De acuerdo. Bien, pues con esa cierta cantidad de dinero debe dedicarse a jugar una y otra vez hasta dar con la clave de ciclación de la máquina, que en palabras llanas viene a ser algo así como el instante en que las combinaciones dejan de ser aleatorias y comienzan a repetirse. Es decir, el instante en el que a usted ya le es posible predecir con exactitud las combinaciones que irán a continuación.
- ¿Me estás diciendo que es posible saber qué botones tengo que apretar para llevarme el bote?
- Si es que tiene usted un pico de oro... ¿ha pensado alguna vez en dedicarse a la política?
(La mujer se ruboriza encantada ante mi halago y dice que no con la cabeza).
- Así que ya sabe, venga el próximo día con papel y lápiz y dedíquese a apuntar combinaciones. Ya sabe: fresa, moneda, berenjena; berenjena, berenjena, póker; plátano, póker, póker... Y si no está dispuesta a liberar su monedero de un peso excesivo en pro de la ciencia probabilística, siempre puede sentarse a beber una cerveza en...
- Yo no bebo.
- ¡Ah! ¿No bebe ni juega usted? Debería plantearse las drogas, entonces...
(La mujer me mira entre incrédula e incipientemente cabreada, pero esta vez no dice nada)
- Como iba diciendo, puede usted también sentarse a beber una cerveza en un lugar desde el que tenga una visión privilegiada de la máquina, y aprovechar las partidas ajenas para ir anotando las combinaciones. Eso sí, procurando que el dueño del bar no sospeche siquiera lo que está usted haciendo, o lo mejor que le puede pasar es que la próxima vez que entre la echen a patadas.
- ¿Pero esto es ilegal?
- No exactamente. Al fin y al cabo, ¿cómo va a ser ilegal mirar una inocente maquinita? Pero para situaciones como éstas crearon los casinos y los bares esas placas que dicen “Se reserva el derecho de admisión”. Ellos tienen el derecho de dejar o no dejar entrar en sus locales a quien les venga en gana.
-¡Oh! ¿Y tú te dedicas a esto?
- ¿Yo? Yo no, señora...
- ¿Y por qué, si es tan sencillo como lo pintas?
(Y es aquí el momento en que pongo cara de sobrada y me aproximo a la oreja de mi interlocutora para susurrarle, con el registro de voz más encantador y misterioso del que me veo capaz, las siguientes palabras:)
- Bueno, mi negocio es otro.
- ¿Ah, sí? ¿Y cuál, si puede saberse?
- Está bien, se lo diré. (Me abro la gabardina y le muestro la culata negra del revólver que llevo prendido al cinturón). No sabe usted a cuántos caballeros orientales he abatido ya a la salida de bares como éste. (Y le guiño un ojo con cara de psicópata y sonrisa de ángel).
La mujer, todo ojos e indignación, se apresura a recoger sus cosas.
- ¿Ya se va?
- Sí, ya me has enseñado bastante. Quizá practique lo que me has dicho, pero desde luego no en este bar.
- Sí, por mi territorio no le aconsejo que venga, porque aunque he de reconocer que me ha caído usted en gracia, la deformación profesional me impediría quizá hacer con usted una excepción.
- Esto... pues gracias, supongo. Hasta nunca, espero.
- De nada. Y recuerde una cosa: este truco sólo funciona con la Gnomos.
- ¿lanomos?
- Sí, con las máquinas que se llaman “Gnomos”. Las reconocerá porque en sus partes frontales aparece representado un enjambre de felices y enanas criaturas con aspecto de ir hasta el culo de anfetas. Las demás funcionan con ciclaciones más complejas que todavía no he descubierto. ¡Ciao!
Y tras esta ensoñación peliculera, ya no sé de qué diablos estaba hablando. ¡Ah, sí! De la belleza urbana percibida tras la ingesta de un Orfidal. Pero mira por dónde, ya no me apetece un carajo continuar por ahí. Es lo malo de los depresores del sistema nervioso central, que te vuelven un tanto errático y caprichoso e impiden que la fascinación por un tema se prolongue en el tiempo y no degenere a cosas del calibre del diálogo anterior.
Junto con la hipersensibilidad visual, el mágico comprimido me ha transformado temporalmente en una eidética olfativa. Es decir, que al salir a la calle para cambiar de bar y disfrutar de los últimos rayos de luz, he descubierto que mi olfato se asemejaba al de un policía sabueso y que podía, aferrada a cada aroma que se me enredaba en la nariz, divagar hasta la extenuación por los más odoríferos derroteros de la melancolía. Siempre he pensado que las evocaciones realizadas a partir de un olor son comparativamente mucho más poderosas que aquellas a las cuales se llega por cualquier otro conducto sensitivo. Basta una mínima ráfaga ajazminada que arribe, por casualidad, a la aspiradora sutil y cartilaginosa de mis fosas nasales, para que de repente y sin apenas darme cuenta de lo que pasa me encuentre de nuevo en Cádiz junto a mi amor, bajando de noche hacia la playa y buscando tras cada arbusto la botella de vodka y los vasos que horas antes, y como precaución ante unos padres que no debían de ningún modo enterarse de que ni todas las terapias del mundo habían conseguido que Chechu dejara de beber, habíamos escondido. Al atardecer se abrían las flores de jazmín de los maceteros cerámicos de mosaico que cada urbanización ofrendaba a la sensibilidad estética de los paseantes, y un afta envolvente y venenosa de aroma dulzón y como prohibido invadía las calles y los recovecos en un proceso contaminador e ineludible al que ni siquiera los niños más pequeños, que montaban en bicicleta y escupían su indignación timbrando compulsivamente a los incívicos que como nosotros paseaban palmito por el carril que por ley les correspondía, podían evitar sucumbir. El olor fortísimo de la flor de todas las flores suavizaba sus pedaleos y les vulneraba, transformando la estridencia de sus timbres en un sonido melódico y casi en armonía con la luz en decadencia de la carretera. Las salamandras, embriagadas tanto o más que nosotros por la promesa de nocturnidad que se olía y se leía en cada piedra, trepaban hasta la parte más elevada de los mosaicos atraídas por el calor de los focos y allí se quedaban, inmóviles, como pasmadas, a la espera de que el fragor mínimo de una pisada cercana las asustara hasta el punto de agitarse en un borrón de patas y glauconegras máculas que corría a ocultarse, sin un ápice de la elegancia mostrada al permanecer en quietud y como muertas bajo la luz artificial, entre la maraña de arbustos espinosos que se extendía a un lado y otro de la carretera a modo de bordillo natural.
Tras varias tentativas infructuosas que nos hacían permanecer en tensión, convencidos de que esta vez nuestro escondite había sido descubierto y nos habíamos quedado compuestos y sin destilado ruso inspirador, dábamos al fin con el arbusto que buscábamos y corríamos a comprar hielos, enfebrecidos de alegría, al centro comercial que se alzaba a mitad de camino cual vergel alucinado en el desierto, con sus luces estroboscópicas y su derroche en materia de caballitos, máquinas de bolas y puestos de golosinas. Y después aparecía la playa con sus dunas, sus mareas, sus enjambres de mosquitos puñeteros y el divagar caprichoso de la Luna, que cada día parecía retirarse antes adondequiera que estuviese situada su alcoba para dejarnos sumidos en una oscuridad tan profunda y espesa, que cuando el alcohol comenzaba a hacernos efecto de verdad y ya ni siquiera éramos capaces de involucrarnos en conversación alguna sin llegar a las manos o al puro insulto, nos hacía temblar de miedo y de indefensión sobre la arena fría y suavísima que parecía extenderse hasta el infinito.
Muchas fueron las conversaciones mantenidas, muchos los secretos revelados entre copa y copa y al amparo de aquel firmamento infestado de estrellas fugaces. Sobre las tres de la madrugada nos quedábamos dormidos, borrachos como cubas y abrazados el uno al otro tanto por amor como por hipotermia, y despertábamos desquiciados por el estruendo ensordecedor y la gigantesca linterna del camión de la basura. Chechu amanecía poseído por un histerismo desorbitado e hiperactivo y, convencido de estar salvándome la vida (pues un monstruo con garras, y no otra cosa, era lo que le parecía el inmenso vehículo que se aproximaba a nuestro lecho improvisado sobre la arena), me arrastraba cogiéndome por las manos, por el pelo o por lo primero que atinara a aferrar mientras gritaba, cual si fuera un niño espantado por una sombra maliciosa, que por Dios me levantara y corriera con todas mis fuerzas. Como la escena se había repetido ya unas cuantas veces y yo sabía que lo que Chechu tomaba por bestia no era más que un inofensivo vehículo del ayuntamiento, hubo una ocasión en que me negué a levantarme o a dejarme arrastrar. Chechu, endiablado como sólo él es capaz de endiablarse, comenzó a pellizcarme y a hacerme daño tratando de llevarme consigo a la fuerza. Y a mí, borracha y agresiva como un tigre intoxicado de láudano cuyos dominios hubieran sido allanados por un cachorro de hombre insignificante y audaz, no se me ocurrió otra cosa que propinarle un cabezazo en la nariz con todas las fuerzas que fui capaz de reunir. Chechu se desplomó en mis brazos inconsciente e indefenso como una cría, y entonces me asusté de verdad. Pensaba que le había matado, y comencé a llorar y a proferir lamentos hacia las estrellas errantes pidiendo que por favor se despertase ya. Chechu, que según lo que me contó después en ningún momento había perdido la consciencia y estaba divirtiéndose de lo lindo con la escena, no movió un solo músculo de la cara hasta que yo, desesperada y sin saber muy bien qué hacer, le propiné un bofetón con toda la fuerza que fui capaz de concentrar en la palma abierta de la mano. Él abrió los ojos, haciéndose el desorientado, y me arrastró a la arena junto a su cuerpo mientras me repetía una y otra vez lo maravillosa que era y lo mucho que me amaba. Sé que follamos y que nos ensuciamos hasta decir basta, pero de la vuelta a casa no conservo recuerdo alguno...
Pues eso, para que os hagáis una idea, es todo lo que trae a mi mente una tenue ráfaga de jazmín procedente de no se sabe muy bien dónde.

domingo, 8 de marzo de 2009

Up in flames


Chechu me enamoró porque me parecía, entre otras cosas, exótico. Acostumbrada a desenvolverme en ambientes callejeros liberales, y a intimar con especímenes pseudo- grunge que bebían kalimotxo y se drogaban cuando podían bajo la estela difusa de no se sabía muy bien qué ideología reciclable de moda, la aparición de ese muchachito pálido y de cabello rebelde que posaba más que hablaba pero que a la vez, por no se sabe qué infame conjunción de atractivos, parecía levitar por encima de la media sin esfuerzo alguno y con una cara de chulo que tumbaba de espaldas, me dejó de todo menos indiferente. Alumno de Retamar, de familia del Opus, con una historia cuanto menos curiosa de drogodependencias y una admiración muy bien argumentada hacia El jugador de Dostoievsky, la semilla del desseo no tardó en proliferar.
Cierto día, con la excusa de prestarle unos libros y haciéndome la sueca ante el hecho de que tenía novia, concretamos una especie de encuentro en un bar próximo al Dos de Mayo. El destino quiso que Chechu se confundiera de bar y tuviera que permanecer, con la certeza de haber sido víctima de un plantón, esperándome dos horas en el lugar equivocado. Yo, por mi parte, convencida de que finalmente no había podido venir y haciendo toda una excepción en lo que suele ser mi modo habitual de proceder, le llamé a las diez de la noche para decirle, como quien no quiere la cosa, que si estaba por la zona se acercara a por los libros porque me pesaban mucho en el bolso. Arreglado el malentendido, quedé con él y con unos amigos suyos para tomar unas copas. Aunque jamás había sucedido nada explícito entre nosotros, recuerdo que nos costaba mantener las formas y que, por muchos esfuerzos que hacíamos por contenernos, las manos se nos enredaban bajo las mesas y nuestros cuerpos tendían a desplomarse el uno sobre el otro ante la mirada suspicaz y oblicua de sus amigos. Teniendo en cuenta que entre esos amigos se encontraba Alfredo, al cual hacía pocos meses que Chechu había dejado sin novia y cuya relación con él pasaba por un momento cuanto menos delicado, la idea de citarnos con ellos en plena cumbre de celo (sin habernos rozado más que cuando tocaba despedirse o cuando, embebidos de ganas de asombrarnos y entregados al delirio de juegos de palabras y guerras sintácticas que no tenían más finalidad que la de sublimar el desseo que nos consumía a ambos, nos propinábamos empujones inocentes o sucumbíamos por un instante al placer electrificante de aferranos de las manos y los antebrazos haciendo como que nos desposeíamos del turno de palabra) no fue precisamente un derroche de prudencia por nuestra parte.
Esa noche, y después de habernos desembarazado a duras penas de nuestros molestos acompañantes, acabamos compartiendo un combinado en una discoteca cercana al Parque del Oeste que, a causa del reciente asesinato de un niño pijo y bullanguero a manos de un portero gafe y extralimitado en sus funciones, ha sido hace poco y para mayor guasa nuestra metamorfoseada en biblioteca pública. Cuando llegamos al local, después de un breve trayecto en moto que pasé como entre nubes aferrada a su cintura y con las manos resguardadas en los bolsillos de sus vaqueros de rebelde, llevábamos una borrachera considerable y nos deshacíamos en carcajadas por cualquier cosa. Era la primera vez que nos quedábamos a solas, y la intimidad no tardó en aflorar entre los dos. Sentados en sendos taburetes altos, sin prestar atención alguna a las bebidas y libres al fin del yugo escrutador de las miradas de terceros, las maneras afectadas y rimbombantes que habían regido nuestra relación hasta la fecha dejaron paso a una conversación sustanciosa y honesta que desembocó, como no podía ser de otra manera, en nuestra pasión coincidente y enfermiza por el verano y por la adolescencia humana. Él me habló de Mary Joe, de Ribadesella, del aroma a pantano y detritus de la playa que cada noche enmarcaba sus aventuras en un halo oscuro de misterio; yo le hablé de Fernando, de Valdoviño, de mis carreras a través de los maizales y de la metáfora iniciática subyacente al juego noctámbulo del escondite que tanto me obsesionaba. No sé si fui yo la que acabé llorando, o si fuimos los dos los que nos descubrimos de repente con los ojos empañados y sin necesidad de recurrir a mascarada alguna de palabras. Me bessó levemente en los labios, más como un hermano que como el amante incógnito que creía ser, y me dedicó una mirada prolongada y turbadora que me licuó las piernas en dos charcos e hizo que me precipitara hacia el refugio húmedo y caliente de su cuello. Me agarró de las caderas y me sentó en la barra con urgencia, casi con brusquedad. Aún nos dirigimos una última mirada antes de que sus manos se perdieran bajo mi falda y sus dientes se cerraran sobre la carne tierna de mi escote, haciéndome apretar el abrazo de mis piernas desnudas en torno a su pecho y arquear la espalda hacia atrás sin recato alguno y a despecho de la multitud bulliciosa que nos contemplaba atónita desde ambos lados de la barra. Apenas pude reunir la suficiente presencia de ánimo para desanudarme de su lengua un instante y decirle lo bien que olía. Su olor, creo que fue su olor a bebé y como a niño bien lo que acabó por nublar del todo la escasa razón que a esas alturas barajaba más que regía mis acciones descoyuntadas en cortocircuitos de intensidad.
Cuando una hora más tarde, y tras recibir incluso la felicitación asombrada de uno de los camareros, abandonamos el bar en silencio y aferrados de la mano, estábamos profunda e irrevocablemente enamorados. Esa noche, ya en mi cama y con la respiración acelerada por la evocación compulsiva de la escena reciente (sobre todo por el detalle de la manera en que me había tocado el culo, apretando y separando a un tiempo), sólo podía pensar en lo bueno que estaba. Además de una personalidad y una inteligencia prodigiosas, el cabrón tenía un cuerpo de infarto. Sé que suena un poco frívolo, pero en ocasiones la sexualidad es muy frívola y yo no podía quitarme de la cabeza las formas firmes y masculinas en extremo que había intuido a través y por debajo de la ropa. Una semana más tarde me invitó a su casa aprovechando un viaje fortuito de sus padres y tuve ocasión de verle desnudo. Nunca hasta entonces me había turbado la contemplación de un desnudo masculino, pero el efebo perfecto y como cincelado en cerámica en que se convirtió al quitarse la ropa y quedarse de pie ante mí, sin vergüenza alguna y no del todo consciente de su excelsitud física, con los brazos relajados a los costados y el surco de los pliegues inguinales realzando la carnosidad enorme e inflamada de su sexo, afectó mi sensibilidad estética hasta el punto de que el polvo que echamos me pareció más el producto de una vivencia onírica que algo que estuviera aconteciendo en el plano de lo real. Ni siquiera se me pasó por la cabeza obstaculizar con profilaxis alguna su acceso a mi cuerpo estremecido hasta los cimientos (lo cual no significaría nada de no haber yo mostrado, desde que me inicié en los placeres de la carne, un temor hiperbólico y aun incapacitante hacia las enfermedades y los embarazos prematuros). De aquel hombre quería bebérmelo todo, porque todo él parecía estar hecho de leche y sustancias nutritivas. De aquel hombre no me importaba preñarme, porque el hijo en cuestión se parecería más a un titán que a un ser doliente de carne y hueso estigmatizado de mortalidad. Más adelante me confesó que mi comportamiento durante aquel primer encuentro sexual le hizo pensar que era una persona muy experimentada, pero lo cierto es que la pornografía de mis actos tuvo más que ver con la convicción de haber estado follando con un mito viviente que con una instrucción sexual superior a la de cualquiera. Y es que, jerarquías y sibaritismos aparte, tirarse a Baco no es lo mismo que montárselo con cualquier hijo de vecino...

sábado, 7 de marzo de 2009

Cuestión de fe


Estudiar siempre me ha dado alas, y no unas alas cualquiera. Me ha dado las alas de la constancia, las de la activación mental, las del estar siempre a punto y a instancias de lo que hubiera de venir. Desde que finiquité la carrera y, con ella, todas y cada una de las interacciones humanas precisas para llevarla a buen término, en cierto modo me he vuelto una persona más descuidada y perezosa. En la actualidad, casi cualquier cosa es capaz por sí misma de sumirme en un estado de nerviosismo y ansiedad excesivos; me ahogo en un vaso de agua cuando antes, y no hace demasiado, ni un océano en marejada hubiera sido capaz de hacerme tambalear siquiera. Hoy, motivada en parte por las ganas de embeberme una vez más en ese estado imbatible de activación del que hablo, he venido a esta taberna próxima a la Puerta del Sol con la idea de recuperar de nuevo el extraviado hábito de estudio. Me he provisto, para la ocasión, de un libro sobre aprendizaje y conducta que recordaba haber disfrutado mucho en primero de carrera, y he logrado acabarme el primer capítulo -del cual, si he de ser sincera, recordaba apenas los epígrafes-, a la vez que daba cuenta de una botella de tinto y de un plato de aceitunas del color de la esperanza pesimista (verde oscuro). Lo que sí recordaba, y como si hubiera sucedido hace unos meses y no hace ya casi siete años, es la actitud con que afronté ese ya algo lejano primer año de facultad.
Ingresé en la Complutense a los dieciocho, con un expediente mediano tirando a bueno, escarmentada de la humanidad y ataviada de negro de los pies a la cabeza. Como el capricho por la moda gótica se me había esfumado a los dieciséis, la secuela estética que me quedaba era meramente cromática. ¿Por qué vistes de negro?- me preguntaban. - Porque es un color que no me distrae - contestaba. Naturalmente, ni siquiera esa mesurada y escueta contestación dejaba de ser una pose. Además de vestir de negro, usaba corbatas y maquillaje llamativo para captar la atención del entorno sin dar pie a acercamientos. No me apetecía hablar con nadie. Mi intención era licenciarme cum laude (pobre ilusa) en Psicología, para después meterme a estudiar Criminología y acabar en el FBI dando caza a criminales de la talla de Hannibal Lecter. Aún así, el mito televisivo que me llevó a decantarme por la psicología en un año en el que mis intereses naufragaban entre las Bellas Artes y la Física Molecular, fue ni más ni menos que Fox William Mulder. Mulder, para los profanos en materia X- Files, estaba licenciado en Psicología. Antes de convertirse en “El Siniestro” y asumir la investigación de los casos paranormales, había hecho carrera en la sección de crímenes violentos de la Oficina Federal. Pues bien: a eso, y no a otra cosa, es a lo que aspiraba para mis adentros cuando tras el examen de selectividad marqué como primera y única opción (siempre he sido bastante chula) los estudios de Psicología en la UCM. Por decirlo de algún modo, había madurado lo suficiente como para renunciar a estudiar ufología (especialidad que estuvo entre mis principales orientaciones hasta poco antes de realizar el examen de ingreso a la facultad), pero no lo bastante como para enfocar mi carrera hacia fines realistas en general. Resumiendo, que mi vocación por la Psicología fue la derivación natural de un desseo infantil por llevar una vida de aventuras y no el producto de una reflexión de lo que significaba, en un sentido realista, ser licenciado en la materia.
Lo peor -o lo mejor, según se mire- de todo esto, es que en la actualidad, y a un nivel interno, siguen afectándome los mismos mecanismos de siempre. Tengo alma de explorador, y ni todos los tropezones del mundo lograrán mermar ni un ápice esta línea orientativa subconsciente que me ha hecho mostrar interés, a lo largo de mi vida, por cosas tan dispares como pueden ser las profesiones que a continuación enumero: vulcanólogo, egiptólogo, espeleólogo, surfista, estafador, atracador, astronauta, policía, criminólogo, exorcista, pirata, cazarrecompensas, revienta- casinos o probabilista, asesino a sueldo, espía, criptoanalista, militar, marine, ecologista o hacker informático. Si me costó decidirme por qué estudiar, fue porque en el fondo me daba un poco igual la proyección física específica de esta inquietud por lo trepidante que me corroe desde niña.
Y ahora, con veinticinco años y ciertos amagos de fracasos a mis espaldas , retorno a los orígenes y decido ahorrar para pagarme una segunda licenciatura en la especialidad que más que ha conmovido hasta la fecha: Criminología. Pero ya no albergo esperanzas de constancia, porque soy una persona triste o madura en exceso, ¡qué lástima!, y sólo trato de postergar todo lo que se deje ese instante de desencanto en que se contacta con la realidad pétrea e inflexible que circunda y contamina cada ensoñación individual. A veces pienso que del cum laude, y aun del sobresaliente, sólo me separó el ansia incontenible de apareamiento que me poseyó a partir del segundo año de carrera. No sé hasta qué punto se puede ser excelso en nada cuando los afanes de poder relacionados con el amor y el sexo ocupan y obnubilan todo lo que se hace. En fin... quizá a las personas inconstantes y volubles hasta la náusea como la que creo y siempre he creído ser, sólo pueda colmarlas el dedicarse a ficciones de la ralea de la literatura y el arte dramático (que ofrendan la posibilidad de probarse mil vidas, sin el engorro inherente a cualquier decisión que decida tomarse en definitiva).
Lo único que sé a ciencia cierta es que necesito de la especulación fantástica para lograr interesarme por cualquier cosa, y más aún si la cosa en cuestión tiene que ver con el trabajo o con una cierta aspiración profesional. Mi desinterés por la carrera que acabé estudiando, y que se manifestó entre el segundo cuatrimestre de primero y el primero de segundo, tuvo más que ver con una pérdida de contacto con la fantasía primigenia que con un verdadero extravío del interés por las materias que se me impartían. No sé por qué, olvidé que una inspiración cinematográfica, y no otra cosa, era lo que me había llevado hasta allí, y pasé por la facultad sin otra pena ni más gloria que la de haber conocido a ciertas personas que merecían realmente la pena. De volver atrás, no sé si cambiaría algo. Conocer a Chechu me descomprometió mucho con la carrera, pero lo que significó el haberle conocido supera con creces cualquier aspiración que pudiera haber albergado con respecto a mis estudios.