martes, 17 de marzo de 2009

Con los zapatos de su madre


Estoy en el bar donde aluciné el diálogo de las máquinas tragaperras, y como no sabía qué pedir exactamente, pues me encuentro en uno de esos estados de capricho indeciso y cambiante tan frecuentes en mí, he acabado por decirle al barman que me pusiera una Fanta de naranja con granadina. He estado a punto de decantarme por un Bitter Kas, por el hecho de que es la bebida bajo cuyos efectos escribí los dos primeros capítulos de mi novela hace ya casi dos años, pero como no era precisamente algo amargo lo que mi paladar solicitaba, he optado por un equivalente cromático de sabor opuesto que además de apetecerme porque sí, era justo la bebida que tomaba cuando con quince años acudía hacia las ocho, puntual como un reloj kantiano, al chiringuito de la playa de La Freixeira a tomarme algo. Como todavía no bebíamos, mi amiga Carla y yo jugábamos a hacernos las mayores probando bebidas sin gradación de aspecto alcohólico. Recuerdo la brisa del mar agitando nuestras melenas decoloradas por el sol, y el charco de humedad bajo nuestras posaderas todavía empapadas tras el último baño. Bebíamos nuestros dulcísimos combinados con avidez de borrachas y lanzando miradas de soslayo a uno y otro lado para observar la reacción de los padres de familia que se sentaban rodeados de chiquillos vociferantes en las mesas próximas. La verdad es que más que hacia nuestros vasos, miraban hacia nuestros bikinis ajustados de tiras revoltosas que parecían no poder quedarse quietas un instante y que resbalaban, sin que nada pudiera oponerse en contra, por el salado de la piel hasta quedar inertes y como desplomadas sobre la holgura replegada y cálida de nuestras axilas.
Lo de jugar a hacerme la mayor ha sido una constante a lo largo de mi vida infantil y preadolescente. Cuando era pequeña mi madre solía prestarme, conmovida por mis ruegos constantes y no sin antes advertirme que por favor la tratara con cuidado, su Olivetti verde oliva para que jugara a las secretarias. Como eso de las secretarias me parecía algo muy de mayores, me decía a mí misma que para poner a prueba mi madurez tenía además que tomarme un vaso entero de leche. La cosa en sí misma no hubiera tenido mayor importancia de no haber sido la leche, desde que tengo uso de razón, uno de los pocos alimentos cuyo olor es capaz por sí solo de inducirme el vómito. Supongo que para mis adentros pensaba que ser mayor implicaba hacer cosas que a uno no le apetecían (¡y cuánta razón tenía además!). Recuerdo la escena como si hubiera sucedido ayer mismo: yo, una niña algo rellenita de larguísima melena castaña y con aspiraciones del tamaño de catedrales, sentada con recogimiento sobre una silla alta de madera y vestida para la ocasión con un pañuelo de señora y unas gafas sin cristales que mi madre había manipulado para mi uso personal, alternando miradas entre la anacrónica máquina de cinta bicolor erguida sobre la mesa y el reto en forma de vaso que lleno hasta el borde reposaba a su izquierda. Tras escribir con afectación un par de informes que lamento no haber conservado en mi poder, aunque sólo fuera por aumentar un par de microgramos las toneladas de papel que en materia de documentos personales acumulo bajo la cama, tomé aire un par de veces y de un trago y sin respirar hice desaparecer en mi estómago el níveo contenido del vaso. La respuesta no se hizo esperar, y ante las convulsiones espasmódicas de mi entramado digestivo me vi obligada a bajar de la silla con más bien poca elegancia y a correr hacia el baño con la esperanza vana de llegar a tiempo y no dejarlo todo pringado. A partir de ese día, decidí referirme a la leche con un nombre de asquerosidad equivalente a la de su sabor: flujo de vaca.
A los doce, en cambio, mi manera de hacerme la mayor era otra. Los días en que me daba por madrugar en Valdoviño, me compraba un periódico en el kiosco cercano a la playa y me dirigía hacia El Coyote (que además del nombre contaba entre sus extravagancias con unos tickets que rezaban lo siguiente: “Lindamos con el Reino Unido con el mar por medio”), y sin pestañear le pedía al camarero un café irlandés. A continuación me sentaba en uno de los bancos de madera pegados a las cristaleras tras las cuales se extendía la infinitud aparente de la arena, abría el periódico por la mitad y, poniendo cara de interesante, me entregaba a la lectura intensa y concentrada del horóscopo y las necrológicas del día. Siempre leía mi signo y el de Fernando un par de veces para después encontrarme con él y darle el parte matutino de compatibilidades y planetas regentes, y me entretenía buscando entre las esquelas algún apellido similar al mío. Tras tomarme el café evitando la exteriorización de mi disgusto ante determinados sabores, salía del Coyote y, no sin antes descalzarme saltando a la pata coja y sujetando el periódico entre los dientes, corría hacia la línea del mar enfebrecida por el ligero mareo del licor y la brisa fresca sobre el rostro libre de maquillaje.
Ahora, en lugar de hacerme la mayor me veo obligada a disimular cada día el infantilismo congénito que me embarga. Esto de ir contra corriente es algo muy propio del ser humano y yo, por encima de todas las cosas y a pesar de cierto ultraterreno amaneramiento, soy desde luego humana, muy humana.
Y como este texto no va a ninguna parte y además me apetece irme a casa a ver capítulos de Twin Peaks, corto y cierro y a otra cosa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Con el pasaje de la leche me sentí totalmente identificada. He odiado la leche toda mi vida (además de sentarme como un tiro). Mi madre me obligaba cada noche, tras la cena, a tomarme el maldito brevaje. Me recuerdo con él en una mano y en la otra uno de agua. Lanzaba la leche garganta abajo y a toda velocidad echaba el de agua para arrastrar el "flujo de vaca", ¡puagggg!
Eso fue hasta los diez años en que mi madre por fin se apiadó de mi y me liberó de aquella tortura.

Felices sueños, niña mala.