domingo, 10 de agosto de 2008

Pienso también en la vulgaridad de casi todo cuanto a mi rutina rodea: la frigidez diabólica de mi madre, a la que no sé si quiero o me fuerzo a corresponder; la ausencia de viajes y el aburrimiento que entraña el encadenamiento a un único paisaje cuando se es joven y se padece de una inflamación crónica de corazón, la comprensión incondicional de nuestros más asensuales amigos, la sucesión de clases y profesores desde la distancia respetuosa y cansina de mi rol de alumno, el fin de semana y la disipación lícita que por costumbre implica, la austeridad económica y las limitaciones que a nuestro pesar trae aparejadas.
¡Vulgaridad, aburrimiento, existencia vacua y sin libertad efectiva! A todo eso, añádase la falta de ganas, o de impulso, de buscarse uno la vida con esfuerzo y dedicación responsables.
Somos desde luego marginales, y ojalá el tenerlo tan claro fuera requisito necesario y suficiente en el camino a la progresiva independencia de todos los lastres variopintos que nos amargan los plomizos despertares, a nosotros que ni por asomo los merecemos, a nosotros que por ser quien somos debería todo otorgársenos sin a cambio nada pedir.
Me gustaría vivir en una buhardilla, pasarme el día borracha y escribiendo, explotar mi libertad hasta el más puro dolor, evadir el remordimiento ensayando una y otra vez el egoísmo característico de mi condición naturalmente insatisfecha. Y puede que todo esto no sean más que tópicos, y que lo que hacer debiera es esforzarme en la experimentación de una vivencia genuina no basada en quimeras de bohemia con precedentes. ¡Pero es tan difícil para un soñador renunciar a sus sueños de adolescencia! Por muy estúpidos, simples y trillados que estos resulten el soñador encuentra siempre un gusto superior en revolcarse en la evocación de los mismos echando mano de todos los recursos de que para ello dispone: literatura, drogas, bessos, cine, exigencias para con uno mismo, aromas que sugieren no se sabe qué concreciones de la felicidad.
Hoy pretendía aplicarme, como antaño, a la lectura de los malditos, y como antaño me he descubierto inhábil para permanecer embebida en nada que no sea yo misma el tiempo preciso para extraer siquiera una conclusión de mediano interés. A veces dudo de que me guste realmente leer, y dudo de mis motivaciones para con el arte de los demás. El mal arte, el no- arte, me aburre inmensamente y me irrita; el buen arte, en cambio, ni me irrita ni me hace disfrutar, sino que por contra me tortura y me hace andar como una loca sin rumbo determinado por entre esa gente que, por una vez, me mira con más curiosidad que desseo.
Si aparecieras por aquí no sabría siquiera qué decirte. Necesito sustancias que me liberen de esta angustia ansiógena que me impide gozar de lo que escribo y del acto mismo de escribir. Necesito sustancias que modulen la llama que consume mis determinaciones para con el nuevo día. Necesito sustancias que me vendan sinapsis de intensidad y serenidad entremezcladas. Necesito sustancias que me convenzan del imposible de que no necesito más de lo que tengo para ser feliz en esencia.
Me pican las piernas, siento mi piel engrasada; quiero huír de aquí pero llueve, hace frío y aún no es hora de volver a casa.
Tengo ganas de que me folles mientras me dices cosas. Despierta, maldito.

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