El primer giallo que vi en mi vida, por
casualidad y mucho antes de empezar a obsesionarme con el género fue
Rojo Oscuro. No me gustó. Aquella primera vez, me refiero, con un
paladar bastante analfabeto que perdió el tiempo, listillo patético,
en criticar lo barato de la trama principal en lugar de limitarse a
comer disfrutando las escenas como lo que son: caramelos.
El giallo es al slasher, o en un
sentido más amplio al asesinato cinematográfico, lo que la haute
cuisine a la gastronomía o la alta costura al mundo de la moda. Mas
el refinamiento del gusto que en ámbitos como el de la cocina o el
diseño puede ser subversivo pero también no serlo en absoluto, en
el giallo va por fuerza acompañado de una suspensión del sentido de
la moral que además de subversiva es perversa. La fotografía en el
giallo, obcecada en la búsqueda de una clase particular de belleza,
consigue de pura empatía y sensibilidad para con los objetos que
revela componer odas tácitas al asesinato. Odas que además carecen,
al contrario que en obras como el clásico de De Quincey "Del
asesinato considerado como una de las bellas artes", de todo
vestigio irónico o satírico que permita interpretar lo que se ve
como metáfora de otra cosa distinta. El giallo, de la mano de una
fotografía voyeurista que convierte en cómplice a quien se queda
mirando, presenta el asesinato como la forma más elevada de arte y,
dentro de éste, la muerte de una mujer hermosa como la más sublime
variante de todas. Los primerísimos planos de la boca, del cuchillo,
de la sangre que empapa la ropa ciñéndola todavía más si cabe al
cuerpo; las composiciones cromáticas que logran, ora con contrastes
radicales ora difuminando y confundiendo las fronteras, que los
colores chillen o susurren como criaturas vivas, dan a entender que
lo que se muestra es, si bien no correcto desde una perspectiva
moral, sí indiscutiblemente bonito de contemplar. El giallo parece
ilustrar lo mismo que aquella pintada de King Mob que, aludiendo a De
Quincey o quizá a malditos de ironía menos evidente, decía que el
crimen era la expresión más elevada de sensualidad. El mismo Edgar
Allan Poe llegó a afirmar que "la muerte de una mujer hermosa
era, sin duda, el tema más poético del mundo".
El giallo no se detiene tanto en
mostrarnos parafilias como en hacérnoslas sentir y, por extensión,
disfrutar. No se entretiene en dar miedo sino en estimular alguna
suerte de libido tanatoria oculta en todos que hace que, según la
forma en que nos cuenten el cuento, prefiramos identificarnos con el
lobo. El giallo juega con la ventaja de saber que los seres humanos
confundimos, más a menudo de lo que nos gusta reconocer, los
conceptos de belleza y bondad. Algo que es hermoso no puede ser tan
malo. La fotografía tramposa y hechicera nos sumerge de lleno en el
sentimiento parafílico y después nos muestra, a través de un gore
explícito que sin embargo es menos realista que conceptual y
simbólico, todo lo que deseamos ver. Promete para después cumplir
poniéndonos del lado de algo atroz que sin embargo es bello. Nos
compra con caramelos como a niños, nos torna polimorfos y perversos
decantándonos por lo que es disfrutable sin más, con independencia
de criterios éticos. Hasta las tramas en ocasiones incoherentes o
flagrantes en su estupidez ayudan a cimentar la sensación de que,
como en el porno, sólo lo que necesitamos ver no es superfluo. En el
giallo es McGuffin todo lo que no es muerte o acecho. Las tramas
están al servicio de ese fin en sí mismo que es matar y apenas si
importan. De ahí el aroma a serie B y a exploit que, sin perjuicio
de la exquisitez extraña pero macroscópicamente perceptible que
poseen, emana de estas películas como un perfume barato que sin
embargo logra seducirnos.
Aunque la función catártica del cine
de terror no se limita al giallo, el modo en que éste se recrea en
sí mismo y su estética exaltada al sugerir cuando no al celebrar el
Mal y la avidez asesina lo hacen más controvertido que otros géneros
considerados "más duros", como el slasher, que si bien
derrocha casquería y sexo explícito en dosis muy superiores a las
del giallo, es a todas luces inocente y de intenciones cristalinas en
comparación con éste. Mientras que en todo slasher que se precie de
serlo se pasa bien a fuerza de sufrir con las víctimas (el tipo de
catarsis adaptativa y políticamente correcta que nos hace taparnos
la cara con un cojín para no ver demasiado), en el giallo la
satisfacción deriva de sentir como siente el asesino (lo cuál
transmuta la empatía en morbosidad voyeur y nos hace permanecer con
los ojos fijos en la pantalla). Toda una experiencia de realidad
virtual que casi siempre es mejor disfrutar a solas, pues dependiendo
de quién se tenga al lado mirar giallo puede convertirse en lo mismo
que estar sentado con tus padres viendo una película de acción que
de repente y de forma inesperada se sube mucho de tono. Si se quiere
prestar atención a un giallo es mejor verlo solo, porque en cuanto
hay alguien más la cosa tiende a ponerse afrodisíaca o incómoda y
ésa no es manera de ver cine. El giallo es en cierto modo
pornografía hipotalámica, velada y sólo a medias comprensible por
nuestra parte consciente, que un día se queda enganchada a la
imaginería propia del género sin saber exactamente qué es lo
que le gusta y por qué.
La forma ordenada y ritual en que los
elementos más convencionales del género son presentados en cada
giallo (el testigo de un asesinato brutal que deviene en detective,
los guantes negros que prologan el derramamiento de sangre, las
infinitas variaciones sobre el tema de una muerte que en el fondo es
siempre la misma y que funciona a la manera de una obsesión poética,
el homicidio de una mujer hermosa a manos de otra de su misma
condición que no se revela como tal hasta el desenlace -lo cuál me
remite al refinado homenaje que Brian de Palma rindió a Hitchcock en
Vestida para matar, que con bastante más de giallo que muchos
giallos fundacionales y en lo que quizá no sea sino un guiño
invertido al género la asesina resulta ser un hombre que se traviste
para liquidar mujeres) hace que estas películas resulten
metacinematográficas en esencia, o lo que es lo mismo, que se
construyan como homenajes a una estética de la que toman prestado el
sentido. No se concibe giallo sin que cierto grado de homenaje se dé,
lo cuál deriva en que su calidad no dependa tanto de una trama
genuina como de la maestría alcanzada en reorganizar unos elementos
familiares y por todos conocidos que no pueden faltar, pues sin ellos
el giallo dejaría de ser giallo para solaparse inevitablemente con
otros géneros centrados en la figura del psychokiller.
El giallo puede ser considerado un
subgénero del cine de terror, pero tampoco es descabellado
concebirlo como cine en esencia experimental. El horror es un
elemento central del giallo, pero sólo a base de terror no se
construye una película representativa del género. Lo terrorífico
en el giallo se trata de una forma tan estilizada que en ocasiones
llega al extremo de perder la capacidad de asustar. Algunas escenas
de muerte son más disfrutables como composiciones plásticas o
piezas de erotismo desviado que como secuencias atemorizantes con las
que pasar un auténtico mal rato, y de hecho cuando el cuerpo pide
experimentar terror del que incomoda y crispa hasta la náusea el
giallo debería tal vez ser nuestra última opción. Los síntomas
que la visualización de un buen giallo conlleva tienen más que ver
con los del síndrome de Stendhal que sufre Asia Argento en la
película homónima que protagoniza a las órdenes de su padre que
con los del pánico propiamente dicho, y es por eso que los giallos
hay que reservarlos para esos días sibaritas y un poco snobs en que
el cuerpo nos pide caprichos caros.
Una joya desconocida de carácter
puramente experimental y más mirloblanquista de lo que cualquier
giallo, excepto por supuesto la pieza maestra Suspiria, es ya de por
sí, es la producción belga Amer. Prácticamente muda y sin ningún
diálogo (los personajes a veces dicen algo pero jamás son
respondidos por nadie), parece haber querido suprimir lo poco de
superfluo que a modo de hilo conductor conservan los giallos.
Dividida en tres secciones desconectadas entre sí que sin ningún
problema podrían funcionar como cortometrajes, resulta todavía más
metacinematográfica que las fuentes de las cuáles bebe. Cada
historia homenajea un elemento propio del género, aunque sólo la
tercera es propiamente un giallo. Arranca con lo que parece un
tributo a giallos de tinte sobrenatural como los de la famosa
trilogía de las madres de Argento, continúa con una suite alejada
de lo terrorífico que sin embargo es la pieza de mayor calidad de
toda la cinta y que es un guiño, o así me lo parece a mí, a esa
fotografía omnisciente e hipersexualizada que convierte en giallo el
slasher; y acaba con un microgiallo de corte clásico en el que la
perversión da una vuelta más de tuerca y a la parafilia del asesino
se opone la de la protagonista, que parece estar pidiendo a gritos, o
a gemidos más bien, que acaben con ella. Quizá Amer no es la
película más adecuada para introducirse en el género, pero para el
fanático que rastrea a la caza de un formato que cada vez se deja
ver menos y con peores resultados supone un regalo.
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