
No sé qué hacer hoy conmigo porque me siento alterada, acelerada y ansiosa y no logro, por mucho que lo intento, centrarme en nada ajeno a mis reacciones físicas. Antes de salir de casa, y como si quisiera potenciar este estado ansiógeno que me corroe, me he bebido de penalti una taza grande de café solo con hielo. El corazón ha empezado a palpitarme con tanta fuerza que, por un instante, ha parecido querer salírseme de la caja torácica para galopar, en clave de sístole, más allá de los márgenes de mi biología. Ahora estoy haciendo como que me siento sobre un taburete, poseída por la prisa de hacer no sé muy bien qué cosa y tratando de domar, cada vez que alguien me mira, los espasmos que azotan mis posaderas.
Tengo dinero, tiempo y libertad para hacer y deshacer como me plazca, pero por alguna inaprehensible y puñetera razón no me siento motivada para aprovecharme de ninguna de esas facilidades. Las palabras me salen a trompicones y la redacción se me resiste, así que lo de escribir vamos también, yo y mis yoes, a tener que dejarlo por hoy. Pero si no escribo, ¿qué hago? Sola y en la calle, sin ganas de leer y sin música que escuchar bajo la lluvia desvaída y lánguida, he por fuerza de intentar entretenerme con las palabras. Miro a las personas que me rodean y me siento enfermar por momentos. Decir que siento asco resultaría eufemístico, porque lo que me embarga el ánimo al contemplar las interacciones que en derredor tienen lugar se relaciona más con una sensación de putrefacción e insalubridad que con una variante desagradable del gusto. A mi derecha, vociferantes y colosales en tamaño y falta de dignidad, hay un grupo masculino de unos cuatro miembros que, a falta de habilidades lingüísticas complejas, se conforman con golpearse y gruñirse los unos a los otros en un dialecto emparentado de lejos con el castellano. He tenido que cambiar de lugar porque, cada vez que algún empujón amistoso acercaba a cualquiera de ellos al dominio ocupado por mi mesa, el desseo de aniquilarle de un vasazo la cara grotesca y gutural cobraba excesiva e inapropiada relevancia. Aunque pensándolo bien, prefiero rodearme de simios que de modernos. Me interesan más las etologías que los posados y, en el fondo de mi corazón, siempre admiré más a Goodall que al cretino de Warhol. Si bien la necedad absoluta me resulta tolerable, y aun hilarante, la mediocridad presuntuosa me saca por completo de mis casillas. La verdad es que no sé por qué escribo estas estupideces. Lo apropiado sería que registrara aquello que me conmueve, en lugar de centrarme en las cosas que no soporto o que me raptan de quicio. Y fijaos que he escrito raptan. El quicio es algo de lo que solo te pueden sacar por la fuerza, y en un momento de vulnerabilidad. ¡Qué ingenio el mío!, ¿verdad? Vulnerabilidad, verdad, verdad, vulnerabilidad. Rapto, rape, ripper, rapiña, raposa. Todo lo que comienza por rap y se me ocurre en este instante se relaciona en cierto modo con la violencia, lo cual me remite al tema prioritario aparente de este escrito: mi estado de ánimo conflictivo, prejuicioso y sociópata. ¡Qué poco interesante, de verdad! ¿Pero sobre qué escribo entonces? Escribe sobre las flores del campo, bromea mi voz interior. Sin embargo, lo más campestre que se me ocurre escribir es que me apetecería estar en un lago entre rocas, lanzándome de cabeza al agua y vestida con pieles de animal. Hasta qué punto resulta silvestre la imagen, ni lo sé ni me importa demasiado. De momento me he alejado medio grado de la intolerancia para aproximarme, a paso de tortuga, al pacífico remanso de la imaginación evocadora y libre. Continúa, se mofa la vocecita. Muy bien, vocecita, sugiéreme un nuevo tema. Habla sobre los niños pequeños, zorra. Zorra tu madre, vocecita, o sea yo, ¡qué cabeza la mía! Los niños, los niños, a ver qué coño ideo sobre los niños. ¡Ah, ya sé! Los niños me acomplejan, los niños me acobardan, los niños me dan envidia y los niños, en general, me gustan y me fascinan bastante. Aparte de eso, hoy he leído que han detenido a Roman Polansky en Suiza ( lugar al que había acudido con objeto de recoger un premio), a causa de la supuesta violación que cometió hace tiempo sobre una prepúber americana de trece años en canal. ¿Qué tengo que decir acerca del tema? Pues que las visten como putas y que dejen a Polansky en paz de una jodida vez, poco más. ¿Argumentos a favor? Lunas de hiel, El quimérico inquilino y La muerte y la doncella, para empezar. A un artista no se le encarcela, del mismo modo que a un niño pequeño no se le procesa por acoso por tocarle el culo a su prima. Si resulto políticamente incorrecta, lo lamento más bien poco. Además, el hecho de que su ex mujer haya sido desfetada, literalmente, por un emblemático asesino en serie americano, le otorga bajo mi punto de vista cierta inmunidad con respecto a los delitos cometidos en ese país de patriotas armados hasta los dientes. Por otra parte, si fue capaz de escribir Lunas de hiel y de enamorar a Emmanuelle Seigner, ha por fuerza de saber algo sobre cómo y con quién follar. Démosle, a falta de la libertad, un voto de confianza.
Y tras esta burrada provocativa y efectista, ¿sobre qué escribo, vocecita? Escribe sobre la escritura. ¡Oh, no, vocecita! ¡No me vengas con esas! ¡Metaliteratura! ¿Por qué y a cuento de qué? La metaliteratura es como una bolsa de té reutilizada, como el polvo de un tetrapléjico, como una puesta de sol convertida en fondo de escritorio en el ordenador de un agorafóbico. ¡Cualquier cosa menos esa, lo digo en serio! ¿Cualquier cosa, cualquier cosa? ¡Cualquier cosa, vocecita! Escribe sobre el desarraigo.
Allá voy: me considero una desarraigada por no pertenecer del todo a nada, ni a nadie. Me considero una desarraigada por saberme huérfana de padre y de generación. Me considero una desarraigada por el desprecio que siento ante mis semejantes por consanguinidad, y por la sensación, a caballo entre la repulsa y la incomprensión, que me embarga al mezclarme con la jauría. Me considero una desarraigada porque mi odio, que no me pertenece por completo, parece surgido de algún otrora diferente a éste en que vivo, o muero poco a poco. Me considero una desarraigada porque mis orígenes, si es que los tengo, se me antojan confusos, y porque mi lealtad, de existir, lo hace bajo directrices de moralidad dudosa. Me considero una desarraigada porque la plenitud se me escapa y el disfrute, en su acepción más hedonista y despreocupada, me enfrenta contra todos y contra mí misma. Me considero una desarraigada porque no encuentro nada, ni en la realidad ni a tres planos por encima o por debajo, que me comprometa lo suficiente como para tomar partido. Me considero una desarraigada porque el futuro es una entidad en la cual no creo, y el pasado, con toda su cohorte de nostalgias y bellos caracteres, intoxica de quimeras el presente en el que vivo, o intento vivir. Me considero una desarraigada porque renuncio, en nombre de una superexistencia mentada en vano y a traición de lo que soy, al divertimento anodino y superficial que me aportaría el pasar por integrada en un contexto hecho a la medida de mi inconformismo patológico. Me considero una desarraigada porque en cierto modo, y a pesar de las múltiples cadenas que me atan a la tierra y me rebajan, me siento libre y en posesión del secreto de la libertad que a todos se os escapa, esclavizandoos.
¡Hale, vocecita, hasta la próxima!