martes, 18 de enero de 2011

MaRtEs de iRrEsPoNsAbiLiDaD



La locura me galopa a trote tendido y espectrales pensamientos estallan en racimos
sin aliento, y en cascadas que me inundan confundidas con el viento,
y amotinan mis intentos de salir del espejismo,
insolado cataclismo que fracasa y delicuesce.

Acabo, hablando en plata, de experimentar un eructo literario. El resultado lo tenéis en estas cuatro líneas que he plantado ahí arriba, inspirada por no sé qué coscupiscente y voltaireano diablo tendente a la hilaridad. Creo que ver tanto cine y trasnochar hasta tan tarde está comenzando a trastornarme un poco. Puede decirse que a lo largo de los dos últimos meses, mi ya de por sí precario contacto con la realidad ha acabado por irse a pique del todo. Era, todo hay que decirlo, una muerte anunciada, pero uno siempre espera que en el último momento acontezca alguna suerte de milagro que de nuevo incite al espíritu a tomar control de las propias riendas. El mío, después de tantísimos intentos de doma, continúa desbocado. Como el resto de cosas que nos afligen en esta vida, resulta a ratos grato y a ratos desmoralizador. No sé si es que mi intrincado y lujuriante potencial no me permite ver el bosque, o si es que al final he resultado un poco más retrasadilla de lo que afirmaban ciertas rigurosas psicometrías que después de todo, y como tantas otras facetas de mi personaje, quizá no haya sino maquillado a mi favor. Gilipolleces del querer comerse el mundo... Como dice mi madre, para ser un libertino hay que posseer ciertas cualidades que yo, con todos esos ataques de culpa y rabietas que me arrebatan a veces, parezco no reunir del todo. El libertinaje ha de cometerse con saña, con entrega, con ardor, dejando a un lado los remilgos relacionados con el absurdo y haciendo de cada experiencia un acto de celebración de la vida. Cuando tras la comisión de las más o menos venéreas felonías a que al libertino (supuesto) le haya dado por sucumbir, ataca esa especie de afligido pudor de novicia que hace que, en lugar de celebraciones, sus actos se le antojen los de alguien muy extraviado, o muy maníaco, está claro que algo no funciona en la armazón dionisíaca sobre la que le ha dado por construir su carácter. Aunque no digo que este sea mi caso ni que mi madre esté del todo en lo cierto cuando me describe en esos términos, no creo que deban perderse de vista cuando a lo que se aspira es, y diría que éste sí se trata de mi caso, a sacar tuétano hasta de las naranjas.

Me encantaría lanzarme de cabeza a una piscina de agua templada, en el centro de la cual flotara mi cama, sobre una plataforma de baldosín delicado a la que se accediera subiendo una breve escalinata. Para dotar de un poco de emoción al conjunto y hacer de cada arribada al sueño una epopeya medieval de las de foso y puentes levadizos, añadiría a las tibias aguas unas lampreas o unos cuantos caimanes, ¡esos magnéticos alligatores que me hacen querer escuchar la canción de Let's get together yeah, yeah, yeah! El techo consistiría en una cúpula gigantesca y cristalina a través de la cual se estuviera desarrollando, en ese preciso y natatorio instante, una tormenta apocalíptica. Bordeando la totalidad de la piscina, que quizá tendría la forma de un nenúfar, una fragante y voluptuosa filigrana de vegetación y ofrendas frutales invitaría al durmiente a abandonar la sequedad cálida del lecho para de testa zambullirse en las aguas infestadas y nadar, como si en ello le fuera la vida, al oasis de la ribera. La verdad es que si me ofrecieran habitar un castillo o un palacio no me lo pensaría, y que lo que ya sería el novamás es que alguien construyera para mí, como regalo de bodas quizá, uno a la medida de mis caprichos estéticos. A mí siempre me han gustado las mansiones, pues le permiten a uno el lujo de perderse en ellas. Me gusta que en las casas cada habitación sea un santuario, y que al cruzar los umbrales de las puertas que las separan embarguen el alma respetuosos y subversivos misterios a los que sucumbir de la mano de cualquiera que lo merezca. Aunque es posible ser feliz casi en cualquier parte, cultivar los contextos trae aparejadas a veces potenciaciones de la intensidad que se está experimentando. Rodearse de cosas bellas no es ninguna tontería, y más cuando por doquier y con unas maneras que sugieren las del estupro, nos ametrallan cada día con feificaciones baratas y comercializables de esa cosa tan esquiva que resulta ser la realidad que nos atañe. Rodearse de cosas bellas para no perecer de un colapso de mal gusto y para estimular, en ausencia de contaminantes letales, la creación de genuinos algos. En ocasiones creo que me repito...

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