jueves, 20 de enero de 2011

VeNeNos


Me pregunto si es posible, en este extraño mundo en que se suceden nuestras hazañas, comportarse en algún momento con honestidad. No digo que no exista la intención positiva de hacerlo, y que cada cual no trate de actuar de acuerdo con el ideal que tenga de la misma, pero dudo de hasta qué punto podemos discernir entre aquello que nos es connatural y aquello con que nos hemos contaminado, a través de un proceso de incardinación del pensamiento con cada vez menos visos de sutileza, en nuestro paso por la civilización. Lo de que cada vez sea menos sutil es, por un lado espléndido, y por otro preocupante. Espléndido, porque el que sea tan exagerado y evidente le hace perder eficacia manipuladora, y preocupante, porque a pesar de que todo el mundo debiera estar ya espantado ante la monstruosidad del asunto, el caso es que más bien pocos individuos parecen percatarse del estercolero de contexto en que se mueven, contagiándose de ideas que proliferan por metástasis en su imaginario para condicionar la sustancia de sus aspiraciones. Y no sólo hablo de sexo, aunque lo cierto es que el sexo se emplea hasta para vender anticongelante (que no es, ahora que lo pienso, el ejemplo más idóneo que podía ocurrírseme). Que nos hayan comprado el alma con semejante bazofia no dice mucho, ni muy benévolo, del estado evolutivo en que nos encontramos. Yo misma, a pesar de la evidencia escrita de una cierta lucidez en mis desarrollos, me considero en ocasiones un auténtico becerro. Ojalá contara con una sala de descontaminación en que arrancarme de cuajo los postizos sociales en un intento por reencontrarme, ante un espejo que realmente reflejara, con la magnitud justa del animal que soy. Así averiguaría al menos si lo que me place es componer versitos, comerme las cosas a dentelladas o alguna clase de actividad que aúne ambos antojos. ¿Por qué elegir una consigna de entre toda esta mascarada de neón y falsas necesidades? Es complicado, siendo consciente de esto, tomar partido por cosa alguna. Hasta aquello más comprometido y underground desprende un tufo a zombie que tumba en decúbito supino, y por mucho que busque, y que hable con unos y con otros, no puedo escapar a la sensación de permanecer en una oculta e indenunciable cautividad. Desconfío hasta de mi propio desseo. Huyo de la falsa transgresión como de una peste mortífera y terminal, y a veces temo, por la voracidad de mi huida, pasarme un kilómetro de la meta y aterrizar de refilón en el reaccionarismo. A ver si es que en el fondo a lo que aspiro es a alguna suerte de pureza. Qué poco me gusta esa palabra, y sin embargo, en cuántas y cuán entrometidas ocasiones se ha interpuesto en mi búsqueda de la Verdad, que el que Keats afirme que es belleza, y sin que esta observación mía encierre crítica alguna hacia lo que ahora voy a decir, indica la clase de venenos con que éste entretenía sus sentidos cuando no estaba entregado a revolucionar el mundo de la poesía. Como iba diciendo, es complicado saber qué partes de nosotros nos pertenecen por completo, y cuáles se tratan de malformaciones provocadas por la exposición continuada a la bazofia que nos circunda, sepultándonos vivos en ciudades que se asemejan cada vez más a cementerios. ¿De qué modo salir de un lugar que, con sus efluvios y sortilegios aparentes, hace que en cierto modo dessees quedarte a conquistarlo? Aunque no entraña el mismo peligro ser un cínico que un integrado dicharachero y convencido, ambos roles perpetúan la dependencia que desde nuestro nacimiento hasta el instante en que sucumbimos a la duda apocalíptica desarrollamos con respecto a dónde y por qué nos movemos. Y aunque critiquemos, condenemos y zarandeemos el mundo infame de la publicidad, o cualquier otro que por azar surja en alguna de nuestras amenas y subversivas disertaciones, quién nos dice que nosotros estamos libres de su influjo y que no perpetuamos, con la predictibilidad de nuestro revolucionarismo, el sistema carroñero sobre el cual creemos estar defecando. No sé si es que he llegado a unos niveles de conspiraoia peligrosos, o si lo que digo possee pleno sentido, pero no puedo evitar pensar que la existencia de objetores vistosos favorece, en cierto modo, el que nuestro grado de cautividad parezca menor de lo que en verdad es. No digo que la opción correcta sea quedarse de brazos cruzados sin hacer nada, renunciando a la dramatización pública del descontento que nos embarga el alma. La dramatización pública, aunque resulte colectivamente inútil, sirve a veces de ayuda como terapia individual, y aun de grupo. Creer que se forma parte de la resistencia ha por fuerza de ser bueno para el alma y para la libido. Sólo digo que hay que andarse con ojo, y estar muy atento a las motivaciones reales que nos impulsan a afirmar lo que afirmamos y a comportarnos como en efecto lo hacemos. Desconfiar hasta del propio desseo y someter a escrutinio el corazón, y todo ello, procurando en el proceso no castrarnos a nosotros mismos. La honestidad es tarea complicada, pues su ejecución continuada nos expone al riesgo de dejar de parecer encantadores. Y de eso, las cosas como son, veintipico años de exposición a una publicidad feroz sustentada en el sexo y en la dominación, nos impiden en el fondo apostatar. Apostatar, en el contexto de lo que aquí estoy diciendo, se refiere ni más ni menos que al hecho de hacernos responsables de nuestra propia vida, tomando las decisiones que favorecen el cumplimiento de la voluntad y evitando que un exceso de distracciones nos entretenga hasta el punto de olvidar la razón por la cual habíamos comenzado a caminar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tengo una nave en el monasterio para ejecutoras como tú. Cuando quieras, hermosa.