Y por fin, después de una semana de carestía económica, vuelvo a tener en mi poder el presupuesto suficiente como para dedicarme al registro de pensamientos desde bares sin que el temor a que no me llegue el dinero por desconocer el precio de la copa característico del lugar me impulse a escapar calle arriba colmada de furia y con la frustración de un infante, dispuesta a pagar mi desidia con la primera persona que se me cruce en el camino de vuelta a casa. Me estoy tomando un vodka tónica y una ración de pistachos más que considerable. ¿Almendras o pistachos?, me ha preguntado el viejo a cargo del antro en que me encuentro (que además de pertenecerme por derecho a fuerza de frecuentarlo un día sí, y otro también, es un recinto de cuatro paredes al que no sé muy bien por qué asocio la inspiración con que me codeo últimamente). Me da igual, le he respondido. Igual no te puede dar, porque el sabor es bien distinto. Vale, de acuerdo, pues pistachos. ¡Ah! Si ya sabía yo que lo mismo no te daba. Pues no, la verdad. Pero ya se sabe, la cortesía estúpida que impulsa a los seres humanos a comportarse como si le debieran algo a alguien, y que en casos extremos llega a patologizarse en síndromes de Estocolmo y enfermedades varias relacionadas con la dependencia y con la sorpresa ante la amabilidad inesperada del que ha de secuestrarte, o de cobrarte, según el caso. El otro día, antes de quedar con nadie, me escapé al parque que hay al lado de mi casa. El parque en cuestión es un espacio relativamente pequeño de arena y cemento en el que niños y perros alternan su entretenimiento con una armonía que, ahora lo sé, sólo es posible entre seres inconscientes de su propia consciencia. Entre seres desvergonzados, quiero decir; entre seres que hacen lo que les place y a los que una reprimenda no les supone más que adoptar una apariencia compungida de cabeza gacha y ojos de cordero. Aunque lo que habitualmente recibo cuando, impulsada por mi devoción animista hacia los animales, acudo a ese parque a intentar trabar conocimiento táctil con los ejemplares caninos que más atractivos me resultan, es una indiferencia soberana y aun insultante hacia mi persona, lo de la otra tarde constituyó la excepción que hace interesante a toda regla que se precie de no serlo en absoluto. Nada más poner un pie en el camino central de baldosa que araña el parque de norte a sur, una algarabía de perros de lo más variado se dignó recibirme con un estruendo eufórico de ladridos, lametazos, amagos de salto y aproximaciones a mi cara que, he de reconocerlo, me imbuyó de un orgullo difícil de transcribir en palabras. Un bull- dog blanco y precioso me encharcó de babas los bajos bordados de mi falda negra semi- larga, un cachorro torpón y desmadejado de pastor alemán (de esos que avanzan a zancadas desproporcionadas y parecen tener bajo las patas muelles en lugar de almohadillas) me ofrendó el tesoro de un palo nudoso apretado entre sus fauces que, al tratar de apresar entre mis manos, retiró juguetón en un tira y afloja de lo más infantil y asilvestrado; un perrillo miniatura rebelde que ignoraba soberano y a sabiendas los reclamos histéricos y humillados del ser humano de su propiedad que lo perseguía indignado y escandalizado ante su desobediencia, se empeñó en escoltarme a lo largo del paseo y en treparme al regazo cada vez que me daba por aposentarme sobre la madera mugrosa de alguno de los bancos desperdigados a izquierda y derecha del camino central. Yo sólo podía contemplarlos y sonreír para mis adentros, pues en media hora había quedado con Chechu y sentía que el recibimiento del que me había hecho objeto tan pintoresca conjunción de felices criaturas constituía toda una ofrenda en materia anecdótica para mi amor. Cuando permanecemos en ese parque sentados el uno junto al otro y yo intento, sin que ninguna de sus advertencias en contra consiga hacerme desistir, llamar la atención de alguno de los animales que me agradan con silbidos, chistadas y un sonido característico inspirado en la película ¡Un, dos, tres, splash! que aprendí a ejecutar hace años a fuerza de masacrarme la garganta con inspiraciones de aire hacia dentro, él me reprende severo e impulsado por una timidez encantadora con respecto a los dueños de los animales:
- ¡Iria, sabes que me encantan los perros, pero no sus dueños!
Y la verdad es que tiene razón. Los amos de los canes son encarnaciones de la más soberana estupidez. ¡Ven aquí, Laika! ¡Tyson, no toques eso! ¡Lúa! ¡Gato! (todos nombres reales, lo juro). Si tuvieran hijos, que no los tienen, se comportarían con ellos de la misma manera en que lo hacen con sus mascotas. ¡Con el gusto que causa contemplarlos correr alocados y sin preocupación alguna por entre los arbustos y las piernas de las personas! ¿Por qué llamarlos tanto, por qué educarlos hasta la extenuación? Que se muerdan, que forniquen, que echen carreras, que den coba a los extraños... ¿a quién deberían importarle semejentes manifestaciones de la libertad? En ocasiones pienso que las personas que se comportan así con sus perros lo único que están haciendo es ejercer con criaturas inferiores la autoridad que no pueden imponer a sus semejantes. Eso me hace plantearme hasta qué punto estamos capacitados para educar a un recién nacido, ya sea humano o animal, y en qué grado esa incapacidad nuestra podría o no podría ser beneficiosa para él.
En el parque, en cambio, hay una mujer que nos tiene enamorados. Es la dueña de un chuchillo feúcho y sin pedigrí cuyo nombre, pronunciado cantarinamente por su ama, no llegamos a descifrar pero sabemos que incluye al menos una a y una o (en ese orden). La mujer es una vecina del barrio de toda la vida, medio retrasada y gallega de nacimiento, que siempre me pregunta por mi abuela a gritos de acera a acera de la calle:
- ¿¡¡¡¡¡Y qué tal mi paiiiisaaaana!!!!!?
Es una mujer bigotuda de unos cuarenta años con el pelo corto y canoso, vestida con mandil de campesina y zapatos de esparto, que se comunica a voces por el vecindario sin pudor ni consciencia alguna de las burlas que suscita. Su madre, una obesa de más de ciento cincuenta kilos, la explota desde que era adolescente con la excusa de una inmovilidad que sólo es tal porque así lo ha querido ella desde que supo a su hija cualificada para la tarea de esclava. Todas las tardes, a la misma hora, acude al parque con su perrillo para sentarse en un banco y dedicarse, con esa entrega de la que sólo los niños y los locos de remate son capaces, a llamar la atención de todos y cada uno de los canes que interceptan su visión. Y lo curioso es que lo consigue, la muy genia. Todo perro, ya sea pequeño o grande, hostil o amigable, pasota o entregado, se presta al juego interminable de pasar una y otra vez por el túnel de sus piernas abiertas y sin depilar, mientras ella ríe a carcajadas y los va rebautizando con una falta de criterio que quizá sea azarosa sólo en apariencia. ¡Pepa! ¡Lola! ¡Manolito! El caso es que es a ella, y no a sus amos, a quien los perros hacen caso. Aunque ni siquiera conozco su nombre, si algún día muriera me gustaría ir a su entierro (y con eso creo que lo digo todo).
Cambiando de tema, la semana pasada se me ocurrió que si llegara el Apocalipsis y Dios bajara de las alturas para confesarme, ante toda una multitud expectante, que debido a todas mis malas acciones y desconsideraciones para con la humanidad mi destino es el infierno, yo le contestaría lo siguiente:
- Si he de bajar al infierno, quiero hacerlo en tobogán. A poder ser con loopings y con Dazed and Confused atronando los subterráneos. Y si no no hay trato, colega. Así que aquí dejo un enlace, para los posibles ignorantes que no sepan de qué canción hablo, que espero les ayude a imaginar el modo en que este tema debe de sonar entre llamas y ya sin esperanza alguna de redención.
Chechu: te quiero.






