miércoles, 16 de julio de 2014

Sobre la fragancia Flower' s barrow de Lush:



Este perfume huele definitivamente a flores muertas, a vegetación podrida, a flora descompuesta y espectral. El propio nombre lo dice, aunque al principio no caí: Túmulo de flores. O Flor de túmulo, que suena mejor. El perfume más gótico que he tenido el gusto de oler y que utilizo, lo confieso, de modo más bien compulsivo y a pesar de que alguna de sus notas de fondo me repugne. Lo de las repugnancias debe de ser como lo de las fealdades, que algunas (muy pocas) en vez de repeler atraen. 
El perfume no es del todo grato a la nariz, pero sí muy sofisticado. No podría no serlo tratándose, como se trata en efecto, de un perfume conceptual. Un perfume llamado Flor de túmulo que huele a rosa, geranio, salvia, tomillo y grosellas negras, sí, pero a rosa, geranio, salvia, tomillo y grosellas muertos. Jean-Baptiste Grenouille alabaría lo conseguido de esta fragancia y, aunque él la sintetizaría mejor, entendería sin duda la intención que se adivina en sus creadores.
El perfume es decadente y vampírico, y aunque siniestro consigue excitar los sentidos. En sus momentos más alegres huele un poco a tiesto (será el geranio), y en sus caídas en picado a flores con moho. Una exquisitez para narices algo desviadas que gusten de fragancias polimorfas y por completo amorales. Lestat usaría este perfume. Y Felicidad Blanc también. 

Chapeau

jueves, 21 de noviembre de 2013

Nada (cuanto más lejos mejor)

Pertenezco a una generación que ni trabaja, ni estudia ni holga como manda Satanás. Pertenezco a una generación de yonkis desmotivados hasta las cejas. A una generación de infantes crónicos que se ajan, cada día que pasa más, encerrados en cuerpos de jóvenes hechos unos auténticos zorros. A una generación de fracasados que nunca más lo serán, gracias a que a fuerza de perderlo todo una y otra vez no tienen, por fortuna, ya nada más que extraviar y pueden, para regocijo de una servidora, dedicarse al crimen y a la violencia. A una generación de pusilánimes sin principios ni fines a la vista que el día menos pensado, por a saber qué reorganización fortuita de las fuerzas de la entropía y del caos (o a consecuencia de ese diseño inteligente que nos hizo a imagen y semejanza de un dios vengativo y de permanente mala gaita), se condensarán en hordas enfurecidas de asesinos y violadores vocacionales. Sin nada que perder, sin ganas de lograr absolutamente nada, apenas impulsados por esa parte del cerebro más reptiliana y primitiva que nos aproximaría, de ser dominante, a las bestias, avanzarán hacia la comisión de fechorías aberrantes. Los que no opten por la violencia será porque están muertos, postrados o encerrados en clínicas mentales. Más de una década de disipación absoluta ha de tener sus consecuencias, y como ocurre en la selva los débiles serán eliminados. Enloquecerán de cáncer o morirán de falta de objetivos, qué más da; en cualquier caso estarán para el arrastre. Los que quedemos, si es que no nos autoeliminamos en ese segundo round que serán las tandas de suicidios (debidos a la depresión que la muerte y el enloquecimiento de seres queridos nos causarán, o a una falta de objetivos más acentuada y de carácter más siniestro en relación a la edad que ya iremos teniendo), sólo podremos dedicarnos a la violencia.
A mi parte más cínica, dominante sobre el resto de mis partes (excepto tal vez sobre mis genitales, que no son nada cínicos y que tienden a dominarlo casi todo, menudos son ellos), le parece un final tan bueno como cualquier otro. El no tener nada que hacer ni confiar en ir a tenerlo en breve ni en realidad a la larga me ha generado una sed de sangre que ni los hunos. Creo que no soy asesina en serie más por miedo a que me pillen que porque me parezca una ocupación aburrida, y si todavía temo que me descubran será porque considero que algo tengo que perder (aunque bien poco y disminuyendo, dicho sea de paso). Espero, con anhelo del que te hace frotarte las manos, el día en que lo que perder tengo mengüe hasta desaparecer del todo. Y además posseo una conciencia forense refinada por años de lecturas sangrientas, lo cual es toda una suerte en esta era tecnológica en que pueden pillarte por los pelos (dejados en la escena del crimen, y porque aun con tecnología de por medio- demos gracias a Lucifer- la policía sigue siendo bastante incompetente -¿se considera esto un insulto, por cierto? Si es que sí métanme en la cárcel, se lo ruego, muero por pasar por la experiencia de chirona para incitar a motines y enrollarme con una presa con cara de chunga pero pibona). Quizá se deberían haber invertido más publicidad y recursos en que la chusma acudiera a ver en masa cine independiente y de autor en lugar de amariconadas de acción y de superación personal. Las fantasías generadas por tantísima testosterona audiovisual serán siempre contrarias a los intereses oficiales. La testosterona a litros (testosterona que yo he ingerido, de rodillas y con la fruición de un verdadero marimacho) genera individuos fuera de control. No digamos ya individuas. Dispuestos a todo (siempre que el todo en cuestión no requiera mover una meninge) con tal de seguir operando fuera del plano de lo real, pues lo real no surge por meramente imaginarlo y además implica volver a tener cosas que perder. Un engorro, vamos. Hace tiempo ya que hablamos de lo real pero que no actuamos sobre lo real en absoluto. El postmodernismo y la reinterpretación crónica de los símbolos (y los mañaneos, y las tertulias interminables entre yonkis cargados de razón) nos han hecho procrastinadores. Y procrastinaremos, que a nadie le quepa duda, hasta deslomarnos o deslomar a la nada. Al fin y al cabo es ella o nosotros. O ella o yo, o ella y yo o vosotros, o vosotros y ella o yo, si no os importa y ya que entre otras cosas soy miembro de una generación de integrante único. Lástima que ya no sepa si mi enemigo es la nada o sois vosotros. Quizá no sea sino yo misma influenciada por la nada y por vosotros, cucarachas. Esta mezquindad que me possee no puede haber sido idea mía, sino que por fuerza ha de haberme sido irradiada desde el exterior. A lo mejor no sería tontería hacerme con uno de esos capirotes de papel de plata (que si se revela inútil podré al menos emplear para fumar en narguile o heroína). O a lo mejor es sólo que empiezo a enloquecer de cáncer y que ni siquiera estoy destinada a sucumbir en la tanda de suicidios, sino mucho antes.
Marcho, hasta el advenimiento del próximo melocotón, a fabricar explosivos de elaboración casera. Que os follen a todos y a mí la primera, como de hecho están ya haciendo. Nos veremos, por encima de vuestro cadáver, en el infierno.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El orden de los monotremas


Mi madre es una rara avis del orden de los monotremas que siempre ha sabido valerse por sí misma. Para traerme al mundo mi madre puso un huevo y, viendo que era bueno, lo hirvió en agua toffana dentro de un caldero negro vuelto del revés, añadiendo a cada rato ingredientes de su gusto entre los que se contaban, o así me gusta pensarlo al menos, grasa y corazones infantiles; cicuta, yerba mora y beleño; bufotenina de sapo encantado y mandrágoras con cara de trasgo, arrancadas de la tierra con  ayuda de mulas sordas aunque de extraordinaria fertilidad; ruda, estramonio y nux vomica y al menos tres corazones de gacela que, arrebatados a la fuerza en bosques tenebrosos a cazadores de talante bondadoso, para que surtan efecto hay que atravesarlos con catorce alfileres oxidados, involucrados en prácticas abortivas. Con todo esto hizo un emplasto, una mezcolanza, un guiso, que una noche de luna llena enterró al pie de voluptuosa y retorcida higuera. Noche tras noche, sobre el nicho que habría de contener su homúnculo, aspergió orines, sudor y sangre íntima hasta que la tierra pareció ir adoptando el aire trémulo, gordezuelo y lácteo de las crías de hombre. Con heno, acónito, láudano, mimo y paciencia infinita entretejió una cuna diminuta, esférica o rectangular según el ojo con el cual se la mirara, que cabía en el hueco de la chimenea, se mecía sola cuando quería y sabía cómo hacer que un homúnculo se desarrollara pleno, creciera parejo en estatura y delirios de grandeza y transmutara, cuando le correspondiera, su sexo en el que más rabia le diera. Así, de homúnculo masculino muté, con la ayuda de ciertos bebedizos cuya composición me está vetado revelar a cualquiera ajeno al mundillo de los pactos diabólicos, en un retoño de ninfa que, en aquellos primeros años de la metamorfosis y a modo de efecto secundario por la ingesta de tantísima ponzoña, más se asemejaba a un tubérculo negruzco y leñoso que a un hada u otra criatura feérica. Las lágrimas que lloraba ante el reflejo de mi deformidad en todo espejo o charco que se me cruzara no conmovían a mi madre, que como sabiendo algo que yo ignoraba sonreía condescendiente y enigmática, susurrando cuando cabizbaja me veía alejarme que, lo que no me matara, más fuerte y poderosa me haría.
Fuerte y poderosa. Fuerte y poderosa. A la par que me llenaba de aspiraciones del tamaño de catedrales, fui con los años perdiendo la costra de fealdad aparente y aprendiendo, a veces a fuerza de trompicones capitales, que la belleza no resta monstruosidad al carácter, y que un monstruo, si hacemos caso a Jarry, no es sino un "original de belleza inagotable” . Sobre la ninfa transexual, negruzca y arrugada que fui, los sintagmas susodichos actuaron a modo de mantra, y tanto fue así que, sin apenas darme cuenta de lo que pasaba, comenzaron a ocurrir cambios sensibles: la costra dura y como de patata vieja comenzó a desprenderse de la carne tierna, lívida e irritada por tantos años escondida del sol y entre tinieblas. Los huesos, que hasta entonces habían permanecido entumecidos, encorvados sobre sí mismos en una postura agazapada y asimétrica que recordaba a la de los simios, parecieron de pronto desplegarse y adoptar, tras un único y doloroso espasmo oseo esquelético que puso, al provocar un huracán, en alerta def con uno a la ciudad, cierto aire gallardo y altivo. Ya erguida y en carne viva, libre de cortezas, crisálidas y agarrotamientos, recuerdo haber salido al exterior, desnuda y sangrando por al menos tres agujeros, a beberme el aire, el ruido y cualquier cosa susceptible de resucitar mis sentidos atrofiados. En algún instante de aquella orgía sensorial perdí el conocimiento y me desplomé contra una piedra de pico, y a pesar de que se abrió en mi craneo, aún lampiño, un nuevo y sangrante orificio, más que a un lacerante dolor asocio la brecha a una suerte de abrazo cósmico, brusco y repentino. Cuando desperté del trance y del pasajero extravío, era humana.
Monstruosa, excesiva, demasiadamente humana; pura de raza y cepa y corrompida hasta la raíz. Dispuesta a todo con tal de crecer en quimérica y compleja sofisticación, pero con una debilidad de base que con el tiempo me llevaría a perpetrar algunas deconstrucciones. La fijación con el dominio y con el poderlo todo es del todo incompatible con la inseguridad asociada a ser humano y mortal. Consciente de la muerte y del absurdo pasajero de este existir que apenas si ha empezado y ya está tocando a su fin, sólo resta consumirse a paso de tortuga y pleurar por que la dulce y bella vida siga estirándose de vez en cuando.

jueves, 10 de noviembre de 2011

dE crEtiNa A cReTiNoS:


Bienvenidos sean el exceso, la pantomima y la carcajada orate, la sangre al revolverse ante el milagro del desseo; la procrastrinación concienzuda y eterna de ingreso en la adultez desmoralizadora y responsable; la certeza de insubordinación a los cánones de la mayoría y de las élites ingenuas que, creyéndose minoritarias y más avispadas que el resto, no son sino la prueba de lo sibilino que puede tornarse el reaccionarismo. Benditos sean el asilvestramiento y las extralimitaciones, las idas de pinza y los pasarse de la raya; no saber en qué día de la semana se vive ni aburrirse nunca lo suficiente como para ponerse a hacer hijos o a buscar trabajo. Maldigo la existencia de gordos complacidos que lleváis, creyéndoos transgresores por odiar lo mismo que los demás odian; sin pensar, siquiera durante un instante, que con vuestra tibieza perpetuáis una especie de profilaxis nacionalsocialista y rubia. Alabados sean el descontrol y la conducta temeraria, la no identificación con colectivo alguno, el radicalismo de ideología cambiante constante en su arrebatamiento. Mi bendición para los que caminan atormentados y solos, para los malditos que entre las multitudes se reconocen por resultar más tridimensionales y nítidos, para aquellos a los que enferma la afiliación a cualquier clase de causa de interés ajeno al dionisíaco, para los que en el rebaño no encuentran sino soledad y se salvan, sólo gracias al apassionamiento amoroso, de que la existencia los aniquile y los reduzca a cenizas. Maldigo la mesura, el compromiso y la indignación que os gastáis, jugando a en nombre de abstracciones varias (ecología, paz, necesidades de cambio) derrocar aburrimientos cuya responsabilidad os compete en exclusiva a vosotros. Sí, vosotros, mierdecillas redomadas que ansiáis que se cumplan las profecías mayas, para ver si en un contexto apocalíptico halláis la manera de protagonizar alguna heroicidad de las que en el presente, con todos los recursos y neuronas que habéis ido despilfarrando por el camino, no tenéis agallas ni cojones para llevar a buen término. Vosotras, criaturas pragmáticas que renegáis de cualquier clase de cinismo para caer, por el otro lado, en ese pozo negro amargado y con hiel por espíritu que es el sarcasmo del que gusta de ofenderse por todo. A vosotras, indignadas sabandijas que hacéis de la mediocridad bandera hablando y moviéndoos como cantamañanas, os dedico la maldición presente para ver si, exorcizándoos de mi pensamiento, evito que mi organismo se transmute en una ponzoña cancerígena. Solidarios y concienciados del mundo, espero que este escupitajo ejerza fascinum sobre vosotros y que, en una de esas marchas a las que os soléis entregar con o sin el consentimiento del gobierno, malotes, que sois unos malotes, acabéis como los lemmings o como quien la pifia jugando al Dungeons and Dragons, precipitándoos al vacío o autoensartados con una flecha que rebota contra vuestro cuerpo. A vosotros, apóstatas de corazón, demasiado cobardes y timoratos de la muerte para seguir la senda del desseo hasta sus últimas consecuencias, a vosotros que os volvéis prudentes con la edad y que de tanto autoobservaros se os ha olvidado hasta cómo usar la polla, a vosotros que os habéis rendido a la dorada mediocridad de enfrascaros en vulgaridades intangibles, deciros me resta una única cosa sobre este panfleto con que mi monstruosidad os obsequia: que delicadamente se os atragante obstruyéndoos las respiratorias vías.

viernes, 21 de enero de 2011

La NeNa Se PoNe FLamEnCa (yo soy más curiosa que vosotros, sé más de fútbol que vosotros y aguanto más bebiendo que vosotros)


Me percibo un tanto subversiva en lo que escribo últimamente. Comprometida, no sé si a mi pesar, con una especie de deber consistente en expresar mi disgusto y naúsea infinitos ante lo que ya no sé si es la masa o la sustancia misma de mi ser. Despreciar aquello en que uno vive inmerso implica una clase muy especial de desprecio por la propia valía, pues por mucha lucidez y empeño que se ponga al servicio de la duda, resulta complicado evadir las consecuencias de permanecer sumergido en la inmundicia. Cada mañana, al contemplar ante el espejo mi rostro desnudo y libre de embellecedores, me entretengo siempre un rato en buscar signos, quizá imperceptibles, de la degeneración progresiva que sin duda ha de estar afectándome. Y no sólo aquella propia de la madurez inevitable y de los cotidianos excesos, sino esa otra cuya insidia aparece condicionada a nuestro abandono progresivo de la rectitud moral. Y no hablo de una moralidad dogmática y flagelante, ni de una rectitud emparentada con las disciplinas católicas, sino de esa integridad que nos arrebata al sabernos convencidos de algo y que, aunque quizá errada en algunas de sus formulaciones puede, si la cultivamos con el mimo que la cosa requiere, algún día revelarnos el sentido de nuestra estancia en la tierra. Pero yo soy la primera que no muevo un dedo en la dirección de mis desseos, que escribo, en lugar de la novela que tanto bien me haría, pataletas y diatribas de incierto destino y segura inutilidad, pretendiendo encaramarme a la poesía cual polizón inseguro de sus derechos que en lugar de al abordaje se conformara con una triste rapiña, y recayendo una vez, y otra, en ese tono ensayístico y castrador de ficciones que tanto detesto y me hace claudicar. Quizá estoy retrasando el momento de ponerme a ello a sabiendas de que, si consigo trabajar en algo sin que me de un síncope de spleen, de aquí a tres meses podría estar en el campo, a salvo de la contaminación que me obsessiona y con todo el tiempo del mundo para hacer de amanuense de mis propias ideaciones. Por supuesto, trabajar implica no dilapidar la totalidad de lo ganado en evasiones perecederas del entorno asqueroso con que la vida laboral me pondrá de nuevo en contacto, y mantenerme ilusionada lo suficiente como para que cuando haya finiquitado el engorro de los pasos intermedios todavía me apetezca hacer lo que me proponía. Parece fácil, pero lo cierto es que es una putada.

Estoy en mi segunda casa, tomándome un Nesquick tibio y con dolor de chaveta. Chaveta. Me gusta esa palabra. Lo que cada vez me gusta menos es el vino, ese infame espirituoso obnuvilador de la cordura que convierte los despertares en epopeyas trágicas. Ya no sé qué tomar, la verdad, pues la Absenta, cuyos efectos me agradan más que los de cualquier otro bebedizo, possee un sabor de varios miles de demonios y una graduación tan elevada, que al cuarto de hora de haber ingerido el segundo o tercer chupito estoy ya como las mismas cabras. De qué soy capaz en esos ratos de psicosis sólo lo sabe el que a bien haya tenido acompañarme, pues lo cierto es que a la mañana siguiente lo que recuerdo no alcanzaría ni para escribir un nanocuento absurdo. A lo mejor es que mi etapa alcohólica está llegando a su fin, quién sabe. Pero se supone que soy un escritor, ¿no?, y nadie ignora en el fondo que lo que le hace a uno escritor no es tanto el escribir como el mezclar alcohol y ansiolíticos en nocturas y alevosas orgías en las que, de más está decirlo, no se estila demasiado el ponerse a componer versos. Y lo que después se escribe, en fin, para qué molestarme en explicar lo que cualquiera puede comprobar leyendo el presente enrevesamiento de sílabas que, de carácter en exclusiva lúdico, no tiene más objeto que el de hacerme pasar el rato hasta que el hambre, el sueño o la necesidad de aparearme hagan que me levante a buscar suministros. No hacer nada es un engorro, o al menos así me lo parece a mí. Y aunque escribir es un medio harto indirecto de ponerse manos a la obra, ya es más que el permanecer sentado, callado y zombificado a la espera de que pase alguna mosca apetecible a la que echarle el guante, o la lengua.

Odio tanto la televisión que si no supiera que, en el fondo, lo que haría es darles más publicidad, volaría por los aires los estudios de cada cadena. Si pongamos por caso, un extraterrestre bajara a la tierra y, con la abstrusa finalidad de conocer mejor a los humanos, decidiera visionar uno de esos programas de tertulias que infestan la mañana y la sobremesa catódicas, ¿qué conclusiones sacaría? Aunque el que hubiera decidido aumentar su conocimiento sobre nuestra especie visionando un programa de tertulias tampoco indicaría gran cosa sobre el tamaño y las aptitudes de su encéfalo, es de esperar que fueran demoledoras. Quizá, hasta el punto de hacerle considerar la posibilidad de hacernos la guerra. Motivos más leves se han conocido para iniciar un Armagedón, y si no, piénsese en el diluvio que Enlil envió a la tierra con el fin de eliminar a una humanidad que, en sus propias palabras, resultaba "molesta y ruidosa". Yo, no sé si por mi inocencia o por la suerte que he tenido con el tema de los amigos, pensaba que estas cosas no las veía nadie. Pero sí que se ven, sí que se siguen, sí que se les presta atención. Se presta atención a circos de variedades baratos en los cuales se discuten, en un intercambio de vaciedades con regusto a refranero pupular, temas que no interesan ni a los propios protagonistas. Hora tras hora, mes tras mes, año tras año. Y aunque uno trate de mantenerse al margen, y de hacer su vida con independencia de toda esa cretina caterva de catetos, lo cierto es que es complicado - pronúnciense todas esas ces como si se estuviera escupiendo, o agonizando- eludir su intromisión en nuestro devenir cotidiano. Uno se arriesga a que la persona encargada de contratarle o de valorar su talento, sea en realidad un abducido consumidor de basura. Probablemente, muchos de los que leyendo esto os sonreís, creyéndoos libres de pecado y estableciendo conmigo una complicidad, también lo seáis a vuestro modo. Quizá no de la más grotesca y evidente, de esa que de exagerada acaba rozando la parodia, pero sí de otras formas más sutiles, pulidas y ornamentadas que, a pesar de su atractivo envoltorio, igualmente os transforman en sabandijas. Y a mí, por prestaros atención...

jueves, 20 de enero de 2011

VeNeNos


Me pregunto si es posible, en este extraño mundo en que se suceden nuestras hazañas, comportarse en algún momento con honestidad. No digo que no exista la intención positiva de hacerlo, y que cada cual no trate de actuar de acuerdo con el ideal que tenga de la misma, pero dudo de hasta qué punto podemos discernir entre aquello que nos es connatural y aquello con que nos hemos contaminado, a través de un proceso de incardinación del pensamiento con cada vez menos visos de sutileza, en nuestro paso por la civilización. Lo de que cada vez sea menos sutil es, por un lado espléndido, y por otro preocupante. Espléndido, porque el que sea tan exagerado y evidente le hace perder eficacia manipuladora, y preocupante, porque a pesar de que todo el mundo debiera estar ya espantado ante la monstruosidad del asunto, el caso es que más bien pocos individuos parecen percatarse del estercolero de contexto en que se mueven, contagiándose de ideas que proliferan por metástasis en su imaginario para condicionar la sustancia de sus aspiraciones. Y no sólo hablo de sexo, aunque lo cierto es que el sexo se emplea hasta para vender anticongelante (que no es, ahora que lo pienso, el ejemplo más idóneo que podía ocurrírseme). Que nos hayan comprado el alma con semejante bazofia no dice mucho, ni muy benévolo, del estado evolutivo en que nos encontramos. Yo misma, a pesar de la evidencia escrita de una cierta lucidez en mis desarrollos, me considero en ocasiones un auténtico becerro. Ojalá contara con una sala de descontaminación en que arrancarme de cuajo los postizos sociales en un intento por reencontrarme, ante un espejo que realmente reflejara, con la magnitud justa del animal que soy. Así averiguaría al menos si lo que me place es componer versitos, comerme las cosas a dentelladas o alguna clase de actividad que aúne ambos antojos. ¿Por qué elegir una consigna de entre toda esta mascarada de neón y falsas necesidades? Es complicado, siendo consciente de esto, tomar partido por cosa alguna. Hasta aquello más comprometido y underground desprende un tufo a zombie que tumba en decúbito supino, y por mucho que busque, y que hable con unos y con otros, no puedo escapar a la sensación de permanecer en una oculta e indenunciable cautividad. Desconfío hasta de mi propio desseo. Huyo de la falsa transgresión como de una peste mortífera y terminal, y a veces temo, por la voracidad de mi huida, pasarme un kilómetro de la meta y aterrizar de refilón en el reaccionarismo. A ver si es que en el fondo a lo que aspiro es a alguna suerte de pureza. Qué poco me gusta esa palabra, y sin embargo, en cuántas y cuán entrometidas ocasiones se ha interpuesto en mi búsqueda de la Verdad, que el que Keats afirme que es belleza, y sin que esta observación mía encierre crítica alguna hacia lo que ahora voy a decir, indica la clase de venenos con que éste entretenía sus sentidos cuando no estaba entregado a revolucionar el mundo de la poesía. Como iba diciendo, es complicado saber qué partes de nosotros nos pertenecen por completo, y cuáles se tratan de malformaciones provocadas por la exposición continuada a la bazofia que nos circunda, sepultándonos vivos en ciudades que se asemejan cada vez más a cementerios. ¿De qué modo salir de un lugar que, con sus efluvios y sortilegios aparentes, hace que en cierto modo dessees quedarte a conquistarlo? Aunque no entraña el mismo peligro ser un cínico que un integrado dicharachero y convencido, ambos roles perpetúan la dependencia que desde nuestro nacimiento hasta el instante en que sucumbimos a la duda apocalíptica desarrollamos con respecto a dónde y por qué nos movemos. Y aunque critiquemos, condenemos y zarandeemos el mundo infame de la publicidad, o cualquier otro que por azar surja en alguna de nuestras amenas y subversivas disertaciones, quién nos dice que nosotros estamos libres de su influjo y que no perpetuamos, con la predictibilidad de nuestro revolucionarismo, el sistema carroñero sobre el cual creemos estar defecando. No sé si es que he llegado a unos niveles de conspiraoia peligrosos, o si lo que digo possee pleno sentido, pero no puedo evitar pensar que la existencia de objetores vistosos favorece, en cierto modo, el que nuestro grado de cautividad parezca menor de lo que en verdad es. No digo que la opción correcta sea quedarse de brazos cruzados sin hacer nada, renunciando a la dramatización pública del descontento que nos embarga el alma. La dramatización pública, aunque resulte colectivamente inútil, sirve a veces de ayuda como terapia individual, y aun de grupo. Creer que se forma parte de la resistencia ha por fuerza de ser bueno para el alma y para la libido. Sólo digo que hay que andarse con ojo, y estar muy atento a las motivaciones reales que nos impulsan a afirmar lo que afirmamos y a comportarnos como en efecto lo hacemos. Desconfiar hasta del propio desseo y someter a escrutinio el corazón, y todo ello, procurando en el proceso no castrarnos a nosotros mismos. La honestidad es tarea complicada, pues su ejecución continuada nos expone al riesgo de dejar de parecer encantadores. Y de eso, las cosas como son, veintipico años de exposición a una publicidad feroz sustentada en el sexo y en la dominación, nos impiden en el fondo apostatar. Apostatar, en el contexto de lo que aquí estoy diciendo, se refiere ni más ni menos que al hecho de hacernos responsables de nuestra propia vida, tomando las decisiones que favorecen el cumplimiento de la voluntad y evitando que un exceso de distracciones nos entretenga hasta el punto de olvidar la razón por la cual habíamos comenzado a caminar.

miércoles, 19 de enero de 2011

PáJaRoS eN La ChAvEtA


Estoy tomándome un café ante dos gatos que me observan como alucinados desde la cama de la habitación de una casa que no es la mía. Aunque sé que la frase precedente carece del ritmo que a mí me gustaría, y que esta segunda que he escrito rimaba asonante con la primera, prefiero pasar por esta vez de las comas y del verso libre para evitar ingresar en una de esas espirales terroríficas de perfeccionismo castrador que hacen que, en ocasiones, no me anime a continuar con lo que empiezo a escribir y que lo elimine, quizá queriéndomelo sacar de la vista, para ahorrarme la práctica de un oficio que desde ese prisma resulta extenuante. Así que como es últimamente costumbre, comenzaré a divagar sin más y con la única preocupación de que la faceta florida y embellecida de mi prosa embriague los sentidos lo suficiente como para hacer pasar por entretenidos pensamientos que sólo me incumben a mí. Ejercicio desternillante donde los haya, sobre todo para el que lee a sabiendas de cómo le lee y le sabe el escritor y se presta, con ese aire sapiente que se nos pone a los humanos cuando creemos haber captado una broma privada dirigida a un público de élite, a la conversación que en verdad implica el leerse cualquier cosa que no se trate de un manual de instrucciones o un paquete de cereales.

Debería estar estudiando en lugar de escribiendo sandeces, pero como ya he confesado en un monólogo anterior mi espíritu es un potro desbocado que, enfervorecido y carente de dirección, va de un lado a otro lado de una cárcel invisible que, sin menoscabo de su función contenedora, es de naturaleza por completo alucinatoria. Sólo me faltaba ya fenecer presa de mis propias fabulaciones. Menos mal que no me da por imaginar monstruos de degenerado apetito. De de. Suena como silabeado por una lengua pastosa que se arrastrara sobre las vocales de puro lasciva y sucia. ¿Qué voy a hacer yo con esta manía mía de vivir del animismo y la onomatopeya? Me entretengo con los sonidos cual trémulo y cantarín pajarillo que celebrara la llegada del alba piando desde un naranjo, y me pierdo en las texturas sin que el afán por llegar a alguna parte tenga en el asunto el más mínimo peso. ¿Escribo cosas interesantes, o tan sólo hermosas? ¿Escribo cosas hermosas, o tan sólo vistosas? ¿A qué niveles de profundidad sondeo? ¿Acaso importa? Quizá no escriba sino desde el naufragio, pero ¿y qué? Algunos escritores se retiran a las profundidades del bosque o al interior de alguna caravana con el fin de que afloren las obsessiones que les convierten en genuinos, y yo, que hasta ahora he carecido de madrigueras a la altura, quizá no haya creado sino un espacio mental, más parecido a un humor que a un espacio propiamente dicho, más un estado de ánimo que un lugar coordenable, en el que recogerme en busca de catalizadores. A lo mejor el ser divagante va con mi naturaleza, y en lugar de fustigarme por no escribir novelas debería centrar mis esfuerzos en desarrollar hasta el cataclismo mis cualidades para el derrotero divagacional. Pero una voz en mi interior, picajosa y algo cítrica, protesta alegando proclamas infames: "Sigue por ese camino, y no llegarás lejos". Las vocecitas interiores son una auténtica lata, y si de mí dependiera las condenaría a todas al martirio de una eterna y tensa insonorización. ¡El tiempo que pierde uno escuchando sus mariconadas! Debería ser lo suficientemente pura como para que el llegar o el no llegar lejos no supusiera para mí ni siquiera algo a considerar. Me ha importado más de lo que en la actualidad me importa, pero todavía he de despojarme de [de de de] ciertos harapientos, mugrosos, tiñosos prejuicios que me vulneran. Ni una Santa, oye. Ni una mártir.

El otro día escuché en una película una respuesta asombrosa. Una periodista le preguntaba a un escritor cuál era su mayor ambición en la vida, y el escritor le contestaba lo siguiente: "Llegar a ser inmortal, y después, morir". Si pudiera desmayarme en honor de la frase, sufriendo un soponcio de los de damisela, juro por Calíope que caería por los suelos lánguida y hecha un despojo. ¿Cómo se siente uno tras pronunciar algo así, tan majestuoso, tan elevado, tan macizo? ¿Siente que el cuerpo le pesa menos y que sus pies, en escalada imperceptible, abandonan poco a poco la seguridad de la tierra firme, o por el contrario percibe cómo sus miembros, dotados de repente de notable y creciente envergadura,le hacen con su peso afianzarse más y más en lo ctónico? No me importaría, en cualquier caso, vivenciar una cosa u otra, y de hecho es a lo que aspiro cuando escribo soliloquios como el presente, a que una frase de sintaxis o significación gozosa me trasporte, siquiera el lapso que su efecto demore en evaporarse, a ese estado en suspensión del no saber si zambullirse en los aires o hendir raíces en el mismo núcleo.

Y mientras, y poco a poco, la ciudad va perdiendo su mágico barniz. Con tanta vulgaridad y censura circundante ya no quedan espacios en los que uno pueda sentir que forma parte de algo misterioso. No, miento, sí que puede, pero a costa de un esfuerzo y de un naufragar crónico que acaba por aburrir al más voluntarioso de los buscadores. A lo mejor es que me he cansado de la metrópoli y lo que ahora quiero es saber lo que se siente al colindar con las bestias. En fin, tampoco hay que pasarse. Cualquiera diría que aspiro a mudarme a una caverna, cuando con lo que en verdad sueño es con atardeceres de ámbar anaranjado en que darme, imbuida por la luminosidad del ocaso, baños de sol en que los rayos, aspergidos en áureas rociadas, caigan sobre mi cuerpo oblicuos. Quiero un clima verde, naranja y rosa, una atmósfera húmeda y hongos en derredor. Que el terreno huela a descomposición y los líquenes hagan resbalar a pies más profanos que los de uno mismo. ¿A qué aspiran mis pupilas? A un paraje prolífico en santuarios de verdor y en lagunas que pudieran habitar siluros, en el cual correr, precipitarme o zambullirme según el ánimo con que amaneciera, en mi casita con pozo, higuera y lumbre en lo alto de la colina de a saber qué páramo de intrincada orografía. O a eso, o a una mansión de obscena sofisticación. Si no puedo ser el degenerado y parasitario aristócrata que en verdad me gustaría, espero al menos que el vivir entre saúcos me reporte la satisfacción de creerme, siquiera un rato cada día, sacerdotisa o bruja del pantano.

martes, 18 de enero de 2011

MaRtEs de iRrEsPoNsAbiLiDaD



La locura me galopa a trote tendido y espectrales pensamientos estallan en racimos
sin aliento, y en cascadas que me inundan confundidas con el viento,
y amotinan mis intentos de salir del espejismo,
insolado cataclismo que fracasa y delicuesce.

Acabo, hablando en plata, de experimentar un eructo literario. El resultado lo tenéis en estas cuatro líneas que he plantado ahí arriba, inspirada por no sé qué coscupiscente y voltaireano diablo tendente a la hilaridad. Creo que ver tanto cine y trasnochar hasta tan tarde está comenzando a trastornarme un poco. Puede decirse que a lo largo de los dos últimos meses, mi ya de por sí precario contacto con la realidad ha acabado por irse a pique del todo. Era, todo hay que decirlo, una muerte anunciada, pero uno siempre espera que en el último momento acontezca alguna suerte de milagro que de nuevo incite al espíritu a tomar control de las propias riendas. El mío, después de tantísimos intentos de doma, continúa desbocado. Como el resto de cosas que nos afligen en esta vida, resulta a ratos grato y a ratos desmoralizador. No sé si es que mi intrincado y lujuriante potencial no me permite ver el bosque, o si es que al final he resultado un poco más retrasadilla de lo que afirmaban ciertas rigurosas psicometrías que después de todo, y como tantas otras facetas de mi personaje, quizá no haya sino maquillado a mi favor. Gilipolleces del querer comerse el mundo... Como dice mi madre, para ser un libertino hay que posseer ciertas cualidades que yo, con todos esos ataques de culpa y rabietas que me arrebatan a veces, parezco no reunir del todo. El libertinaje ha de cometerse con saña, con entrega, con ardor, dejando a un lado los remilgos relacionados con el absurdo y haciendo de cada experiencia un acto de celebración de la vida. Cuando tras la comisión de las más o menos venéreas felonías a que al libertino (supuesto) le haya dado por sucumbir, ataca esa especie de afligido pudor de novicia que hace que, en lugar de celebraciones, sus actos se le antojen los de alguien muy extraviado, o muy maníaco, está claro que algo no funciona en la armazón dionisíaca sobre la que le ha dado por construir su carácter. Aunque no digo que este sea mi caso ni que mi madre esté del todo en lo cierto cuando me describe en esos términos, no creo que deban perderse de vista cuando a lo que se aspira es, y diría que éste sí se trata de mi caso, a sacar tuétano hasta de las naranjas.

Me encantaría lanzarme de cabeza a una piscina de agua templada, en el centro de la cual flotara mi cama, sobre una plataforma de baldosín delicado a la que se accediera subiendo una breve escalinata. Para dotar de un poco de emoción al conjunto y hacer de cada arribada al sueño una epopeya medieval de las de foso y puentes levadizos, añadiría a las tibias aguas unas lampreas o unos cuantos caimanes, ¡esos magnéticos alligatores que me hacen querer escuchar la canción de Let's get together yeah, yeah, yeah! El techo consistiría en una cúpula gigantesca y cristalina a través de la cual se estuviera desarrollando, en ese preciso y natatorio instante, una tormenta apocalíptica. Bordeando la totalidad de la piscina, que quizá tendría la forma de un nenúfar, una fragante y voluptuosa filigrana de vegetación y ofrendas frutales invitaría al durmiente a abandonar la sequedad cálida del lecho para de testa zambullirse en las aguas infestadas y nadar, como si en ello le fuera la vida, al oasis de la ribera. La verdad es que si me ofrecieran habitar un castillo o un palacio no me lo pensaría, y que lo que ya sería el novamás es que alguien construyera para mí, como regalo de bodas quizá, uno a la medida de mis caprichos estéticos. A mí siempre me han gustado las mansiones, pues le permiten a uno el lujo de perderse en ellas. Me gusta que en las casas cada habitación sea un santuario, y que al cruzar los umbrales de las puertas que las separan embarguen el alma respetuosos y subversivos misterios a los que sucumbir de la mano de cualquiera que lo merezca. Aunque es posible ser feliz casi en cualquier parte, cultivar los contextos trae aparejadas a veces potenciaciones de la intensidad que se está experimentando. Rodearse de cosas bellas no es ninguna tontería, y más cuando por doquier y con unas maneras que sugieren las del estupro, nos ametrallan cada día con feificaciones baratas y comercializables de esa cosa tan esquiva que resulta ser la realidad que nos atañe. Rodearse de cosas bellas para no perecer de un colapso de mal gusto y para estimular, en ausencia de contaminantes letales, la creación de genuinos algos. En ocasiones creo que me repito...

miércoles, 12 de enero de 2011

ThE hErMiT



Fragmento extraído de mi diario (19- XI- 2010):

"Estoy en La tabacalera, en plan reunión clandestina de intelectuales comprometidos con la causa, hablando con Krinos, Sheila, Alfredo y compañía sobre la posibilidad de editar un periódico gratuito y de carácter monográfico, en que cada cual dejara su impresión (literaria, gráfica, crítica o del género que se le antojara) sobre un tema propuesto con anterioridad.
El tema del que versaría el primer número es el siguiente: cuáles creemos que son las causas de que desde hace un tiempo a todo Cristo, de manera más o menos consciente, le embargue la apetecencia de que estalle alguna especie de hecatombe que envíe a tomar por culo al mundo tal cual lo conocemos."

Aunque me había comprometido a escribir un texto relacionado con el afán de heroísmo, que es a mi modo de ver la razón más importante de que de forma constante nos imaginemos protagonizando situaciones límite, lo cierto es que ni siquiera lo he empezado y que, puestos a ser sinceros, el proyecto del periódico no acaba de conquistarme del todo. ¿La razón? No sé, quizá sea que en las susodichas reuniones me aburro como una ostra, y que no se dice nada en ellas que alcance a enamorarme el ápice necesario como para que me comprometa siquiera a acudir. Me parece todo un poco amanerado, y las conversaciones se me antojan cargadas de afectación teatral. No es que el teatro, ni siquiera aquel que se da en la vida cotidiana y que ante la opinión de ciertas mentes de transigencia moralista pudiera pasar por hipocresía o disimulo, me parezca algo innoble. Es sólo que ya lo he practicado muchas veces y que ahora mismo, en mis condiciones y estética presentes, no ofrece a mis pupilas el más mínimo interés. Ya me pasó algo parecido cuando, a los ocho años, me obsessioné con la idea de convertirme en sirena tras el visionado de la mítica película de Disney. La vida en la tierra se me antojaba asaz tediosa, y sólo quería que me creciera una cola de pez con la que recorrer, a velocidad vertiginosa, los misteriosos fondos abisales. Eso sí me parecía una idea atractiva, y no la de jugar a la canción protesta conspiranoica haciendo como, si de repente, las cosas nos importaran un carajo. ¿A mí me importan? Francamente, no lo creo. Al menos no lo suficiente como para no tomarme a guasa cada afirmación que a lo largo de esas veladas emerge de nuestras bocas en arrebatos de ingenio que más parecen brotes psicóticos en masa que derroteros de una conversación despierta. Otra cosa que me hace gracia es el modo en que, cuando discutimos los temas a tratar en el periódico, renunciamos al empleo despiadado del cinismo. No es que éste desaparezca por completo de nuestras formulaciones, pues al fin y al cabo son ya muchos años de deformación profesional como para que de repente y de un día para otro se esfume de nuestro discurso sin dejar ni rastro, pero ya parece más una cuestión de forma que de fondo, una manera más graciosa y culterana de plantear las cosas desde la superioridad que supone el estar de vuelta de todo, que una perspectiva melancólica y algo nihilista de enfrentar los enigmas de la existencia cotidiana. Como si de una forma sibilina y bienpensante, el ser cínico de corazón estuviera de repente mal visto. Nuestros proyectos centrados en la conquista de la tierra han fracasado. No somos los más creativos, no somos los más críticos, no somos los más la hostia. Y entonces, ¿qué nos queda? El compromiso, el retorno tardío a la comunión global, la aspiración a sentirnos apegados, en nuestras convicciones y estilo de vida, al devenir de nuestro inmediato entorno. No es que crea que esta vuelta de tuerca es perniciosa, pero a mi me pilla en un momento en el que lo que más desseo es huir de la civilización, no comprometerme con ella. Si ahora mismo pudiera mudarme a una cabaña en un bosque tupido, o a una casa frente a un lago en Canadá desde la que pudiera dar forma a mis creaciones artísticas mientras disfruto de buena y bohemia compañía, tened por seguro que lo haría. No cambiaría mis aspiraciones rurales ni por las aventuras necronomicómicas de Julian Assange y eso, tratándose de mí, es mucho decir, pues en el fondo no me hubiera importado ser una espía o alguna otra clase de elemento avispado y perturbador del orden. Pero ahora es tiempo de retirarse a la paz de los santuarios faúnicos, y de quitarse de encima la ponzoña acumulada en vida. Quizá dentro de unos meses me apetezca algo de naturaleza por completo opuesta, pero ahora está claro que no estoy de humor para divertimentos filantrópicos. Otra cosa es que una vez retirada y a salvo de la civilización, me de por ponerme a coleccionar sellos.

MaRtEs O miéRcOleS pOr La MaÑaNa



Es martes o miércoles por la mañana, me encuentro a solas en casa de Chupi después de que éste se haya marchado a trabajar, me acabo de tomar un Eco con jalea real y, en un impulso que tenía algo de agradecimiento por el privilegio que para mí supone el que me concedan, siquiera durante unas horas, ser la dueña y señora de una casa solitaria a mi entera disposición, me ha dado por fregar los platos que he ido encontrando repartidos por el salón y por la cocina. Ya que me permiten disfrutar de un espacio, que al menos se lo encuentren impecable a su regreso. El caso es que son tan pocos los momentos en que dispongo de la posibilidad de un espacio propio, que cuando por conjugaciones como la de esta mañana en que Chupi y yo hemos decidido que me quedara en su casa haciendo lo que me viniera en gana me encuentro de repente en uno a la medida de mis necesidades, me da por dudar de a qué actividad dedicar las horas que permanezca en él. Me embarga una especie de nerviosismo, derivado del miedo a perder el poco tiempo que tengo sin decidirme a poner manos a la obra con nada, y comienzo a sacar materiales de mi bolso (una novela, apuntes, mi diario) con la esperanza de que alguno de ellos despierte en mí las ganas de hacer algo. Que finalmente me haya decantado por escribir un texto que bien podría acabar dando con sus huesos en el blog es, tratándose de últimamente, algo bastante novedoso. Hace meses que no escribo otra cosa que no sean mis diarios, y semanas en que la lectura de ciertos libros me mantiene tan sometida que ni mis diarios suscitan en mí el desseo de escribir una sola línea. En cualquier caso, escribir en un diario siempre otorga más libertad. Y no porque no vaya a leerlo nadie, porque un diario, que no es al fin y al cabo sino un documento escrito y secreto sólo en muy relativo grado, corre el riesgo de ser, entre otras muchas cosas, hurtado, confiado e incluso exhibido por el autor, que si es lo suficientemente joven o necio como para aspirar todavía a alguna clase de posteridad, se paseará con él escondido en el bolsillo y como si portara la confesión más relevante del siglo, buscando interlocutores con aspecto de poder saber apreciarlo. Cuando esto es así, el diario ya no es tan libre en contenidos como debería. Pero ¿debería por qué, para quién, de qué manera? ¿Quién afirma que un diario no es también literatura? Y no precisamente realista, ya que en verdad no hay nada tan ficticio como un ser humano en perspectiva. Lo que es indudable es que el diario, entendido como tal, prolonga la existencia del soñador, y que si bien es cierto que escribir sobre vivencias implica primeramente el haberlas experimentado, el diario otorga al soñador, con independencia de por lo que en un momento dado esté pasando, un espacio abstracto e íntimo en que desarrollarse como oniromante a expensas de la realidad.

En ocasiones creo que la adolescencia me ha dejado tetrapléjica. Me he acostumbrado a desenvolverme a tres o cuatro planos por encima de la realidad y ahora descubro, cuando quiero aplicarme al pragmatismo, que soy poco menos que incapaz de dar cinco pasos en una misma dirección. Todo me resulta a veces tan aburrido, desvaído y exento de gracia, que si no me evado desfallezco de un colapso de mal gusto, y aunque me proponga posponer el disfrute de lo estético hasta haber alcanzado alguna clase de meta que me permita hacerlo más a lo grande, el absoluto desinterés que me provocan los pasos intermedios hacia cualquier cosa hace que, a pesar de ser consciente de la inmadurez del conjunto, me desenvuelva en el día a día con la previsión propia de un prepúber. El largo plazo queda situado, como envuelto en una bruma misteriosa y no del todo agradable, en el reino lejano del sueño que muere por falta de concreción, y mi diario, naturaleza obituaria de suspiros que parecen envasados en burbujas intemporales al vacío, crece en frondosidad en inversa proporción a mis diacronías.

No sé por qué, antes me ha venido a la cabeza algo que le escuché en cierta ocasión a una monja llamada Sor Ángeles, a propósito de a saber qué pregunta que se le formuló en clase de religión. Dijo algo así como que alguien que, de manera constante, afirmara no creer en Dios o considerar imposible su existencia científica, en realidad denotaba una fe ciega en ella, pues nadie se empeña con tanto ahínco en defender su no creencia en una cosa. A ratos se me antoja genialidad, y a instantes gilipollez soberana. Sólo hay que pensar en el ejemplo de SSMMLLRRMMDDOO (Sus Majestades Los Reyes Magos De Oriente), cuya no existencia defienden con tanta saña los niños en la edad de la incredulidad, no se sabe si por madurez vanidosa o por crueldad para con los más pequeños e ingenuos que ellos, suscitando la gemación de llantos e ilusiones fracturadas por doquier. Cierto primo mío sabe bastante acerca de este asunto, aunque conmigo, todo hay que decirlo, la tortura no le funcionó, pues si por algo se ha caracterizado mi carácter desde edad bien temprana es precisamente por la ferruginosidad de sus devociones. Cuando algo le gusta, le gusta hasta el dolor, y que deje de gustarle rara vez se debe a una crisis de fe. También depende, de más está decirlo, de lo que uno entienda por fe, y por carácter.

Repito: estoy sola en una casa. ¡Sola, sola, sola! Y para colmo de dichas y estilosas voluptuosidades, suena Sade a pleno pulmón. Por primera vez desde que me he levantado puede decirse que estoy en calma. Pero no en una calma chicha pasiva y narcotizante, sino en un sosiego balsámico que consigue atravesarme los huesos y hacer efervescer mi médula de caléndulas y perlas de mentol. Casi nada. ¿Véis? A esto me refiero cuando hablo de mi tendencia a perderme en ensoñaciones inútiles, o sea artísticas. El señor Wilde que nunca falte en un texto sobre el aire decadente de los toboganes que perdieron, a fuerza de erosionarse contra el trasero de inquietos infantes, diez de sus mejores molares. Y de Wilde a Apollinaire, ¿por qué no? Pero no hay que pasarse con esta clase de recursos apelativos, pues se corre el riesgo de caer en el más bajo y vulgar de los kitsch. Tan kitsch como la sexualidad plástica y como para infantes retrasados que tratan de vendernos los medios en esa especie de pornoteletiendas didácticas que son la televisión, las revistas, la publicidad, y según qué sectores del mundo musical y literario. Lo único que me faltaba es que alguien tratara de sugerirme la clase de estímulos que me son necesarios para querer follar o sentirme desseable. Tal es mi desprecio por toda esa avalancha de colores, bocas entreabiertas y movimientos espasmódicos que promulga cierta vomitiva voluptuosidad de moda, que mis tendencias casi podrían considerarse, en relación con las que a toda costa tratan de implantarse a través de múltiles plataformas, zoofílicas. El peligro de la falsa trangresión. Evidenciar la sordidez como modo aséptico de convertir la más indomable de las esferas humanas en corrección política con piel de cordero liberal, y hacer que algo que debiera dotar a las personas de una energía sublimable, por secreta, pierda sus propiedades impulsoras y adquiera en cambio, como por efecto de un sortilegio de transmutación diabólico, las anestesiantes de la adormidera. El opio del pueblo ya no es la religión, sino el sexo. ¡Pero ojo!, no el sexo en sentido estricto, no el desseo ardiente ni el magnetismo telúrico de las humanas atracciones que se desarrollan a escondidas en rincones oscuros, sino ese otro sexo hipertrofiado y grotesco que, a fuerza de normalizar la sugerencia, acaba por privar al ritual de su carácter gozoso e iniciático. El sexo publicitado es reaccionario, pues aunque en apariencia se erige como alternativa al dogma religioso, en realidad no hace sino perjudicar la espontaneidad sensual en grado mucho más amplio que el logrado por cualquier suerte de mecánica de sermón. La palabra herejía significa, en griego, elección. Luego hereje es el que elige. Todo mi satanismo resumido en una sentencia. Este momento merece que ponga algo de Black Sabbath. Sí, amigos, zoofílica (donde zoofilia no es sino metonimia de hacer lo que a uno le sale de los retoños).

Luego sigo... o no.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El Oráculo del Sur


Espero, ansiosa, la llegada templada y húmeda del mes de Septiembre. Esta mañana, al despertarme enfurecida por el estrépito irrespetuoso de una obra colindante a mi alcoba, he percibido, ligero como el aleteo de un ave contra una hoja tierna, ese olor a lluvia y a Norte que trae de la mano el verano agonizante junto a la playa y que acaricia, como en una especie de artera prestidigitación, a la par el alma y los sentidos. Por primera vez en una existencia marcada por el sino candente del estío, dicho olor, que penetraba mi ventana como si del hálito pulverizado de un rompeolas se tratara, se me ha antojado por completo desnudo de nostalgias y como aureolado, en una degradación cromática que oscilaba entre el blanco y un encapotado azul, por la irradiación de la espuma al rociar acantilados próximos. A pesar de hallarme en el núcleo urbano y asfixiante de una gran ciudad que, tras tres largos meses de calor y aislamiento, ha llegado a aburrirme hasta el hartazgo, el espejismo de un océano cercano alcanzó a concretarse, a través de mi sentido del olfato, en algo tanto o más nítido que la voz solícita de mi madre ofreciéndome, desde detrás de la cortina que en mi cuarto hace las veces de puerta, la posibilidad de una bandeja con lácteos, frutas y tostadas recientes. El olor, ignoro si real o alucinado, a salado y a mar, y el de esa otra concreción amorosa que supone el desayuno preparado por una madre, me ha hecho levantarme de la cama con un ánimo, si no alegre, sí al menos predispuesto a la exaltación estética. Ni siquiera las lágrimas de mi madre ante una abuela que agoniza en su delirio han mermado la sensación, de un color esmeralda bastante próximo al de la esperanza, de disponerme a experimentar intensidades de las que hacen escribir. Y aunque siento que mi literatura, después de un largo año de inactividad, trata a duras penas de arrancar con los ruidos propios de un vehículo oxidado, el corazón se me encabrita en el pecho ante la certeza inminente de una convalecencia artística que ya venía necesitando.
Y aquí estoy, en mi agujero de siempre, haciendo oídos sordos a los chirridos y crujientes explosiones que entre frase y frase se materializan, tratando de hacerme ver la mediocridad dolorosa de mis palabras; ignorando, pues en eso consiste en ocasiones la valentía, la incapacidad de que a veces adolezco para expresarme en los términos que necesito y escribiendo, escribiendo, escribiendo, de la manera más fidedigna posible, aquello que creo querer decir y que ya no sé, releyendo compulsiva el precedente párrafo, si he conseguido plasmar siquiera de forma aproximada.
Pero nada de eso importa en esta vespertina decadencia de textura marítima y salobre. No importa la censura, el perfeccionismo ni la autoexigencia; sólo la sensibilidad a la belleza y el afán, a prueba de sarcasmos y de prepotencias de escritor, por dejar constancia de cada latido bombeante y libre.

Gracias, Carmen, por tu “Nada” maravillosa y plena. Si un solo átomo de tu humanidad permanece, siquiera transmutado en energía, en algún oscuro y frío recoveco del Universo, que mi agradecimiento por tu obra le llegue en forma de supernova y alcance, por cualquier suerte de galáctica coincidencia, a subir unos grados tu soledad gélida. Son tantos y tantos los poros que te debo hoy que, aunque no sé si creo en el más allá ni si necesito, ahora que la muerte me la trae al pairo, creer en nada semejante, me gustaría que por un momento, y aunque no fuera más que por añadir a la existencia un toque de color, te resucitaras en partícula para recibir mi lengüetazo de fuego. Gracias, también, por llamarte como mi abuela.
Nada más, por hoy.

viernes, 27 de agosto de 2010

Dies Irae


¿Quién necesita una dama de hierro poseyendo, como yo poseo, tan infalible repertorio de torturas? Tras descender a los abismos de la nostalgia y entregarme durante unas horas al viático venenoso de la furia asesina, he retornado, impertérrita en mi pose de predador omnisciente, al bálsamo engañoso y escualo de la sonrisa oblicua de pómulo alzado. La furia es algo en verdad ponzoñoso cuando, en lugar de a un estallido múltiple y letal, se cede a una contención de lenta y pesadísima digestión. El corazón se agarrota en una presa eléctrica como un calambre y la respiración, que a duras penas se abre paso a través de la masa pulmonar, adopta el siseo sibilante de una serpiente estrangulada. La imaginación, atravesada por imágenes de asesinato que son como hordas estériles y mercenarias, se retuerce como un bicho que no sabe si gemir de dolor o de placer perverso ante los latigazos que en su frenesí gusta de autoinfligirse. La cordura de la razón es rechazada, las veces que sea preciso, en un intento monstruoso por alcanzar alguna suerte de homeostasis tóxica, y el agotamiento, que incita a la calma y a la indiferencia reparadora, es ignorado por un cuerpo cuya musculatura se reduce a una contorsión grotesca. Cuando la furia toma posesión de un Hombre no puede sino esperarse a que el aburrimiento haga mella. Toda concentración monográfica implica una entrega que en ocasiones, en base a la dificultad inherente a cualquier clase de concentración, conlleva una pérdida progresiva del sentido de la obsessión primaria. Como cuando uno se pone a llorar por algo muy concreto para al poco tiempo descubrirse llorando por todo en general y, al rato, percatarse de que se están apretando los párpados en un intento por forzar la emanación y continuar en un estado en el que, por alguna razón absurda, hemos llegado a sentirnos a nuestras anchas. Así como la tristeza otorga, a medio plazo, una especie de orgullosa comodidad, con el sentirse furioso ocurre algo parecido. Pero dicha comodidad sólo es posible a medio plazo, pues en cuanto la emocionalidad ha perecido por efecto del tiempo o del agotamiento se recupera la consciencia y, con ella, la consciencia de Absurdo.
¿Acaso no sucede con nuestro sentido más primitivo algo muy similar? El olfato, al igual que nuestras más atávicas emociones, se desgasta por sobreexposición. Sensualismo perecedero e inmediatez utilitaria. Permanecer en contacto con una fuente que ya no es capaz de, por sí misma, incitarnos a estados o percepciones novedosas, no es más que una cronificación desprovista de significado de algo que en sus inicios (quizá) lo tuvo o, si se prefiere, una variante masoquista y enferma de la masturbación que en lugar de con un orgasmo culmina con una marea de insensibilización. Inútil, asquerosa y retorcida complejidad humana.
La furia se evapora, como por un agujero barrenado a la altura del corazón y con un siseo que recuerda al de un balón de playa perdiendo aire, sin otra pena ni más gloria que la de haberte mantenido embebido en un espejismo de pesadilla el tiempo que a tu cuerpo se le haya antojado resistirse. De repente te despiertas, miras a tu alrededor y, tras darte cuenta de que los colores de las cosas parecen algo desvaídos y de que las ganas de aplastar cráneos han cedido paso al impulso de pedir perdón hasta por la propia existencia, te zambulles en una convalecencia resacosa de la que sólo te saca un polvo o una buena siesta. Cosas que te evadan, de nuevo y en definitiva, de tu mísera y vergonzosa humanidad. Quien nos entienda, que nos robe.

viernes, 11 de junio de 2010

Contrición


No merezco el aire que respiro. No merezco la comida que como. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.
No merezco la comida que como. No merezco el aire que respiro. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.
No merezco el aire que respiro. No merezco la comida que como. No merezco otro consuelo que el vacío creciente de mi estómago.

Soy un veneno. Soy un veneno. Soy un veneno.

Que los temblores que me huracanan se enreden a mis aurículas y me infarten. Que este frío que me cala cuaje en hielo y me desgarre. Que las promesas que he roto se me pudran dentro y me maten. Se me pudran dentro y me maten. Se me pudran dentro y me maten.

Ahora tengo la satisfacción de aniquilarme el cuerpo a intervalos de hambre. Veneno. Veneno. Veneno. El placer de negarme el sustento y el de sentir, creciendo cual bebé tumorado y rígido, este vacío que me llena de la nada amorfa que merezco. Veneno. Veneno. Veneno.

sábado, 1 de mayo de 2010

Rayos y truenos


¡Qué vida tan apropiada ésta, que me permite escribir sobre cualquier otra más o menos apropiada en el plano finito y excitante de la hoja en blanco y la musa en ciernes. ¿Para cuándo las vivencias? ¿Para cuándo una aventura de soltero acuciado por la prisa repentina de vivir? Ahora que ya están todos rendidos, amilanados, enamorados de mí en espirales de temblor, a horcajadas sobre su miedo irresoluto, alejados del centro y la neutralidad plomiza, ¿de qué o de quién me cuelgo yo? ¿Con qué minucias distraigo mi poesía traicionera para que permanezca junto a mí lo que tarda siquiera en sucumbir un verso? En esta empresa azarosa de palabras sueltas que justifican párrafos que justifican libros que justifican hombres, ¿de qué o de quién coño me cuelgo yo? ¿A quién doblego y me doblego? ¿De cuánto tiempo dispongo hasta el advenimiento de la última catarsis, después de la cual no habrán ya más letras ni justificaciones ardientes? Temo la sequía más que a la muerte, el mediodía apaciguante más que a la noche hostigadora de entrañas. Y ni los amantes me hacen escribir, ni la obscenidad manifiesta de un desastre elegido a propósito me enerva como antaño lo hacían las mentiras, las verdades esgrimidas de soslayo y a ciegas, las confesiones edulcoradas de nocturnidad, las anécdotas oblicuas y calculadas, las conjuras del desseo.
¡Ah, la incertidumbre! Me quiero tanto que también ésta ha acabado por dejarme indiferente. Si no me aman, viento fresco; si no me admiran, que les jodan a todos; si mis letras pasan desapercibidas, más desapercibidos pasan ante mis ojos sus tiranías de niños mediocres (¡niños mediocres, qué infamia!) encaprichados de la aprobación de sus mayores. Eres un buen hijo, sí; buen ciudadano, seco y templado triunfador, pieza prefecta en el puzzle de lo que debe ser y así será por los siglos de los siglos amén. ¡Ja! ¡Que os jodan a todos, criajos malnutridos y equilibrados! Heme aquí, con mi locura y mi envidia y mi impotencia a chorros de no sé qué, con mi sublimación a falta de otra cosa, con mi dolor quedo quebrándome el pecho, con mi rabia y mi encabronamiento y la madre que me parió igual de guapa y de insoportable que siempre.
Y sí; soy una envidiosa, una traicionera, una sin principios, una mujer de pocas y malas palabras. Rompo promesas a la par que poesías, con la misma vergüenza y el mismo cargo de conciencia de un niño que acabara de descubrir lo placentero que es pasarse las leyes de Dios y de los hombres por el mismísimo forro de los cojones. Me cago en Dios, sí; me cago en Dios y le venero. Sólo me han educado para amar en la antítesis, en la lucha, en el cuerpo a cuerpo del maestro y del discípulo puteado, que parece que vence pero que es vencido, y que si triunfa lo hace sólo por casualidad, con el desapego y la inocencia propios de quien no sabe que lo que está haciendo trascenderá y será reconocido. Aunque, ¿qué coño es el arte sino una casualidad, una cadenita de yo quise hacer y en cambio y al tratar de, y mira tú por dónde pero te juro que yo no sabía lo que quería decir hasta que al final, y como por arte de birlibirloque, se reorganizó todo de repente y chico, ¿sabías que yo soy mi primer lector? A la mierda esos lugares comunes, a la mierda la leyenda del poeta- instrumento poseído por un Dios taumaturgo con vocación literaria. El azar es lo que concede el arte a la deriva del pensamiento, lo que premia y justifica la incertidumbre asumida por aquél que ha elegido la poesía para enamorarse de sí mismo. ¿Por qué escribo? Hace un añito habría dicho que porque si no escribiera me volvería loca, que la poesía es mi único anclaje con el mundo y qué se yo qué más tonterías blasfemas con las que quedar como Cristo. Pero ahora que soy una mujer más libre preguntádmelo de nuevo, preguntádmelo. Decidme: ¿por qué escribes, muñeca? Y yo, con la más serena y peligrosa de mis sonrisas –esa que es casi una mueca- os diré que ESCRIBO PARA DISPUTARME CON DIOS EL AMOR DE LOS HOMBRES, QUE ESCRIBO PARA VOLVEROS A TODOS LOCOS DE AMOR Y JODEROS, AHÍ SÍ, CON MI AVALANCHA DE MAESTRÍA Y SUPERIORIDAD SIN LÍMITE.

lunes, 9 de noviembre de 2009

En la senda del mal


Estoy en la plaza de Olavide, misteriosamente conectada a Internet y con un flamante y jovencísimo grupo de latin kings apostado ante mis ojos. Pensaba que iba a hacer más frío, pero la verdad es que esta temperatura es estupenda para estar en la calle.
Cuanto más pienso en mi vida más rara me parece, y más interesante. De no darse dicha rareza, dudo que pudiera escribir lo que escribo. No sé si es la literatura la impulsora de mi emocionalidad, o si son más bien mis emociones desbocadas las que me permiten dedicarme a la creación artística. Sólo sé que cuando me siento lánguida, rubia, desvaída, me veo incapaz de transformar las palabras en algo meritorio y digno de ser perpetuado. Quizá esté hecha para la tragedia, o quizá esté hecha para el humorismo, pero en cualquier caso a mi personalidad no le va bien ninguna clase de medianía.
A pesar de las catástrofes que, bajo la forma de conflictos románticos y traumas en vías de superación, estallan cada poco a mi alrededor, he de confesar que me siento muy afortunada por experimentar las cosas que experimento. Si la tranquilidad me anula y me castra de raíz, por qué empeñarme en alcanzar valles en lugar de aspirar a la conquista de las cimas. Por algo me habrán gustado tanto, desde siempre, las montañas rusas. ¿No se supone que el artista que lo es de corazón ha de sacrificar, por responsabilidad para con su obra, todo aquello que se interponga entre ésta y su culminación? Pues entonces quizá debiera asumir, de una vez por todas, que lo que yo debo es rendirle tributo al caos y dejarme de paso de infantiles lloriqueos. La mojigatería, da igual la forma bajo la cual se manifieste, es siempre producto de una falta de estilo congénita para la comisión de fechorías. Y además, en defensa de mi bonanza de carácter, he de añadir que estoy más que dispuesta a sufrir en mis propias carnes, y a despecho de mi más que merecida ataraxia, las consecuencias más funestas de los terrorismos emocionales que sobre mis semejantes me de por perpetrar.
Las personas que se consideran a sí mismas buenas son hipócritas, y las que por contra se consideran malas unas prepotentes. Ambas clases de individuos se me antojan, en cualquier caso, poco lúcidas y harto inconscientes. Impulsos sutiles y personalísimos someten nuestra voluntad y nos conducen, por senderos inescrutables y ambiguos, hacia destinos esbozados de antemano por no sé muy bien qué suerte de mano lúdica y omnirriente. No sé si mi destino es la literatura o el moldeado de cataclismos a escala, pero en cualquier caso lo asumo y repito, a modo de mantra, la siguiente felonía: estás en la senda del mal. Tranquilo, que yo voy detrás de ti.

domingo, 27 de septiembre de 2009

AuToSuFiCiEnCiA


No sé qué hacer hoy conmigo porque me siento alterada, acelerada y ansiosa y no logro, por mucho que lo intento, centrarme en nada ajeno a mis reacciones físicas. Antes de salir de casa, y como si quisiera potenciar este estado ansiógeno que me corroe, me he bebido de penalti una taza grande de café solo con hielo. El corazón ha empezado a palpitarme con tanta fuerza que, por un instante, ha parecido querer salírseme de la caja torácica para galopar, en clave de sístole, más allá de los márgenes de mi biología. Ahora estoy haciendo como que me siento sobre un taburete, poseída por la prisa de hacer no sé muy bien qué cosa y tratando de domar, cada vez que alguien me mira, los espasmos que azotan mis posaderas.
Tengo dinero, tiempo y libertad para hacer y deshacer como me plazca, pero por alguna inaprehensible y puñetera razón no me siento motivada para aprovecharme de ninguna de esas facilidades. Las palabras me salen a trompicones y la redacción se me resiste, así que lo de escribir vamos también, yo y mis yoes, a tener que dejarlo por hoy. Pero si no escribo, ¿qué hago? Sola y en la calle, sin ganas de leer y sin música que escuchar bajo la lluvia desvaída y lánguida, he por fuerza de intentar entretenerme con las palabras. Miro a las personas que me rodean y me siento enfermar por momentos. Decir que siento asco resultaría eufemístico, porque lo que me embarga el ánimo al contemplar las interacciones que en derredor tienen lugar se relaciona más con una sensación de putrefacción e insalubridad que con una variante desagradable del gusto. A mi derecha, vociferantes y colosales en tamaño y falta de dignidad, hay un grupo masculino de unos cuatro miembros que, a falta de habilidades lingüísticas complejas, se conforman con golpearse y gruñirse los unos a los otros en un dialecto emparentado de lejos con el castellano. He tenido que cambiar de lugar porque, cada vez que algún empujón amistoso acercaba a cualquiera de ellos al dominio ocupado por mi mesa, el desseo de aniquilarle de un vasazo la cara grotesca y gutural cobraba excesiva e inapropiada relevancia. Aunque pensándolo bien, prefiero rodearme de simios que de modernos. Me interesan más las etologías que los posados y, en el fondo de mi corazón, siempre admiré más a Goodall que al cretino de Warhol. Si bien la necedad absoluta me resulta tolerable, y aun hilarante, la mediocridad presuntuosa me saca por completo de mis casillas. La verdad es que no sé por qué escribo estas estupideces. Lo apropiado sería que registrara aquello que me conmueve, en lugar de centrarme en las cosas que no soporto o que me raptan de quicio. Y fijaos que he escrito raptan. El quicio es algo de lo que solo te pueden sacar por la fuerza, y en un momento de vulnerabilidad. ¡Qué ingenio el mío!, ¿verdad? Vulnerabilidad, verdad, verdad, vulnerabilidad. Rapto, rape, ripper, rapiña, raposa. Todo lo que comienza por rap y se me ocurre en este instante se relaciona en cierto modo con la violencia, lo cual me remite al tema prioritario aparente de este escrito: mi estado de ánimo conflictivo, prejuicioso y sociópata. ¡Qué poco interesante, de verdad! ¿Pero sobre qué escribo entonces? Escribe sobre las flores del campo, bromea mi voz interior. Sin embargo, lo más campestre que se me ocurre escribir es que me apetecería estar en un lago entre rocas, lanzándome de cabeza al agua y vestida con pieles de animal. Hasta qué punto resulta silvestre la imagen, ni lo sé ni me importa demasiado. De momento me he alejado medio grado de la intolerancia para aproximarme, a paso de tortuga, al pacífico remanso de la imaginación evocadora y libre. Continúa, se mofa la vocecita. Muy bien, vocecita, sugiéreme un nuevo tema. Habla sobre los niños pequeños, zorra. Zorra tu madre, vocecita, o sea yo, ¡qué cabeza la mía! Los niños, los niños, a ver qué coño ideo sobre los niños. ¡Ah, ya sé! Los niños me acomplejan, los niños me acobardan, los niños me dan envidia y los niños, en general, me gustan y me fascinan bastante. Aparte de eso, hoy he leído que han detenido a Roman Polansky en Suiza ( lugar al que había acudido con objeto de recoger un premio), a causa de la supuesta violación que cometió hace tiempo sobre una prepúber americana de trece años en canal. ¿Qué tengo que decir acerca del tema? Pues que las visten como putas y que dejen a Polansky en paz de una jodida vez, poco más. ¿Argumentos a favor? Lunas de hiel, El quimérico inquilino y La muerte y la doncella, para empezar. A un artista no se le encarcela, del mismo modo que a un niño pequeño no se le procesa por acoso por tocarle el culo a su prima. Si resulto políticamente incorrecta, lo lamento más bien poco. Además, el hecho de que su ex mujer haya sido desfetada, literalmente, por un emblemático asesino en serie americano, le otorga bajo mi punto de vista cierta inmunidad con respecto a los delitos cometidos en ese país de patriotas armados hasta los dientes. Por otra parte, si fue capaz de escribir Lunas de hiel y de enamorar a Emmanuelle Seigner, ha por fuerza de saber algo sobre cómo y con quién follar. Démosle, a falta de la libertad, un voto de confianza.
Y tras esta burrada provocativa y efectista, ¿sobre qué escribo, vocecita? Escribe sobre la escritura. ¡Oh, no, vocecita! ¡No me vengas con esas! ¡Metaliteratura! ¿Por qué y a cuento de qué? La metaliteratura es como una bolsa de té reutilizada, como el polvo de un tetrapléjico, como una puesta de sol convertida en fondo de escritorio en el ordenador de un agorafóbico. ¡Cualquier cosa menos esa, lo digo en serio! ¿Cualquier cosa, cualquier cosa? ¡Cualquier cosa, vocecita! Escribe sobre el desarraigo.
Allá voy: me considero una desarraigada por no pertenecer del todo a nada, ni a nadie. Me considero una desarraigada por saberme huérfana de padre y de generación. Me considero una desarraigada por el desprecio que siento ante mis semejantes por consanguinidad, y por la sensación, a caballo entre la repulsa y la incomprensión, que me embarga al mezclarme con la jauría. Me considero una desarraigada porque mi odio, que no me pertenece por completo, parece surgido de algún otrora diferente a éste en que vivo, o muero poco a poco. Me considero una desarraigada porque mis orígenes, si es que los tengo, se me antojan confusos, y porque mi lealtad, de existir, lo hace bajo directrices de moralidad dudosa. Me considero una desarraigada porque la plenitud se me escapa y el disfrute, en su acepción más hedonista y despreocupada, me enfrenta contra todos y contra mí misma. Me considero una desarraigada porque no encuentro nada, ni en la realidad ni a tres planos por encima o por debajo, que me comprometa lo suficiente como para tomar partido. Me considero una desarraigada porque el futuro es una entidad en la cual no creo, y el pasado, con toda su cohorte de nostalgias y bellos caracteres, intoxica de quimeras el presente en el que vivo, o intento vivir. Me considero una desarraigada porque renuncio, en nombre de una superexistencia mentada en vano y a traición de lo que soy, al divertimento anodino y superficial que me aportaría el pasar por integrada en un contexto hecho a la medida de mi inconformismo patológico. Me considero una desarraigada porque en cierto modo, y a pesar de las múltiples cadenas que me atan a la tierra y me rebajan, me siento libre y en posesión del secreto de la libertad que a todos se os escapa, esclavizandoos.
¡Hale, vocecita, hasta la próxima!

jueves, 24 de septiembre de 2009

From Lula Lestrange to Romeo Cosardiela Jr.


Echo de menos las tardes de invierno en que salíamos, abrigados hasta las orejas y sin cogernos de la mano, a recorrer enfervorecidos las calles de Madrid. Tú vestías vaqueros y una chupa negra; yo, faldas de colores que revoloteaban en torno a mi figura mientras fingía, sin afán alguno por que te creyeras ni una sola de mis extravagancias, ser una exótica y extrañísima criatura desconectada del mundo de los Hombres. Mientras tú emitías soliloquios provocadores con ánimo de enamorarme, yo hacía que buscaba objetos por el suelo y te observaba de reojo. Cuando de repente encontraba algo que pudiera ser de tu agrado, corría extasiada y haciéndome un poco la loca hacia donde estabas tú para, con una sonrisa radiante y las piernas apretadas de pura excitación, ofrecértela en el nido sudado y tembloroso de mi mano abierta. Me mirabas con unos ojos que parecían conocer todas y cada una de mis triquiñuelas y que, al mismo tiempo, se revelaban más que dispuestos a dejar engañarse por placer. Tu boca, que de palabra dudaba de todo y de todos, jamás dudó de lo que yo era o hacía, de lo que yo impostaba o fingía, de cómo yo, en resumen, me ofrecía a ti para que me quisieras. Recuerdo que las calles parecían más oscuras de lo habitual y, cada rincón, un escondite acogedor y misterioso. Olía un poco como a quemado, al igual que en los pueblos, y el barullo circundante de vehículos y personas en tránsito se me antojaba, concentrada como estaba en la gestación de un milagro privado, más la atmósfera de una película que la de la ciudad testigo de nuestras hazañas. El mundo podía estallar en llamas mientras nosotros, partidos de risa por nada, conquistábamos la noche y todo lo que por delante se nos cruzaba sin preguntarnos un solo instante por la suerte del universo. Me bessabas con fuerza, con ardor, sin miedo; apretabas mi cuerpo contra las paredes mientras mis piernas trataban de trepar por el tuyo y tus manos, extraviadas entre los pliegues de mi abrigo, buscaban rutas arcanas hacia mi piel desnuda y palpitante.

Echo de menos esas tardes y es por eso que quiero que te vayas, que te marches, que desaparezcas. Quiero que te largues y que me olvides rápido para que después, con apenas un ligero recuerdo de lo que supusimos el uno para el otro, vuelvas y sepas reconocerme entre la multitud. No quiero tu amor eterno, perenne e incaduco, pues correría el riesgo de que en el proceso se convirtiera en fraternal. Desseo tu tiempo, tu pensamiento, tu circunstancia; la posibilidad de erigirme en prioridad absoluta de tus más nocturnos y fantásticos desvelos. Prefiero suponerte un acertijo irresoluble a convertirme en tu compañera de fatigas y aburrimiento perpetuo. ¡Márchate! ¡Vete! ¡Desaparece! Sobre todo ¡olvídame, olvídame, olvídame!. Haz como que no existo ante tus familiares, ante tus amigos y ante ti mismo; haz como que no existo convenciéndote de que he muerto y lo nuestro es por tanto imposible; haz como que no existo, y fíjate en lo que te digo, aunque no te quede otro remedio que hacer el primer trecho a gatas y con los ojos dilatados por el terror. Prefiero no tocar fondo contigo porque después del fondo, lo sé bien, lo único que se puede es estar enterrado. Juntos y separados hasta el final, gatito, hasta el final.

Te amo.

4ETNIS

PD. Para compensar un poco la madurez emocional que destila la carta antecedente y de la cual, siendo honesta, carezco casi por completo, una última línea para el gatito: recuerda que cualquier cosa que hagas, la haré yo mil veces mejor. Y no hablo, precisamente, de tocar la guitarra. Ahora sí que siento que te quiero. ¡Al ruedo!

PPD (es que no me canso de hablar contigo). Cuando dos cuerpos o dos almas quieren encontrarse, ten por seguro que se encuentran. Como, fuera de lo que uno quiere y sin la excepción del ecologismo o de la paz mundial, no importa nada en demasía, pocas cosas se pueden añadir a lo ya dicho excepto que te quiero menos de lo que quisiera y que creo que a ti te pasa lo mismo. En cualquier caso te amo y eso es lo que en verdad importa. ¿Verdad? ¿Verdad? ¿Qué es verdad? Verdad es belleza y delirio, gatito, belleza y delirio. No nos convirtamos en feos en contacto con la realidad circundante y circuncisora.

PPPD (ahora sí que sí, una última cosa antes de que te vayas): ¿Quedamos mañana?

PPPPD. Mejor olvida eso último, ¿sí? Lo más probable es que te encuentres exhausto.

domingo, 20 de septiembre de 2009

La mala sangre


Estoy en el mismo café de ayer, aunque sentada en una ubicación diferente, tratando de sacarle algún acorde hermoso a mi portátil. Al llegar me he podido pasar diez minutos largos intentando desentrañar la maraña inexplicable del cable, que en el breve intervalo que había pasado en la profundidad de mi bolso se había convertido, no sé cómo ni por qué motivo, en un manojo de negras víboras sin principio ni fin distinguible a la vista. Es muy típico de los cables hacer eso al meterse en un bolso, y me pregunto qué extraña clase de relación puede haber entre tan dispares objetos para que al ponerlos juntos se acoplen en tan impracticable y gordiano anudamiento. Como soy competitiva y no me gusta parecer torpe, a mano desnuda y sin ayuda de espadas me he concentrado en la ardua tarea de desenmarañarlo, y en la aún más ardua tarea de no poner cara de esfuerzo en el intento. Como si lo de desenredar nudos fuera lo mío, por tener quizá un antepasado marinero, o pirata, he logrado al fin dejar el cable más lacio que mi pelo y quedarme de paso con la sensación de prepotencia que buscaba. Mis párrafos introductorios son, al igual que yo, más raros cada vez. Me parece bien. Aunque por otra parte quizá éste no sea sino un texto de desvarío y, por tanto, lo antecedente no sea más introductorio que lo que a partir de aquí me de por escribir. Si buscabais profundidad iros a nadar a otra playa, porque la mía tiene hoy la marea baja. Esto no significa, ni muchísimo menos, que esté de mal humor o con el ánimo decaído, al contrario. Diría que, por el estómago, me revolotean patitos efervescentes. A qué se debe esa efervescencia natatoria y como espumeante de cítricos ni lo sé, ni me importa gran cosa. Lo relevante es que se quede, y que lo haga además por mucho tiempo. Si para eso tengo que transformarme en una frívola, tened por seguro que lo haré. O no, depende.
Antes de entrar aquí he caminado un rato escuchando una canción de Great White que no conocía, y que se llama Bitches and another women. Como todo lo compuesto por esa banda, resulta bastante sexual. No sé si tengo más ganas de quedarme aquí escribiendo, o de salir a la calle a esquivar personas con la música atronando en mis oídos y el corazón asilvestrado cabalgándome el pecho libre, y muy deprisa. Habrá tiempo para todo, así que de momento permaneceré sentada en este granate y mullido sofá de terciopelo, con la esperanza de que mi cerebro se acabe de decantar por un tema determinado. La verdad es que hoy llevo unas pintas bastante raras. Pantalones rojos muy ajustados y remetidos por dentro de unas botas negras que, así vistas, parecen más de montar que de salir a la calle, y chaqueta con capucha verde militar por encima. El maquillaje, el de siempre, pálido cadavérico con labios rojos y ojos muy negros. Mi aspecto no es muy discreto que digamos, pero como tampoco yo soy una persona discreta y considero oportuno tratar de aparentar lo que en realidad se es, finiquitaré este párrafo confesando que me siento bastante guapa y que todo lo demás, debido a mi flamantísimo y recién adquirido cinismo, me la trae por completo al pairo.
Estoy en ese estado en que me apetece correr, sudar, pelearme y seducir, en que me siento de nuevo enfebrecida por la literatura y capacitada además para someterla al yugo antojadizo de mis palabras; en que me sé potente, asilvestrada y salvaje y existen pocas cosas con la facultad de hacerme sentir culpable. A este estado de desinhibición y furores uterinos en que me encuentro lo llamo yo la mala sangre. Supongo que, de ser un hombre o un marimacho, en lugar de por seducir me daría por meterme en broncas. Sustantivos, verbos, adverbios y adjetivos titilan ante los ojos de mi intelecto con todos los colores de un espectro extraterrestre y excesivo, como tratando de convencerme, y consiguiéndolo, de que la literatura procedente del espíritu no necesita de contenidos semánticos para erigirse en excelsa. Es en la contraposición de sus tonos, en la brillantez o apagado de las palabras que la esculpen, configurándola, donde se fragua la magia y reside el secreto de su ocurrencia milagrosa. En fin, y yo que pretendía pasar por frívola... Al leerme me entra la sospecha de que el concepto de frivolidad me es tan ajeno como a mi genoma el de un perro de aguas andaluz, y que es precisamente por no pertenecerme en demasía por lo que me resulta tan atrayente y cool. ¡Cool! Aunque odio esa palabra, lo cierto es que la utilizo bastante. Supongo que es divertida de pronunciar y que yo, como niña que soy, procuro pasarlo bien a costa de lo que sea. ¡Faltaría más!

(luego sigo, ahora voy a unirme a la jauría)

Estoy en una pelea de gallos, es decir, en una competición de cariz hip- hopero consistente en humillar al contrincante emitiendo el mayor número posible de rimas hostiles. Aunque se supone que hay que improvisarlas, al verlos tan ingeniosos y metidos en su papel uno tiene la impresión de que se lo traen de casa más que preparadito. Si yo me presentara a un concurso de semejantes características, me cuidaría mucho de elaborar por anticipado y con todo el cálculo de que fuera capaz determinadas elocuencias de probable utilidad, a saber: insultos adecuados a cualquier tipo de defecto físico que mi contrincante pudiera padecer (gordura, cabezonería, narigudez, enanismo, calvicie, acné juvenil o fealdad a secas), respuestas apropiadas al hecho más que posible de que se metieran con mis puntos flacos, con la madre que me parió o con el tamaño de mi polla y, por supuesto, rimas de chulería centradas en la grandilocuencia de dicho tamaño y en el puterío de la progenitora del otro. Con esos ámbitos cubiertos tendría tantas probabilidades de ganar como cualquiera de estos sibilinos.
Supongo que el espectador del Coliseo debía de sentir cosas parecidas a las que siento yo al presenciar estas elocuentes humillaciones mutuas, y que en realidad es normal tener cada vez más ganas de que dejen a un lado las florituras lingüísticas para por fin lanzarse, pasándose el código de honor y las reglas del concurso por el forro, a arrancarse las entrañas a bocados. En esta vida nuestra, salvo que se sea un budista o Humphrey Bogart, hay que ser de todo menos indiferente.

viernes, 18 de septiembre de 2009

LoVe WiLL tEaR uS aPaRt


Estoy en un café llamado In dreams cuyo aspecto recuerda al de las heladerías americanas de los años 50 y que, para mayor regocijo de mi amor por el detalle y por lo retro, bloquea el acceso a la conexión wi- fi con la palabra “elvis”, en minúscula. La sonrisa del camarero al confiarme la clave me ha sugerido algún tipo de celebración relacionada con el espionaje. En clandestina complicidad, las cosas saben más y mejor. En honor al nombre del bar quizá la contraseña debiera haber sido Orbison, pero supongo que resulta más apropiado un bloqueo cuya ortografía no de apenas lugar a dudas. Y digo apenas, porque entre la b y la v de Elvis bien pudiera algún cafre mostrarse dubitativo. Y tras el párrafo situacional e introductorio de rigor, me dispongo sin más preámbulo y con cara de solemnidad a arrancar algo meritorio de mis psicotrópicos y casi, casi insondables abismos.
Como cada septiembre, me invade una cierta sensación navideña. A pesar de que siempre he afirmado que para mí Año Nuevo comienza en el noveno mes del año, nunca he estado demasiado segura de a qué me refería diciendo eso. Se trataba más de una impresión ligera y no del todo transferible a palabras que de un concepto o de una opinión forjada en base a algo y, por tanto, cada vez que aludía a ella lo hacía desde el desconocimiento profundo de la causa. Es posible que se debiera a que, cuando entre mis doce y mis dieciocho años el estío tocaba a su fin, la sensación de pérdida que experimentaba era tan fuerte y en extremo desesperante que, en cierto modo, consideraba la situación más como el fin de un ciclo que como la mera conclusión de una estación meteorológica. Cuando el verano acababa y era preciso regresar a Madrid, el único consuelo que encontraba era el de pensar que en breve sería Navidad y podría passear, henchida de exaltación nostálgica, entre las luces y las aglomeraciones de ese Broadway en miniatura que es la calle Gran Vía. Si no me aferraba a esa idea, hermosa y brillante cual estrella titilante en el pozo de unos ojos negros infantiles, la partida se me hacía tan dura que ni siquiera podía disfrutar a pleno de la última semana del verano por estar pensando ya en el instante catastrófico de la despedida. De todas formas, y por mucho que tratara de adelantar las navidades para hacerme una idea más atrayente y misteriosa de mi ciudad, el instante de agosto en nos percatábamos de que el Sol se dejaba ver cada vez menos, y de que el viento, en ráfagas húmedas y congeladas, nos obligaba antes de la hora de rigor a recoger nuestros bártulos y abandonar la playa, constituía un punto de inflexión en nuestro estado de ánimo que no siempre desembocaba en un mayor disfrute de la intensidad.
Ahora me doy cuenta de que los días que con mayor fuerza tengo grabados en el corazón son precisamente aquellos previos a la despedida. Conscientes, aunque sólo a medias, de la importancia capital de nuestros desenlaces, fuimos poco a poco haciendo de ellos rituales trágicos. Año tras año, el día fatal, corríamos al edificio Géminis a enterrar entre los matorrales, o donde se nos ocurriera, alguna clase de tesoro simbólico. Pelotas de goma, figuritas de plastilina moldeadas por mí en el garaje de Fernando, tapones de botellas e incluso anillos o videojuegos que hubiéramos utilizado ambos, eran los posibles candidatos a permanecer bajo tierra durante un año a la espera de que volviéramos a reunirnos para sacarlos a la luz. Aunque Fernando tenía terminantemente prohibido desenterrarlos sin mí, cuando a lo largo del invierno me echaba de menos solía viajar hasta Valdoviño para merodear por las inmediaciones de aquellas lápidas y llegar incluso, en cierta ocasión, a faltar a su promesa removiendo algunos puñados de tierra. Recuerdo que parecíamos actores, intérpretes arrebatados de nosotros mismos cuando, después del ritual funerario, cogíamos el coche hasta la estación de tren para llegar una hora antes que mis familiares y compartir unos últimos minutos de intimidad. Nos dirigíamos primero al bar de la estación, conmocionados hasta el punto de no poder hablar, y pedíamos un café con leche que bebíamos en silencio y sin dejar de apretarnos la mano por debajo de la mesa. Después íbamos a una zona del andén donde había trenes desguazados y cubiertos de orín y, con las piernas colgando del borde, compartíamos un cigarro. Era, al igual que el café, el único que yo consumía al año, y desde entonces tengo ambas cosas asociadas al olor a gasolina y a humedad de la estación, a una excitación sexual sin afán de consumación y al graznido de los vencejos que al volar a ras de tejado anunciaban lluvia. Todos mis últimos días, sin ninguna excepción que yo recuerde, llovió de la mañana a la noche. El humor atmosférico contribuía, con su empeño en mantenerse invariable verano tras verano, a la consolidación romántica de nuestro ritual de adiós.

Todo esto me hace pensar que, en el fondo, los momentos más intensos son aquellos acotados por la inminencia de una cuenta atrás, y que la separación, a pesar de la pérdida del Otro que supone y del vacío y de la soledad que trae aparejados, es en último término lo que más profundamente ata entre sí a las personas. A pesar del sufrimiento y de la angustia que se siente ante la amenaza de la distancia, los seres humanos se aman más y mejor en una atmósfera de tragedia que en una de estabilidad absoluta. Para disfrutar cada minuto como si fuera el último, hay pocas cosas que ayuden más que la recreación de un contexto apocalíptico en el cual, efectivamente, cada minuto es el último y los implicados se ven forzados a vivir al límite de sus emociones. Transgredir, siempre que se pueda, el remanso de la certeza, y arriesgarse al sufrimiento del corazón que no ve y del cerebro que supone siempre lo peor.
Así que no sé si odio o adoro las despedidas, porque cada vez que me toca pasar por el trance de alguna experimento emociones ambiguas, y aun contradictorias. Por debajo del melodrama y de la lágrima ligera de cascos fluye, cual si fuera un río embravecido por una estampida de impalas, la esperanza fulgurante y espesa de disponerme quizá a emprender grandes aventuras. Porque si en algo hace pensar una despedida es precisamente en su reverso, el reencuentro, y ¿qué persona peliculera que se preciara se privaría de una vivencia tan propensa a la teatralidad como ésa por miedo a lo que pudiera pasar? En el reencuentro se concierta, de nuevo, una primera cita, y desde luego es la única manera que se me ocurre de volver a conocer a una persona por primera vez. Pocas experiencias resultan, a mi entender, más emocionantes que la de reencontrarse con el compañero de batalla pasado un tiempo, y con nuevas cosas que ofrecer como aval de la propia humanidad liberada y reconquistada. Por pocas cosas, pienso, merece tanto la pena correr el riesgo de perderlo todo. Al fin y al cabo, estar siempre junto al desgastado sujeto de desseo no impide, ni muchísimo menos, el extravío de su espíritu. Siendo el espíritu, en última instancia, lo que mantiene a las personas enamoradas, cabe preguntarse hasta qué punto es indicador de nada ni merecedor de esfuerzo alguno el pretender que alguien permanezca siempre, y a costa incluso de su propia dignidad, en un radio al alcance de esa vista nuestra cegata de tanto espiar.